martes, 15 de agosto de 2017

No queda más que viento

Faro de Santa Marta ©Ana Meca, 2005

Si tuviera que elegir un edificio favorito sería la Casa de la Cascada de mi estimado Frank Lloyd Wright, pero si me preguntan por mi edificación, estructura y demás, respondería: los faros.

Siempre me he sentido fascinada por la majestuosidad de esas construcciones, también por su soledad encaramada a la roca o a un islote de difícil acceso.
Son preciosas joyas que motean las líneas de costa, sin parecido entre ellos, pero hablando el mismo idioma. Una suerte de amuleto para navegantes intrépidos.

Al principio de los tiempos, los que se aventuraron a surcar las aguas marinas, se guiaron por la orografía natural del terreno durante el día para llegar a un lugar seguro, aun desconociendo su nombre. Cuando el reconocimiento se hizo complicado por la monotonía del relieve se implantaron las primeras señales artificiales como las famosas columnas de Hércules, un gran misterio. A medida que las rutas comerciales fueron más largas, todas estas marcas fueron insuficientes y se optó por la utilización del fuego en puntos determinados de las costas que facilitaban su localización durante la noche. Para preservar estas hogueras se construyeron estructuras artificiales que las elevaban y protegían de las inclemencias del tiempo.
Así nacieron los faros, con el de Alejandría, de ahí su nombre venido de la isla de Pharos donde se erigió éste, aunque existe la teoría de que se llaman así por la palabra helénica Pharah, nombre egipcio del Sol.

Cualquier hipótesis me vale, todo resulta mágico y fantástico cuando se habla de faros gracias a la literatura y al cine, y por supuesto a nuestra imaginación.

Los faros de cantería, los metálicos, con fuego de leña, lámparas de aceite de oliva, vapor a presión, con sistemas ópticos, luz eléctrica. Algunos de ellos impracticables, otros como grandes torres vigías emplazados en lugares estratégicos, multitud de ellos desaparecidos convertidos en leyenda para la eternidad y el hambre de los soñadores.

Cuando me encuentro junto a uno me gusta observar su trazado como si lo quisiera atrapar en la memoria para poder dibujarlo después con todos sus detalles (cómo me importan los detalles). No sé dibujar, así que me limito a recordarlos desde mi pequeñez, a lo sumo los fotografío como recuerdo del  viaje.

El faro, tocado por el mar para siempre, me huele a verano aunque permanezca erguido no importa la estación. Acerco a mi oído la caracola comprada en Cascais, en un puesto callejero muy cerca del faro de Santa Marta y escucho ese mar Atlántico calmado cuando llega a ese trozo de costa portuguesa.

Me relaja mucho ese sonido, es curioso cómo queda atrapado en una concha no siendo más que viento.




"No es amor un amor
que cambia siempre por momentos,
o a distanciarse en la distancia tiende. 
¡Oh, no! Es un faro imperturbable
que contempla las tempestades y nunca se estremece..."

dice Shakespeare en su soneto 116 traducido así para la película Sentido y sensibilidad, de Ang Lee.

Quisiera ser faro a ratos frente al amor: imperturbable, y soy más como Marianne Dashwood cuando desde la distancia y bajo la tormenta cita esos versos, y estremecida se viene abajo.




1 comentario:

Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea