sábado, 26 de agosto de 2017

Anotaciones


Tengo una habilidad innata para crearme expectativas, para suponer y para imaginar (uno de mis tantos fallos como ser humano). También poseo la capacidad, habiendo alcanzado una destreza nivel Premiun Plus, de tomarme las cosas de forma personal ya que todo me afecta sobremanera debido a mi pericia al ponerme en el lugar del otro, olvidándome del mío. Así es como se pierde la referencia de una misma, que al fin y al cabo es lo que nos engrandece, quedando a merced de bandoleros negacionistas que levantan muros a la de tres.

No me protejo por defecto, soy crédula natural, y ante conversaciones con amigos, triviales en un principio pero que te deparan sorpresas nada halagüeñas después, acabo tocada de acero por treta de la manotada[1]

Resulta decepcionante el amigo que miente, me frustra no encontrar un mínimo de verdad donde juraría que la había, y siento temor a no encontrarla nunca más en nada o en alguien. Y te percatas del egoísmo, ese que nos marca las pautas en esta sociedad enferma y desconectada con la piel.

Las palabras duelen y aunque tu interlocutor se da cuenta por la expresión de tu cara que ha metido la pata con gratuidad, la palabra ya ha sido dicha, no se puede obviar que la he escuchado, la mastico despacio y sin mover un músculo de mi cuerpo con el asombro por lo inesperada. Y cuando soy consciente de todo el conjunto me siento accesorio.

Afirmo todo lo anterior con rotundidad lo cual es prueba segura de mi gilipollez.

Como ya expuse en otra ocasión y resumiendo, Holden Caulfield decía que contar tus cosas era fastidiarlo todo aún más, y sí, a veces noto en mis carnes lo absurdo de hablar porque me hace más vulnerable y no todos son honestos, mas confieso que llegado un punto peligroso, necesito respiración asistida y un desfibrilador.

Gané el premio a la mayor comedura de cabeza en el año 2012 y desafortunada de mí, lo he ido renovando cada año, con experiencias laico-festivas incluidas de por medio, hasta anteayer.

A día de hoy no sé nada con certeza; bueno, sí, que me voy a tatuar y que iré a Islandia algún día, que me encanta ir descalza, el tacto de unas manos acariciándome mientras nos besamos. Que me gustaría bañarme desnuda en su piscina y buscar moras. Que no me gustan las noches insomnes por ver fotografías en las que imagino todo cuando ese todo incluye la nada conmigo, que no me gusta que den por hecho mis deseos sin preguntarme previamente… ¡ah! que mi romanticismo no me hace princesa, y la certeza mayor: este verano todos los mosquitos llevan mi ADN.

foto ©Ana Meca




[1] Esgr. Aquella en que el diestro con la mano izquierda, separa rápida y violentamente de la línea recta la espada del contrario, quedando en disposición de herirle.

martes, 15 de agosto de 2017

No queda más que viento

Faro de Santa Marta ©Ana Meca, 2005

Si tuviera que elegir un edificio favorito sería la Casa de la Cascada de mi estimado Frank Lloyd Wright, pero si me preguntan por mi edificación, estructura y demás, respondería: los faros.

Siempre me he sentido fascinada por la majestuosidad de esas construcciones, también por su soledad encaramada a la roca o a un islote de difícil acceso.
Son preciosas joyas que motean las líneas de costa, sin parecido entre ellos, pero hablando el mismo idioma. Una suerte de amuleto para navegantes intrépidos.

Al principio de los tiempos, los que se aventuraron a surcar las aguas marinas, se guiaron por la orografía natural del terreno durante el día para llegar a un lugar seguro, aun desconociendo su nombre. Cuando el reconocimiento se hizo complicado por la monotonía del relieve se implantaron las primeras señales artificiales como las famosas columnas de Hércules, un gran misterio. A medida que las rutas comerciales fueron más largas, todas estas marcas fueron insuficientes y se optó por la utilización del fuego en puntos determinados de las costas que facilitaban su localización durante la noche. Para preservar estas hogueras se construyeron estructuras artificiales que las elevaban y protegían de las inclemencias del tiempo.
Así nacieron los faros, con el de Alejandría, de ahí su nombre venido de la isla de Pharos donde se erigió éste, aunque existe la teoría de que se llaman así por la palabra helénica Pharah, nombre egipcio del Sol.

Cualquier hipótesis me vale, todo resulta mágico y fantástico cuando se habla de faros gracias a la literatura y al cine, y por supuesto a nuestra imaginación.

Los faros de cantería, los metálicos, con fuego de leña, lámparas de aceite de oliva, vapor a presión, con sistemas ópticos, luz eléctrica. Algunos de ellos impracticables, otros como grandes torres vigías emplazados en lugares estratégicos, multitud de ellos desaparecidos convertidos en leyenda para la eternidad y el hambre de los soñadores.

Cuando me encuentro junto a uno me gusta observar su trazado como si lo quisiera atrapar en la memoria para poder dibujarlo después con todos sus detalles (cómo me importan los detalles). No sé dibujar, así que me limito a recordarlos desde mi pequeñez, a lo sumo los fotografío como recuerdo del  viaje.

El faro, tocado por el mar para siempre, me huele a verano aunque permanezca erguido no importa la estación. Acerco a mi oído la caracola comprada en Cascais, en un puesto callejero muy cerca del faro de Santa Marta y escucho ese mar Atlántico calmado cuando llega a ese trozo de costa portuguesa.

Me relaja mucho ese sonido, es curioso cómo queda atrapado en una concha no siendo más que viento.




"No es amor un amor
que cambia siempre por momentos,
o a distanciarse en la distancia tiende. 
¡Oh, no! Es un faro imperturbable
que contempla las tempestades y nunca se estremece..."

dice Shakespeare en su soneto 116 traducido así para la película Sentido y sensibilidad, de Ang Lee.

Quisiera ser faro a ratos frente al amor: imperturbable, y soy más como Marianne Dashwood cuando desde la distancia y bajo la tormenta cita esos versos, y estremecida se viene abajo.