domingo, 20 de octubre de 2013

Un poco de empatía, por favor

¿Qué nos estamos haciendo? ¿Qué tipo de sociedad hemos creado?

Todo lo que se logró a base de esfuerzo, trabajo y sufrimiento se va a la mierda más absoluta conducido por una pandilla de ignorantes natos, un grupo de arrogantes que, viviendo en un plano totalmente abstraído del resto, creen gobernar con acierto, cuando lo único cierto es que ni siquiera saben hablar, provocando así un asco tremendo cuando abren la boca o ejercen su, según ellos, pleno derecho a hacer y deshacer a su antojo porque han sido votados por mayoría….Como si las papeletas dieran derecho de pernada, ¡nos ha jodido! Manejan el dinero de todos como si sólo les perteneciera a ellos. Roban a manos llenas delante de nuestras narices con total impunidad. Me da igual cómo se apelliden, vomito, y mucho.

¡Cuánta estulticia! ¡Cuánto necio por metro cuadrado!

Y esto nos lleva sin pausa al mayor desastre, al desequilibrio fatal, incluso mental,  y a la pérdida de lo que es fundamental en el ser humano: el sentimiento afectivo, la empatía.

Ya no hay empatía, sólo existe el ‘yo, mi, me, conmigo’. No se cumplen las promesas. Todo el mundo miente. No se nos trata como a personas, somos ‘eso que molesta y jode’, se persigue al que tiene el agua al cuello para acabar de hundirlo. Se practica mucho la irresponsabilidad y la desfachatez mirando a otro lado. Nos hacen invisibles, no quieren vernos. Su emplazamiento en plano ¿¡superior!?  impide observar el desastre al que nos conducen sin piedad, y con saña contra los más desfavorecidos. Nunca sabrán lo que es no tener para comer, se gastan miles de euros en globos para cumpleaños, y mandan arrancar con nocturnidad y muy mala leche, mamógrafos y otros aparatos médicos que cuestan un dineral, desmantelando todo, privatizando todo. Cagándose en todos.

Desde su atalaya, creen que nunca les va a tocar nada de todo esto, que no les repercutirá…

Me cago en los que se creen intocables.

Me gustaría que por una o dos veces la vida les escupa su propia mierda a la cara. A todos ellos sin excepción.

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Este prólogo me lleva al terreno más personal, el más cercano, porque por todo lo que estamos viviendo seguimos a rajatabla el ‘tanto tienes tanto vales’, y no, no me gusta nada, ya no queremos conocernos; somos egoístas al máximo. Estamos tan acostumbrados a las prisas, al querer conseguir las cosas, los sueños, el éxito inmediatamente, que ya nos importa un pijo las pequeñas cosas, conocer a alguien, darnos tiempo, mirar a otra persona con calma y verla de verdad. Nos es mucho más fácil etiquetar, y si existe un obstáculo, aunque éste sea nimio y salvable, tomamos la firme decisión de apartarnos y olvidar. Momentos cerrados a cal y canto por culpa de un viento gris que deshizo todo el encanto.

Qué pronto olvidamos que nuestra vida, ese camino, depende tanto de sencillos pasos, de pequeñas decisiones diarias, de momentos y hábitos simples. La constancia es primordial y eso es lo que más nos cuesta mantener.

A veces, creemos que avanzamos más deprisa con arrebatos, y no, todo tiene su cadencia, su ritmo. Hemos de medir los impulsos para no perdernos algo que pueda ser vital. Y no estoy hablando de despojarnos de la pasión, para nada, la necesito para sobrevivir. Hablo de cierto reposo antes de tomar decisiones, de darnos la oportunidad para mirar y ver en todo su amplio significado lo que se nos aparece delante, ya sea de forma casual o previsible. De ser claros, de esperar un tiempo para acompasar nuestro ritmo al de la otra persona; si todos lo hacemos nos encontraremos en el punto medio, ese lugar virtuoso donde comenzar algo, lo que sea.

¡Miremos, joder!
Y cuando estemos conectados visualmente, hablemos y escuchemos. Es más fácil de lo que crees.

Un poco de empatía, por favor, que todavía quedamos alguna a la que importan las palabras. Somos pocas, pero todavía creemos que es posible.

A Pilar, Mercedes y Alicia.


"Se puede vivir una larga vida sin aprender nada. Se puede durar sobre la tierra sin agregar ni cambiar una pincelada del paisaje. Se puede simplemente no estar muerto sin estar tampoco vivo. Basta con no amar, nunca, a nada, a nadie. Es la única receta infalible para no sufrir.
Yo aposté toda mi vida a todo lo contrario." 
Caballos Salvajes (1995), de Marcelo Piñeyro 



lunes, 14 de octubre de 2013

Los sueños, ¿sueños son?

Cuando abro los ojos estoy  pegada a ti bajo las sábanas.

Me abrazas por la espalda con la palma de tu mano izquierda ahuecada sobre mi pecho suavemente. Tu pierna  rodea  las mías en un juego de cruces curioso. Pese a la postura, me siento cómoda.

¡Me encanta notar tu respiración sobre mi cuello! Pequeño placer que va directo a las zonas más sensibles de mi cuerpo, esas zonas que me ponen tan disponible para el juego que más disfruto.

Medio dormida  pienso  en ello y, enseguida, noto la humedad que precede al deseo de rozarme contigo. Te tengo  junto a mí, así que nada me impide hacerlo. Me doy la vuelta lentamente para no despertarte del sueño en el que estás inmerso. Una leve sonrisa se dibuja en tu rostro por lo que  intuyo que está  siendo un sueño agradable y tranquilo.

Empiezo a acariciar tu brazo, tu cintura, tu pierna tan poderosa y fuerte. Apoyo una de tus manos en mi cara y me acaricio con ella  el cuello, el hombro, mi pecho, mi cintura. El peso dormido crea  una sensación de lo más estimulante. El calor y la humedad se hacen evidentes en mí. Me llevo un dedo a mi boca que mojo  con mis labios y mi saliva. Me entretengo en eso y te mueves. Me encanta el tacto de tus manos cálidas sobre mí, y  dejo una  apoyada en mi cintura desnuda. Es verano y duermo así, libre de obstáculos, por si me quieres tomar en mitad de la noche.

Te acaricio suavemente por encima de la ropa interior, la única prenda que llevas puesta, y noto que aquello toma un cariz de juego interesante. Te mueves ligeramente y me quedo quieta: no quiero que despiertes aún.

Me rozo contra tu pierna con movimientos tan lentos que me acelero.  Mi cuerpo se estremece, y con precisos gestos voy quitando la prenda que estorba a mi propósito. Vuelves a sentir  algo y de tu garganta sale una exclamación entrecortada.  Sonríes, pero el sueño te puede, y sigues a lo tuyo.

Te tengo desnudo por completo ante mí.

Me gusta mirarte en la penumbra de la habitación. Pequeños puntos de luz tatúan tu cuerpo y, supongo que mi espalda. Acerco mi mano tan suave como puedo a tu sexo  de forma que los movimientos sean imperceptibles, mínimos. Miro tu cara dormida y relajada (pasaría horas mirando tu sueño), pero ahora mismo tengo algo importante que hacer, el deseo me puede. Mi boca empieza a besar tu polla, la acaricio con mis mejillas, sumerjo mi rostro entre tus piernas. Te huelo intensamente  cerrando los ojos, y dejo salir mi lengua que, furtiva y cadenciosa, lame esos centímetros de piel que cada vez se acrecenta y tensa más. La sensación que tengo es de tanto placer y excitación  que he de luchar contra las ganas de ir más deprisa.

Todavía no eres consciente del todo, y eso me excita mucho más. Un par de minutos dedicada a ponértela dura y ya no hay vuelta atrás: resulta  inevitable que despiertes. Y lo haces con tu bonita sonrisa, alargando tu mano para acariciarme. Yo no paro de besar e introducir tu pene erecto en mi boca. Acaricias mi coño con un par de dedos; sabes que en esa postura me pone mucho que me acaricien así: notar tus dedos jugando entre mis labios, despacio. Sé cuánto te gusta verme mojada, y gimo abiertamente.
Un rato más, sólo un poco más… No, no aguanto, soy débil. Me coloco a horcajadas sobre ti y mirándote a los ojos, que ya tienes totalmente abiertos, te pido que me mires; ese es mi ‘te dejo entrar’. Me agarras por la cintura elevándome al compás, nuestros cuerpos ensamblados. Comienza la acción.

¡Joder, qué gusto da follarte!, me dices.

Nuestro ritmo lento del principio se va acelerando cada vez más. Acaricias mis pechos con leves pellizcos  que me vuelven loca. Me lames el cuello en uno  de tus embates. Me besas en el siguiente. Nuestras lenguas juegan húmedas; y entre las embestidas, mis caricias circulares, tus ‘nena’ y mis ‘joder’ alcanzo  un orgasmo explosivo sin dejar de moverme; uno largo al que, segundos más tarde, te unes tú. Gritamos en mitad de la noche y reímos. 
Todo resulta novedoso, porque tener sexo contigo siempre es como el primer buen polvo.

Nos besamos largo tumbados uno junto al otro, hablamos con susurros sin dejar de sonreír. Me acaricias suavemente la espalda mientras dices cuán jodidamente buenos son estos despertares. Opino lo mismo, y me alegra que no seas uno de esos que salen pitando a la ducha como si nuestros fluidos fueran algo sucio.

Fuera de estas paredes todavía es de noche; por la ventana asoma la luna resplandeciente, inmensa y redonda.  Volvemos a quedarnos dormidos.


***
18 de diciembre  en algún lugar del Hemisferio Sur, 5:30  a.m. 
ÉL
Suena el despertador. Tanteo para apagarlo y estiro mis piernas en la cama. 
Mi cuerpo está relajado completamente  y… ¿desnudo?
No acierto a comprender cómo me he quitado la ropa interior que llevaba puesta al acostarme.
Pero, ¡qué hostias! 
No quiero pensar en ello. Me siento de puta madre. 

***

18 de diciembre en algún lugar del Mediterráneo,  9:30 h   
ELLA
Me despierto sola en mi cama, bañada en sudor, desnuda, (lo cual es raro porque estamos a finales de otoño y hace frío) y húmeda, mis sábanas huelen a sexo reciente. No entiendo. La sensación es tan maravillosa y real (como de post orgasmo bestial), que aparto de mi cabeza cualquier pregunta, y disfruto un rato más de ese momento placentero.

***

Ha vuelto a ocurrir. Me parece que le voy pillando el punto a esto del sexo soñado  a la carta. 
Donde quiero y con quien quiero.



miércoles, 9 de octubre de 2013

Atrapada en un Mcguffin

Se sabe que un Mcguffin es la excusa argumental que se utiliza para que los involucrados avancen en la trama, pero carente de importancia para el desarrollo de la historia que se cuenta.

Pues bien, juro que no sé cómo lo he hecho, pero estoy atrapada en uno de esos, y confieso que muy grande. Tan grande es, que el contexto que lo ha provocado se ha convertido en una inmensa Sequoia que no deja ver más allá de su tronco. Me asomo, salto, la rodeo, me agacho, repto, pero nada, de bruces con su tronco a ratos. Me está vetado mirarlo de frente, es duro el árbol, no me levanta el castigo.

Foto©Luis García González

Estoy dividida en dos mitades que marchan independientes. Cada una de ellas tiene su propio carácter y espíritu. (Espero hacerlas coincidir en el espacio antes de que me desintegren por completo y me hagan desaparecer en cuerpo y alma).
Una de esas partes, la más emocional, se ve inmersa en un bis continuo de la estrofa del vals de La Bohème de Puccini, en el que Musetta canta: "Cosi l'effluvio del desio tutta m'aggira, felice mi fa, felice mi fa!"




Escuchado en todo su esplendor, hace comprensible ese arrebato apasionado que siento, porque es de un placer absoluto el deseo que experimento desde hace algunos meses; un deseo irrefrenable, algo tira de mí que me hace girar, que me levanta del suelo unos centímetros para, después, dejarme  caer sin remedio.

¡Qué putada!

El aliciente maravilloso que dio tregua a mi tristeza durante semanas, se convirtió, de repente, en contexto. ¿Cómo ocurrió? (os presento a mi Mcguffin) Ni idea, tan solo puedo decir que pasada aquella noche imaginé, supuse, fantaseé, y la cagué. No he podido corroborar nada con la Sequoia.

Esa parte de mí, absolutamente pillada, ha improvisado, se ha adaptado pero no ha vencido. Y aun así no quiere dejar de sentir, lo prefiere a estar muerta por KO racional.
La parte más cabal, la que todavía conserva cierta perspectiva sensata, sigue su camino, anda otras sendas, alguna vez ralentiza su caminar para que su otra mitad no se pierda del todo en laberintos insondables.

La cordura contra la imprudencia. Caótica niña Musetta.

Holden Caulfield creía que no se debía contar nada a nadie, porque en el momento en que uno cuenta cualquier cosa empieza a echar de menos a todo el mundo. Y vaya si ocurre así. En cuanto conté, el pequeño muro que erigí a mi alrededor (¿para protegerme?) se derrumbó. No me importó.

Quise sobre el cauce seco de un río, y añoré al mismo tiempo. ¡Qué curioso!

Soy incapaz de cerrarme, no quiero, me niego a no ser espontánea.

Los miedos paralizan y no te dejan vivir momentos increíbles. Muestras retales de ti, y cuando te das cuenta que no has sido tú del todo, cometes pequeñas locuras adolescentes para contrarrestar. Y aunque haces la monguer, sigues adelante, tal es la certeza de lo que sientes.

El mundo sería un lugar oscuro y aburrido si no hubiera gente como yo: eterna soñadora, rara muchacha que desea y arriesga.

Hoy me ha dicho mi ex anónimo: “Recuerdo en ti una capacidad, que aún seguirá,  para sonreír y ser feliz sin necesitar mucho para ello.”

Esa capacidad todavía está en mí, lo digo para quien quiera conocerme. Soy la mujer que todavía sonríe ante la posibilidad de volver a volar. Por ahora, sólo sucede en bonitos sueños cuando Morfeo me visita para quedarse. Pero, ¿quién sabe?...

Todo vuelve, Musetta, muchacha.
Ojalá sólo lo bueno.




martes, 1 de octubre de 2013

¡Qué pequeña!


Desde que era bien pequeña había escuchado rumores acerca de mi tío abuelo Ramón.

— ¡Ese rojo!­— decían con desprecio algunos vecinos—. Los mismos que luego pasaban por la casa de mis abuelos con una amabilidad falsa buscando pescar alguna información suculenta que llevarse a la boca.
Por aquél entonces, yo no sabía que gustarte el color rojo fuese delito; como tampoco entendía lo que sucedía cada noche en la cocina ni lo que mi abuelo repetía como un mantra al encender ese aparato formidable al que llamaban radio.


— Que nadie diga nunca que escuchamos la pirenaica.

Para una niña pequeña como yo, esa situación era tan emocionante que suplía la falta de libros en casa; y, a la vez, tan solo escuchando desde una esquina en esa estancia en penumbra, me hacía partícipe en la vida de los mayores; de esas historias de radios y silencios que se prolongaron en el tiempo.
Resultaba curioso ver desfilar a vecinos y familiares que nada tenían que ver con las personas que te encontrabas durante el día por la calle; ese lado nocturno se manifestaba mucho más intenso: las miradas más profundas y oscuras, las pocas palabras que pronunciaban más significativas, más verdaderas. Como cuando mi abuelo me contaba sus aventuras siendo el encargado oficial de organizar los riegos en su pedanía. Mi abuela siempre le decía:

— ¿Ya estás contando tontunas a la nena?        
       
Me encantaban todas aquellas historias contadas.

Una noche, en la que el viento soplaba con fuerza y golpeaba sin descanso la puerta del establo, escuché el cuchicheo de mis abuelos en su habitación matrimonial, esa donde nací yo a finales de un frío otoño.
El temblor de la llama del candil de aceite jugaba con las siluetas humanas sobre la pared de cal, y entre andares sigilosos mis abuelos abrieron la puerta trasera de la casa. Una voz desconocida para mí irrumpió en la sala de estar y pude escuchar un gran abrazo, de esos con palmadas firmes y potentes en la espalda.
Una vez dentro, a resguardo de miradas inoportunas, la alegría y las palabras se hicieron sonoras, e invadieron la casa. Me levanté pese al temor de llevarme una gran bronca por no dormir a esas horas; pero nada de eso ocurrió, no hubo enfados, al contrario, fui recibida con orgullo familiar. Por fin iba a poner cara a mi tío abuelo el rojo, al que tantas veces había imaginado con aspecto vikingo, subiendo a trenes, andando por los montes, cruzando a pie fronteras invisibles, viajando en barcos con velas de colores que surcaban mares bravíos.

Un hombre grandote, rubio, con el pelo cortado a cepillo que me abrazaba sin parar, zarandeándome como a un tente tieso. Pero su cariño al hablarme quitó todos mis miedos. ¡Era tan pequeña a su lado!

Mi abuela comenzó a sacar a la mesa todo tipo de viandas con las que agasajar a su hermano. Estaba feliz, se le notaba; casi nunca sonreía y ahora lo hacía pareciendo una mujer mucho más joven.

Era, la de mis abuelos, una casa pobre, pero del comer nunca olvidaré lo bien que sabían unas patatas a lo pobre, una ensalada de tomate o cualquier otra cosa que saliera de esos campos, o ese pan de hogaza horneado en el iglú de barro a la puerta de la vivienda; todos esos momentos, esos sabores y aromas, los guardo en mi álbum virtual, y morirán conmigo.

Nadie durmió aquélla noche, la de la llegada de Ramón. Tristemente mi tío abuelo tenía que salir de allí antes de que clareara así que fue una noche larga y de cuantiosas palabras; la gran mayoría sin significado para mí, otras, las que iban dirigidas a mi abuela o a mí me hicieron sonreír por su tono más festivo y cariñoso.  
Cuando se acercaba  el momento de su marcha, y aprovechando un silencio entre los cuñados, le pregunté directamente:

— Chache, ¿por qué te llaman “el rojo”?

Su carcajada estruendosa sonó por toda la estancia, y mi abuela le hizo bajar el volumen con un ¡shhhhh! mientras cruzaban sus miradas.

—Es una historia curiosa. Cuando me marché de aquí, tuve que cruzar la frontera a pie y encontré a mucha gente que pretendía hacer lo mismo que yo. Nos ayudamos unos a otros en lo que se podía, comíamos de lo que llevábamos o encontrábamos por el camino: unos traían pan, trozos de queso o alguna patata medio podrida. En una parada de descanso nos encontramos a unos soldados extranjeros, uno de ellos era inglés, y como sabía español bastante bien, tuvimos desde el principio buen entendimiento. Solía beber un líquido que yo nunca había probado, y lo hacía como si ese momento fuera mágico. Caminamos juntos varios días y me aficioné a su bebida. Té rojo —lo llamó—, y decía que venía de China nada menos, y que su nombre auténtico era Pu-erh. El día en que nuestras vidas se separaron, él me dejó parte de su té. Desde entonces, siempre llevo un poco conmigo.

Sacó de su chaqueta una bolsa de papel de estraza y le dijo a mi abuela que calentara agua.
Cuando nos sirvió aquél líquido en la taza blanca, pude ver que sí, en efecto, era de un rojo muy oscuro y tenía un sabor desconocido para nuestro paladar que me gustó bastante. Ese día, cuando regresaba a la cama, en mi soledad y mis cavilaciones pueriles, me pregunté cómo las gentes del pueblo, si sabían de esa historia contada por Ramón, lo nombraban con tanto desdén.

Esa fue la primera y última vez que vi a mi tío abuelo el rojo.

Ahora soy yo la que siempre guarda té en los cajones. Me fascina con especias.
A veces, abro el envase solo para aspirar profundamente su aroma y, mientras lo hago, sonrío al recordar con qué ingenuidad creí en sus palabras; y cómo, cuando supe la verdad, decidí que era la verdad de otros no la mía ni la de mi tío abuelo: aquel hombre grande, que andando por el camino entre campos, giró la cabeza para saludarme con la mano.


No sé si iba triste y lloraba, lo que sé es que cuando recuerdo su estampa recortada en aquella semioscuridad, la que llora soy yo.



El título del relato se lo debo a Luis García G, ya sabe el porqué. 
Los ojos de la niña son los de mi madrina, y a ella dedico esta entrada. Ella fue la que me contó el momento en el que su tío se marchó por aquel camino rural.