martes, 7 de abril de 2020

En pausa


Desde que me despidieran hace un año y medio, la rabia por el descrédito que sentí me ha vuelto una persona intransigente según con quién o qué cosas. No soporto la hipocresía, al miserable, el clasismo, el que va por el mundo arrasando sin conciencia colectiva social, el gasto inconmensurable de recursos que aplastan a los menos favorecidos y hacen subir el poder adquisitivo de unos pocos, la suciedad en general del espíritu humano y de la tierra. No soporto al que vive muy bien y llora su situación para él de penuria; su queja me resulta deplorable y vomitiva. A ese punto he llegado.

Durante mi vida he sido muchas veces testigo de la falta de humildad y respeto en las personas que por su fe y creencias deberían  mostrar, siendo lo que más las identifica ese sentimiento de clase del yo arriba y tú por debajo. Hasta un simple obrero encuentra a quien doblegar y hacer súbdito de él mismo. El hombre como especie convive con ese sentido de poder que ve bien el éxito del defraudador, del pisoteador y aprovechado, del abuso, y por el contrario, desprecia la honestidad y el sentido de justicia social.

Desde que me despidieron hace un año y medio en mi cabeza empezaron a resonar con fuerza voces que me decían ‘no aguantar más a gente mediocre ostente el cargo que ostente y que no respeta’.
Se puede ser miserable e incapaz y creerse por encima de otros. Se acabó aguantar sin rechistar la hipocresía, dejar de hablar de lo que es justo. Porque vivir una vida en precario te crea tal estado de ansiedad a perpetuidad que acabas viendo una persona que nunca fuiste, sin autoestima, sin energía, mermada aún más por la enfermedad, e invisible.

A pesar de todo y contra todos quiero seguir haciendo las cosas bien. Y sí, navego entre altos y bajos de una depresión no tratada, y la melancolía, manteniendo un pie en el presente haciendo juegos de equilibrio. No quiero preguntarme qué será de mi vida de aquí a unas semanas porque me da vértigo imaginar según qué cosas. Sólo quiero pensar con qué color de algodón haré la parte de arriba de un bikini para estar en casa.

En este tiempo vivido he aprendido una cosa: sin empatía ni solidaridad real (no la falsa caridad a la que juegan muchos creyentes) no se puede avanzar ni vivir ni salir de situaciones dramáticas como la que ahora, tristemente, estamos viviendo.

Confieso que llevo muchos años pensando en que la Humanidad necesitaba una pausa, un reseteo. Que el ritmo frenético nos haría petar de alguna forma. Me imaginaba una caída de Internet masiva o algo así, y ha sido un virus el culpable de que todos tengamos que paralizar nuestras vidas, que por llevar meses más o menos auto-confinada en mi casa, (mi casa que es del banco) llevo de manera aceptable.

De este parón me gusta mucho el silencio de las fábricas y del tráfico rodado que me despertaban siempre sobre las cinco menos cuarto de la madrugada y ya no me dejaba dormir, menos descansar. Me gusta escuchar los pájaros que no entienden de pandemias y siguen al margen de lo que nos ocurre a los humanos; a ellas, las aves que pueblan los tejados y la salida de humos de mi cocina, les dejo hebras sobrantes de las labores de ganchillo que tengo entre manos, para que las lleven a sus nidos y los hagan más confortables. Desaparecen de la repisa, quiero pensar que han captado mi mensaje.

Me gusta el aroma que después de veintitantos días huelo desde mi ventana: a flores, plantas, a limpio. Como si viviera en el campo y estuviera por estrenar. ¡Qué gozada sería si no fuera por lo que es!

Me muevo entre la profunda tristeza de la muerte y la enfermedad y la alegría de saber que si hay voluntad podemos volver a ser una tierra limpia. Que si hay voluntad, empatía y fraternidad, saldremos de todas. Pero luego recuerdo mi fe en el ser humano, que está bajo mínimos, y sé que tras los aplausos que emocionan cada día, cuando esto pase, nos olvidaremos de todo como olvidamos otras tantas veces las guerras, la violencia, las injusticias, el medioambiente masacrado,… y no aprenderemos nada que unos pocos no supiéramos ya.

Dejadme que hoy me quede con esto, lo más maravilloso de estos últimos tiempos: este aire limpio de naturaleza pariendo una nueva primavera.

Me he quedado apoyada en la ventana sin hacer nada más que respirar.
No hacer ni pensar en nada, ¡qué maravilla!


Hoy más que nunca ¡Feliz día Mundial de la Salud!



jueves, 9 de enero de 2020

Debería estar estudiando (qué gerundio más aburrido)


Sólo los sueños consiguen devolverme el pasado de una forma clara y sentida. Ese pasado que me gusta y sé bien que nunca volverá.


Me hallo en una casa que se parece muchísimo a un centro comercial del mueble, estoy con primos del pueblo con los que he jugado mucho durante los veranos. El centro comercial aparece ante mí mientras lo ando como esas veredas y caminos rurales de mi infancia, cuyas casas son ahora habitaciones perfectamente decoradas.

Abro la puerta principal en una angosta y oscura entrada y la luz entra a borbotones. Tras el deslumbre veo al hombre con la sonrisa que me enamoró que desde el quicio y estirando su mano izquierda acaricia mi cara y me atrae hacia él para besarme mucho. Noto el calor de su piel, su aroma. ¡Cuánto tiempo!

Apoyados contra la pared perdemos la noción del tiempo entre los buenos besos y las caricias que regresan con la misma intensidad de los tiempos antiguos, los reales, cuando vibramos al mismo son. Así fue hace mucho.

Alguien me llama desde la lejanía. Pasa y acomódate que en un momento estoy contigo. Pero nuestras manos juntas se resisten a separarse y alargamos el contacto lo máximo posible mientras dirijo mis pasos hacia el otro lado de la casa.

Las estancias son muy grandes, inmensas; se parecen más a las salas comunes de los albergues juveniles con altos techos. Mucho trasiego de gente que no conozco.
Veo mi muñeca Nancy, que curiosamente se encuentra en perfecto estado, cuando lleva años con el muelle interno roto y un ojo a la virulé, en manos de mis hermanos Fran y Bernar. El resto de gente y yo tenemos la edad actual, ellos tienen seis o siete años, no más.

Como tan bien sabían hacer de críos con todos los juguetes que pasaban por sus manos, comienzan a destrozarla, deslizando un rotulador permanente y grueso por la suave y plástica piel de la muñeca. Círculos azules alrededor de sus ojos, líneas sin sentido por las mejillas

Enfurecida les ordeno limpiarla inmediatamente con alcohol antes de que sea demasiado tarde. El ojo de la Nancy vuelve a estar cerrado, inmóvil, pero el amigo que me apaña las cosas informáticas, y que no sé bien qué hace allí, posa su mano sobre la carita inerte y, como si fuese un chamán, lo coloca en su sitio. Respiro algo más tranquila.

Mientras sigo pidiendo que limpien la muñeca me percato que voy en bragas y con una minúscula camiseta de tirantes que deja ver mi vientre plano (¿?). Siento un poco de pudor y me imagino que eso no le hará gracia al hombre que todavía amo, pese a conocerme bien y saber que en verano ando así por mi casa. Pero bueno, hay mucha gente alrededor que ni conozco y tampoco es plan. Rebusco en uno de los cuartos entre montones de  ropa masculina una camiseta amplia. Elijo una de camuflaje. Ésta me tapará bien.

Él entra en el salón y se me acerca sonriendo. Nos vamos a besar otra vez, lo sé, pero me despierto con el zumbido de ascensor que hace temblar casi todo mi piso antes de que suceda.

•••

Ha sido bonito ver a mis hermanos otra vez pequeños y rubios, sobre todo, ver vivo a mi pequeño Buru, mi Bernardinico, vistiendo esas camisetas blancas sin mangas que solían llevar durante todo el verano cuando yo no les hacía demasiado caso, la verdad. Ha sido chulo aunque me volvieran a destrozar la muñeca, la única que deseé tener. Ahora no pasaría los filtros por los estrictos cánones de belleza con esos muslos y brazos rollizos. A mí me sigue pareciendo la mejor muñeca del mundo.
Lo mismo algún día llega alguien que me la acaba arreglando. Ese gerundio sí me gusta.