domingo, 27 de noviembre de 2016

Gravedad cero sobre Berlín

Por la amplia plaza de mi imaginaria Berlín, transitan y se mezclan los autóctonos con los turistas. Mi pareja y yo deambulamos entre ellos sin rumbo fijo, merodeando y empapándonos del ambiente. Un grupo de personas que habla nuestro idioma, bailan rock'n'roll vestidos para la ocasión, mientras otros reparten octavillas para que te unas a sus cursos de baile.

El pavimento, como las fachadas de los edificios que nos rodean, es de piedra porosa redondeada por el paso del tiempo y la climatología, parecen acolchadas a simple vista, mas al tacto noto su dureza y frialdad real. Piedras centenarias, me digo mientras voy girando 360º para quedarme con toda la panorámica en mi cabeza.

Los edificios forman una L del rectángulo, en el encuentro de ambas rectas un gran escalera sube hasta la biblioteca. Pienso en la película “El cielo sobre Berlín” de Wim Wenders y busco a ese par de ángeles, pero no los veo. ¿Pretenciosa, falsa, boba y sensiblera? ¡Boyero es un mamonazo!

Al otro lado de las construcciones, el agua cristalina. Me encuentro en una ciudad de interior que inexplicablemente se asemeja mucho más a Venecia.

El hombre con el que estoy (lo sé porque hay deseo y complicidad) charla relajado con otra persona y yo me siento a esperar sin dejar de contemplar lo que tengo delante.

La silla se mueve, lo noto, y cuando me doy cuenta me he alzado unos metros del suelo y puedo ver la luna en lontananza. Vuelvo a bajar, me impulso más fuerte para verla mejor.

El vértigo se apodera de mí al principio, estoy volando agarrada con ambas manos a una silla, ¿no es increíble? A ras de suelo queda el día y yo me voy alejando en gravedad cero hasta que las gentes son puntos minúsculos, hasta que se hace la oscuridad fuera de la atmósfera; no es completa pues brillan partículas de polvo cósmico que me permiten ver el maravilloso espectáculo que los astronautas vieron antes que yo.

Pese a sentir miedo por no poder agarrarme a nada firme, disfruto alucinada de las vistas. Poco a poco voy controlando mi vuelo y la nave que es la silla y voy impulsándome con ligeros movimientos de mis piernas. Cuando creo que he tenido suficiente, bajo lentamente hasta posarme en el lugar desde donde despegué no sé cuánto tiempo antes.

En la plaza la gente está como alborotada, se escuchan voces tranquilas que advierten de la llegada de un movimiento de tierra. Me siento sobre un escalón saliente en una de las fachadas para anclarme a la tierra. Los que viven en esos edificios se lo toman con calma, deben estar acostumbrados. Es verano, pero no percibo temperatura alguna.

Estoy expectante porque no sé qué va a ocurrir. Silencio total en el rectángulo de ese minimundo.

Un ligero movimiento en las aguas y los edificios se sumergen en vaivén. Veo a mi derecha la fachada de la iglesia totalmente cubierta de agua, tan nítida que me resulta falsa, como si estuviera dentro de una bola transparente de esas en las que nieva si les das un meneo.
Emergemos y volvemos a hundirnos no del todo, sin brusquedad. Todo oscila sin hacer estragos. No escucho mas que el rumor de piedra. Vamos como subidos a una atracción de feria en el momento en el que ésta se va quedando quieta para permitir bajar a los ocupantes. 

El cielo es tan azul y tan claro. Quiero fotografiar este momento y lo intento, pero pierdo el foco o no se guarda la imagen. Imposible. Alguien me dice ¿has hecho el roaming? Y qué tendrá que ver, me pregunto. Nada, que no funciona la cámara del teléfono móvil, no me queda más remedio que observar todo con detalle para recordarlo siempre. 

De repente, todo vuelve a su estado natural, con los pies en el suelo sigo paseando, me cruzo con personas que andan preguntando por una calle, les doy indicaciones en inglés. No hay gritos ni comentarios. Nada ha pasado.



Quiero comprar un marcapáginas. Me siento feliz.

Esbozo rudimentario del lugar de los hechos

Me despierto con lentitud y una sensación de sosiego y paz. No quiero abrir los ojos todavía, y voy evocando cada instante de mi periplo para no olvidar nada, hasta que el zumbido de mi móvil me alerta de mi analítica para mañana lunes y me regresa de golpe a la realidad, a una de ellas.

He volado y he visto aguas limpias y cristalinas, y hacía mucho tiempo que no soñaba las dos cosas a la vez. ¿Será una señal? ¿Me traerá mi hermano una ración de morro del bar que dicen es el que mejor lo hace en este pueblo?


Antes creía en las señales, en las casualidades; me unían fuerte con hilo de plata. Ya no tengo esa confianza, la verdad.




domingo, 6 de noviembre de 2016

El soldado que escribe


Permanecí en el aula de párvulos sólo unos minutos. Las hermanas y profesoras del colegio de mayores, consideraron que al saber leer, escribir, hacer sumas, restas y alguna multiplicación sencilla, ya estaba preparada para subir al siguiente nivel,  de E.G.B., sin pasar por la plastilina.

Ese momento puntual decidió mi futuro escolar y quiénes serían mis compañeras de clase hasta terminar ese periodo de la Enseñanza General Básica. Doña Anita, mi maestra en los cagones (nada de guardería ni escuela infantil), hacía su trabajo con cariño y le estaré eternamente agradecida. Aprender a leer es lo más fascinante que me ha pasado en la vida.

Recuerdo con nitidez el primer y último pescozón que recibí de la profesora de primero como si hubiese ocurrido ayer. (Por aquel entonces nadie se preocupaba en absoluto si la "señorita tal" se propasaba con el alumnado; alguna carecía de paciencia y la mano, el borrador o la regla levantaban el vuelo alegremente para ella, con dolor para la que soportaba la caída en picado). Estábamos sentadas en círculo sobre el suelo de terrazo, postura que nos relajaba para tratar temas más triviales. Era como hacer fuego de campamento pero sin hogueras ni campo. La señorita preguntó «¿qué quieres ser de mayor?» y cuando me tocó el turno respondí sin dilación: ¡soldado! Dos segundo de silencio y un ¡zas! en mi cabeza rubia. Menudo golpe de bienvenida, esa mujer sabía cómo persuadirte, así que reculé con celeridad y dije: ¡profesora!, como la gran mayoría proclamó antes de mí, y eso calmó a la fiera que llevaba dentro.

No entendí entonces que por decir la verdad se me castigara, no lo entendí nunca, cuando en ese colegio lo que más se ensalzaba era la Verdad y la Vida, no del ser humano desde luego, más tarde comprendí, sino del divino ser invisible que nos acechaba sin contemplación día y noche, nuestro juez.
Sí, quería ser soldado, no peluquera, profesora o enfermera y me llevé una hostia, así de claro.

Tuve conciencia política tarde, lo reconozco, pero es que hasta ese momento en mi entendimiento infantil había ciertas cosas que la inocencia daba por hechas, como la igualdad, el respeto, la no violencia. Yo quería ser soldado no porque en mi cabeza entraran guerras, matanzas ni muertes, quería ser el soldado que salía de paseo por mi pueblo tras la hora de la siesta, quería ser el soldado que viajaba con su petate al hombro en alguno de esos trenes lentos, incluso quería ser el soldado apostado a las puertas del regimiento de paracaidistas. Quería ser piloto de helicópteros porque me fascinaba su sonido en el aire; quería ser el soldado que hacía mapas en el Servicio Cartográfico del Ejército porque imaginaba miles de aventuras recorriendo el terreno, haciendo fotografías desde avionetas. Sólo veía lo romántico, lo superfluo y eso no era dañino para nadie.

En los pueblos con acuartelamiento existía una regla no escrita dirigida sólo a mujeres: «Ante todo, prohibido hablar con soldados, que acaban la mili y se van.» Esa frase, que yo no descifré hasta más tarde, se me quedó tan grabada en la quijotera que hablar con ellos fue una de las primeras cosas que hice cuando empecé a salir por ahí todas las tardes de verano. Rebelde que era una.

Así me convertí en uno de ellos teniéndolo todo en contra. Después me fui dando cuenta de todo lo demás, de la falta de honestidad, de igualdad; leí sobre temas diversos para ubicarme, para encontrar mi lugar. Al parecer se pretende que cada ciudadano se identifique, que tome partido porque la inocencia se acaba un día y ya no la recuperas jamás. Mi lugar era con el pueblo, con los que leían, con los que tenían conciencia social e inquietudes culturales.

Un compañero de clase me susurró facha por observar cómo pasaba en formación una patrulla de aviones F-14 de la base  aérea de Manises que hacía su entrenamiento diario sobrevolando el Centro de Enseñanzas Integradas. Otra vez me llamaron roja por estar en desacuerdo en temas sobre el aborto en una de esas clases para niños tras la misa dominical, a la que asistí por imperativo legal ya que pasaba el fin de semana en casa de mi amiga y su familia era muy practicante. Tenía quince años.
Nunca me gustaron las etiquetas ni en la ropa, simplifican demasiado y acaban definiendo sólo al que las coloca.

No practiqué la violencia física mas que en dos ocasiones, justificadas para mí entonces: la primera cuando un niño golpeó con un palo a mi hermano que volvía de repaso en su bicicleta, la segunda, cuando una chica me llamó puta por bailar como lo hacía, la realidad era otra, yo le gustaba al chico por el que ella moría de amor. ¿Quién dijo que la vida iba a ser justa? Bien que lo he aprendido.
No hubo sangre en ambas ocasiones: un agarrón de ropa que la levantó del suelo unos centímetros, y eso sí, al niño, que mis secuaces y yo pillamos en una calle colindante, le di de hostias. Dudo que le hiciera mucho daño, era pequeña, pero a partir de ese momento me miraron de forma diferente por las calles del pueblo, y a mi hermano no lo volvió a tocar nadie jamás. Ésto me mereció el dolor de mano que duró días y el que la adrenalina casi hiciera salir el corazón de mi pecho.

Sí, nacer entre tanto chico me convirtió en un Sargento Highway de pacotilla para protegerme: dureza externa algunas veces y, a solas, muy emocional, observadora y silenciosa. Había que improvisar, que adaptarse.
Siempre he creído en el diálogo, no en la lucha física o verbal, prefiero un silencio a tiempo. ¿Qué clase de soldado habría sido cuestionando cada orden absurda?

El resumen es que me sentí tan invisible durante mi infancia que en la adolescencia me desaté para llamar la atención creando mi propio personaje de ficción, porque era así como me gustan los soldados, en la ficción, el único lugar donde admito cualquier tipo de violencia, porque es fingida y luego los actores se van de cañas.

Ha pasado mucho tiempo desde aquellos días, mis pensamientos, mi conciencia política y social es muy clara, y aún así, sigo siendo el soldado que esperaba ser, el soldado que escribe. Así firmábamos nuestras miles de cartas mi amiga Lony y yo, mucho antes de que la tipografía digital arrasara nuestras vidas. Todavía nos llamamos así y me gusta, porque son momentos que recuerdo con mucho cariño. 


Lony y yo serias
Lony y yo de risas
¿Recordáis el fotomatón? ¡Ay, qué ratos nos proporcionaba!

sábado, 22 de octubre de 2016

Huidas, espionaje, barro y besos en Cicely, Alaska


Tras una odisea por ciudades, embarcaderos donde tata Pina sigue comprando labiales, y tiendas de jabones naturales con aromas increíbles, soy consciente que el Estado me persigue para detenerme.

Huyo, me mezclo entre la gente, recibo llamadas de ex-ministros que no atiendo por consejo de mi fiel amiga Cristina Rodríguez. Le escribo en un papel el número de teléfono de mi madre por si me quedo sin batería y/o me ocurre algo. Mas me doy cuenta que no tengo dónde ir, que he de hacer frente a la que se ha montado, y decidida me presento ante un acuartelamiento de campo cercano. Cristina no puede acceder conmigo y entro armada sólo con la palabra.

Tras los muros todo es barro y en el centro un invernadero ocupado por soldados. Pido ver a Rubalcaba, que al parecer dirige el cotarro en Seguridad Nacional y Espionaje. Me dicen que espere que lo van avisar, que no me mueva de allí. Observo el lugar para encontrar un punto de escape por si la cosa se pone muy fea, veo a los soldados apuntarme con su armamento pesado.

Me acerco a una soldado y le pregunto sin más si tiene reglas dolorosas y qué hace si en esos días tiene combate.

¡Joderme!—contesta con frialdad.

Rubalcaba no viene, y yo, que poseo demasiada información, me veo rodeada y en peligro. Tengo que salir de allí, ha sido un error entrar en ese agujero.

No sé cómo, pero me hago con una grapadora industrial. Me voy acercando a los muros del emplazamiento por cuyos huecos va entrado tropa que en silencio va posicionándose para un posible ataque. Disparo grapas que en un principio sólo los hace retroceder tras los huecos minúsculos por los que intentan pasar, con lo que consigo algo de tiempo para alcanzar el portón de entrada y salir al barrizal. Disimulo y me hacen pasillo.

Todo está muy oscuro salvo donde han ubicado pequeñas antorchas, pero puedo distinguir a lo lejos a Chris Stevens y voy en su busca. Hablamos de cosas que hemos visto y que nos han chocado, de mensajes cifrados y fotografías aéreas donde camiones de un modelo concreto y color aparecen en todas las grandes ciudades del mundo.

Están preparando un ataque masivo, le confirmo. Hemos de avisar.

Me cambio de ropa, me coloco una camisa de cuadros para no llamar la atención entre los parroquianos, y al volver a cruzar la puerta ya no quedan soldados, sólo colonos y lo que parece una hilera de construcciones de madera que va tomando forma de pueblo.

El cine lo regenta Holling Vincouer, que está siendo multado injustamente por los actos vandálicos cometidos en el negocio por gentes venidas de tierras del Norte.

Intento mediar, discuto con el ejecutor de la orden sorprendida de que sea un actor de reparto conocido; éste me da la razón y le evito a Holling una multa cuantiosa. El actor me abraza, tengo su cabeza a la altura de mi pecho. No, decididamente no me gustan los hombres más bajos que yo, pienso.

Busco a Stevens y el tono de la conversación se hace más íntimo. Nos besamos mucho pero no quiero pasar a la segunda base, el tipo es un ligón y no quiero ser una más en su lista de conquistas, que luego me dicen que me pillo por los canallas disfrazados de hombres normales.

Dice que me entiende y nos seguimos besando.

Entramos en una sala inmensa y vacía donde un par de Infantas y un Infante bebé hacen las pruebas de resistencia a manchas en una alfombra preciosa traída de no sé dónde. Nos llevamos al bebé, hemos de encontrar la forma de contar lo que está pasando.

Todo es cálido a la luz de las llamas. Nos besamos más.

Damos con Maurice Minnifield y le entrego al bebé. Con la excusa de que hay que cambiarle el pañal, lo envío a los bajos del granero.

Cuando entre y vea todo el despliege de información de nuestra red de espionaje, y como ex-piloto y ex-astronauta que es, sabrá qué hacer—pienso.

Solución sin mediar palabra.

Más relajados ya, miro a los ojos de Stevens, que me gusta una barbaridad, y le digo:

–¿Sabes?, la primera vez que vine aquí erais unos pocos en barracones sucios, pero ya erais un pueblo. Chris me sonríe.

La convivencia ahora era pacífica, Cicely surgía luminosa de la profundidad de la nada, y yo me despierto con el sabor de los besos del filósofo radiofónico ex-convicto más guapo de todo Alaska.
De Rubalcaba nada, ni está ni se le espera.


En mis sueños se mezclan imágenes de la última película visonada, de la última conversación o de algún hecho lejano que no recuerdo haber escuchado, junto a rarezas propias o pensamientos y deseos ocultos.
Nunca he ocultado mi deseo más profundo, el que siempre está ahí desde que vi el primer capítulo de la serie Doctor en Alaska (Northern Exposure, para los que la vemos en Versión Original) allá por 1990: quedarme a vivir en Cicely, Alaska. Por eso, cada vez que vuelvo a ver la serie, al terminar un capítulo y apagar el monitor, siento como que me extraditan, una sensación de vacío inmensa.


Así me los he encontrado esta noche en mi sueño


miércoles, 5 de octubre de 2016

La gran mentira


Por un instante fugaz he querido tener dieciséis años, y ese deseo me ha pillado esperando a que mi semáforo de peatón se ponga verde.
No penséis que quiero regresar a mi adolescencia, no, no hablo de nostalgia, de esos años ya tuve suficiente. Quiero los dieciséis de otra persona que nunca fui y que vive cómodamente con su familia en el suburbano.

Soy esa gilipollas a la que dos veces por semana recogen sus padres en el coche familiar frente al instituto; la que se sienta sin saludar en la parte de atrás con los aparatosos auriculares y su música atronando en los oídos sin descanso. Desafiante.

No soporto ni un segundo de vuestros silencios, me molesta mucho, ¿sabéis?
Qué vais a saber vosotros que os comportáis como chiquillos que se aman y se respetan de lo que pasa por mi cabeza. Os reto a comprender mi comportamiento.

No soporto que alguien me diga qué debo o no debo hacer, cómo razonar, qué pensar. No voy a leerme los mismo libros que leéis sin rechistar. No pienso leer El guardián entre el centeno porque sea lo más, por lo menos hasta que pase de los cuarenta, aunque dudo que siga viva para entonces.

En casa siempre ando ausente, lo sé. Me pierdo muchas cosas, como la dulzura de mi madre al preguntarme qué me apetece cenar. Noto el miedo en su voz, no sabe cómo hacer para no alterarme. Porque aunque aparente otra cosa, la escucho, pero me enerva demasiado su amabilidad, su cariño me da náuseas. ¿Por qué hostias todo está bien?¿Por qué siempre ve el lado bueno a las cosas?

Mi familia me asquea porque sea como sea yo y cómo me comporte, me aman. No hay razones, pero lo hacen. Y no, nada está bien. Podéis intentar que cambie de aires, introducirme en ambientes artísticos y sanos, que yo haré lo posible por no involucrarme, por no cuadrar.

Pienso fugarme con ese Dj que sólo es delicado cuando deja caer la aguja sobre el vinilo en el plato. Me fugaré aunque no me quiera tocar porque soy una menor, y lo haré esta misma noche de viernes.
Me colaré en la cabina y abriré las piernas, aunque me ignore y me eche a patadas de allí.

Pienso dejarme mirar por los demás mientras bailo todos sus temas, cuando vaya tan borracha que me resulte imposible mantenerme quieta. Odio el silencio que se crea cuando se pierde la percepción de la realidad, cuando ya no eres tú nunca más: descontrolada, ausente, patosa. La buena gente me parece débil, y me río de mí en medio de la pista porque creo ser superior, más fuerte que cualquiera, y no soy nada más que un ínfimo punto blanco en una sábana negra vista a kilómetros de distancia. Nada de nada.

Una gran mentira.

A ella le aterra mi presencia. Me río en su cara de su pelo, de sus ropas, de su voz, hasta de su sombra me río. Verla temblar no me achanta, me repugna. Mas hoy quisiera gritarle ¿es que no ves que me cabrean tus buenas formas, tus capacidades, tu clase? ¿No ves que no soy nada a tu lado?

¡Quéjate, haz que pare de una vez este acoso! Nadie merece unos dieciséis como los que te estoy haciendo vivir.
¿Vivir, hija de puta?—grita—. Deja de vomitar en mi mochila cuando regreses los lunes con resaca que no sé qué más inventar al llegar a casa. Deja de clavarme la punta del compás cuando pase por tu lado en la cafetería abarrotada. Deja de robarme, de pisotearme, de...etc, etc.


¿Por qué no me lo gritas, eh? Vamos, te quiero escuchar la puta verdad.
¡Cuéntalo todo, sin dejarte una coma! Que todos sepan lo mierda que soy.
Insúltame mientras puedas. Eres más fuerte que yo aunque no lo sepas. Haz eso por mí, porque el lunes, cuando suene el timbre a las ocho de la mañana, tus posibilidades se habrán reducido a la nada, justo lo que soy, lo que seré.

Nadie me echará de menos en este mundo tan estúpido que permite que gentuza como yo salga indemne de las atrocidades que cometemos contra los diferentes, contra los mejores, contra ti.

He decidido largarme, que por una vez en la vida la que se va sea la mediocre, la violenta. Me voy porque no encuentro la forma de parar.

A los que haría daño, a los que hice, os lo debo. La nada se convierte en nadie.

© Sillería Aragonesa Mobiliario Aulas


¡Qué instante más jodido!¡Ojalá sólo existiera en la ficción!





martes, 20 de septiembre de 2016

La mejor versión


Una vez soñé que una bonita muchacha de sonrisa imperecedera daba a luz a su tercer hijo. El bebé, con unos ojos inmensos, enseguida miró todo con curiosidad sin saber exactamente dónde estaba ni qué era aquello que veía con sus pupilas todavía difíciles de enfocar. La muchacha bonita y el muchacho guapo ya tenían dos hijos, niña y niño, ahora la familia estaba al completo pues el pequeñín ponía el remate excepcional.

Una vez soñé que los dos hijos de la pareja miraban al recién llegado con expectación y asombro, y se preguntaban cómo pudieron sus padres viajar a París en tan breve espacio de tiempo y sin maletas. Este par de dos miraban al nuevo inquilino de la cuna familiar en silencio e inmóviles, pues les pareció frágil, y además no hablaba su idioma, un rollo.

Una vez soñé que tras esos primeros momentos de incertidumbre los dos se decidieron a traspasar los límites de los adultos y comenzaron a estrujarlo sin piedad, a tocar sus pies y sus pequeñas manos que él movía por soleá. Más tarde, clavaron sus dedos en los mofletes rosados de ese niño recién traído que era todo ojos, el sello de la casa, y éste emitió un quejío.

Una vez soñé que ese niño era mi primo hermano y que era parte mía como los otros dos con los que había jugado. Soñé, que al no estar en la misma ciudad me perdía muchas cosas, mas un hilo nos unía de una forma universal, un hilo fuerte y duradero que ni la distancia podría rasgar.

Una vez soñé que ese bebé se hacía hombre y se convertía en un caballero honesto, cariñoso, un rockero de los duros, trabajador y solidario, una belleza de persona por dentro y por fuera. Ese niño fue amado por toda su gente desde el segundo uno en que respiró nuestro aire, y al ir creciendo, brotaron de él el respeto al ser humano y a sus derechos fundamentales, el respeto a la naturaleza y a los animales. Afortunado él, encontró el amor cuando sus grandes ojos se cruzaron con los ojos brillantes de ella, fue ungido con la amistad y el amor fraternal, y bendecido con un par de bellos hijos… 

Pero, ¿qué estoy diciendo? Yo no soñé nada de esto, esa persona existe y es real, y sí, es mi primo Jorge y todos nos alegramos infinito de que aquél día su madre feliz lo trajera a casa envuelto en una toquilla que había heredado de sus hermanos Sonia y Miguel Ángel. Todos los que lo conocen sienten un profundo orgullo por la clase de tipo que es, por ser el hijo, el hermano que es, el tío, el padre, el compañero de vida, el primo, el amigo…La mejor versión de sí mismo.

Personas así las hay contadas, ¡qué dicha!, en esta familia con él ya son varias.

No es de extrañar que fuera el último en llegar a ese clan de cinco: la guinda del pastel, la estrella en el árbol de navidad, la joya, el punto y final en un libro que continúa en otros libros.


Para empezar te adoramos, Jorge, y a partir de ahí, todo lo demás.



Para mis primos Jorge, Sonia y Miguel Ángel, con amor inmenso.


Escrito a finales de junio para la fiesta de aniversario de mi primo Jorge.




lunes, 8 de agosto de 2016

No tocarte


Apalancada en sombra sobre el poste de una señal de tráfico en la esquina cualquiera de un barrio singular de la ciudad, observo el cruce de calles echando rápidas ojeadas al texto escrito de la canción islandesa que intento aprender. Espero.

El sol da de lleno en la esquina roja de enfrente. El paso del tiempo me resulta imperceptible, mas la vida del barrio transcurre como un sábado ordinario a estas horas del mediodía.
Señoras mayores tirando de carro o cesta de la compra, parejas jóvenes con hijos que pasean por la calle camino a realizar alguna actividad concreta, como si no debiera existir el momento aburrimiento y tuvieran que ocupar cada segundo del día en hacer algo. Abuelos que con sus bastones hablan de la vida con pasos lentos, a veces bruscos, otros rezagados se quedan junto a un portal. Cada cual lleva su ritmo hasta en la voz: mismo lugar, mismo tramo temporal, diferente tempo.

Mi canción favorita de Sigur Rós se repite y cada vez  recuerdo más palabras. Logro la perfecta pronunciación hasta donde alcanzo a entender sin necesidad de mirar la libretilla de notas. Mejoro progresivamente. Los arreglos orquestales me emocionan y me llevan a lo más alto, y es entonces, mientras me imagino escuchar algún día a este grupo en su tierra del norte, cuando sin esperarlo aparece él por la esquina recién pintada del bar de copas, ahora cerrado a cal y canto.

Él, el hombre que deseo todo el rato.

Igual que cuando sueñas que llevas mucho tiempo caminando bajo la oscuridad, por una carretera que te aleja del yugo, del ahogo; cuando determinada huyes de lo que te asfixia buscando ser tú en alguna otra parte, cuando ya tus pies casi no te responden heridos dentro de las zapatillas de felpa destrozadas... y entonces, al girar la curva, ves el mar; esa sensación de sorpresa más que agradable es la que siento.

Incapaz de escuchar nada y eso que no he parado la reproducción, se hace el silencio y todo se ralentiza hasta quedar petrificada mirándole de incógnito. Durante esos escasos segundos en los que no me ve, experimento una violenta descarga de adrenalina, una brusca modificación del ritmo cardiovascular golpea mi pecho y sólo alcanzo a escuchar el son frenético de mi órgano vital.
¡Qué pasada disfrutar ese instante!

Cuando cruzamos la mirada y sonreímos alejados el uno del otro, yo permanezco apoyada sujetando el poste, y él parado junto a su amigo. Ninguno se dirige hacia el otro. Todo queda detenido entre los dos, excepto mi presión sanguínea que fluye 'Allegro Fortissimo', y me digo: «¡Me encanta ese hombre, ¿será posible?!»

Por un instante imagino que corre hacia mí sin importarle nada de lo externo para besarme como él sabe hacerlo en la intimidad. Estas son las cosas que una piensa cuando está en plan Anne de Tejas Verdes... sobreexcitada por su repentina aparición. Pero, nunca ocurren estas cosas fuera de la ficción, y esta vez no va a ser una excepción.

Al final soy yo la que cruza la calle, la que lo busca. Al alcanzarlos en la acera que quema nos damos dos besos fríos como personas que apenas se conocen, saludo también a su amigo y nos decimos frases que nada importan. Llega un tercer amigo y deciden marchar. Otra vez sola me quedo, esperando. Vuelvo a mi lugar, el anonimato, y a las notas y palabras de idioma extraño que me tiene enganchada.

El día sólo acaba de comenzar, y promete ser muy largo, al menos para mí, pues me temo que por muchas horas que pase cerca de él, hoy no será el día en el que vuelva a probar su boca.
Hasta donde me ha dejado, lo conozco bien.





sábado, 6 de agosto de 2016

Requiem fingido



No me gustan las avispas desde aquel día, durante el verano del 74, en el que uno de mis hermanos lanzara una piedra a un avispero con toda la determinación escolar del que piensa que no habrá consecuencias ante un hecho tan dramático que ya se veía venir (no sé en qué estaría pensando Negro, el hermano que me sigue en la escala de nacimientos). Las avispas salieron en formación Patrulla Águila a lancearnos a todos los que andábamos por los alrededores, aunque la justicia de la Naturaleza tuvo a bien que la peor parte se la llevara el lanzador de piedras, el ejecutor, el ser sin cabeza.

Tras picarle varias veces entre los ojos con saña, siguieron con el resto del grupo, y aun con la rápida actuación del Primo con su mejunje de vinagre y barro, aquello acabó masacrándonos a todos y dejando mermada nuestra libertad por unas horas.

A mi pobre hermano, digo pobre porque tras el enfado inmediato su aspecto me dio mucha pena, se le hincharon los ojos de tal forma que estuvo sin poder ver absolutamente nada durante varias jornadas, en las que nosotros seguíamos haciendo vida normal y asalvajada, y él permanecía literalmente tumbado y sin moverse en la cama obligado por prescripción médica.

Me asomaba a la habitación en la que dormíamos todos juntos sin hacer ruido, observando su cara que desfigurada parecía más la de un japonés de sumo que la de un niño occidental de corta edad. Me daba mucha penica verlo así, inmóvil. Mis picotazos en el brazo derecho no fueron para tanto pese a la hinchazón monumental, ni los de mis primos tampoco, pero me sentía culpable por haberme enfadado y gritado tanto ahora que lo veía  en esa penosa situación.

Pienso en esto mientras observo a una avispa intentando zafarse del agua de la piscina. No siento su sufrimiento aunque sí su coraje y su fuerza. Con su pataleo constante y sin pausa, intenta alcanzar el lateral de la piscina donde le esperan las teselas y sus juntas de pasta rugosa, es como si adivinase una posible zona de agarre y confort donde permanecer a la espera mientras secan sus alas. Pero soy malvada y con mi mano hago ondas en el agua, simulo que remo para arrastrarla más al centro; y mientras esto ocurre, siéndole imposible sacar las alas empapadas del agua que deben pesarle kilos, sus patas hacen movimientos cada vez más rápidos. Sin darle respiro al bicho rayado, lanzo desde el cenit todo el agua que contengo entre las manos, hundiéndola más.

Pero la condenada resiste y emerge otra vez. Sigo molestándola porque ella se ha empeñado en sobrevivir como sea y yo en que esto no ocurra. No quiero eso para ella, quiero que se ahogue, porque, ¿para qué sirve una avispa?

Su zumbido prepotente es molesto, husmear alrededor de una que intenta darse un baño tranquila es molesto. Ese ruido basto desafiante me molesta. Y eso que muerdo mi lengua cuando se acerca, pues dicen que suelen marcharse, desaparecer... mas lo único verdadero es que siempre vuelven, o esa misma u otra diferente, soy incapaz de distinguirlas.

Y sé que resulto inmensa para ellas, que quizás ven amenaza cruenta en mí cuando aparezco semidesnuda en el filo de la piscina con mis gafas de nadar en falsa imitación de libélula.

Sintiendo nada, vuelvo a ejecutar una aguadilla, esta vez con más mala leche y, dejándola a su aire, me sumerjo en el líquido transparente pues el sol pega fuerte y comienzo a asfixiarme. Al salir a la superficie miro hacia donde estaba la última vez y, por fin, llego a una conclusión: las avispas al morir no estiran la pata, ninguna de ellas lo hace, apuntan una de sus alas al cielo como despidiéndose del lugar donde deberían estar sobrevolando felices, y sin que nadie les haga la puñeta.

Esta ya no clavará su aguijón en carne humana.

Y van cuatro. Con menos de esa cantidad el estudio no sería todo lo serio que se espera.

miércoles, 27 de julio de 2016

Flotemos mientras podamos



Jamás dijo una palabra que lo inmiscuyera conmigo sentimentalmente, así que, tanto si sentía algo por mí como si no, fue difícil saberlo durante el tiempo que mantuvimos aquél “nada”.

Recuerdo que antes de la primera cita ya dijo aquello de «no busco nada serio, estoy en un momento de mi vida en el que sólo quiero conocer gente». Tampoco pensaba yo en nada serio, líbrenme los dioses de querer algo antes de oler, escuchar, tocar,… mas acudí a la cena con las puertas abiertas a lo que fuese que me pudiera encontrar, no soy de esas que ponen la tirita antes de herirse. Llamadme rara, pero me gusta que las cosas fluyan, lo de limitar como que no va conmigo y últimamente sólo encuentro de eso en mi vida personal. Me siento como si llegara tarde a todos sitios y con un inmenso “pero” colgado del cuello, y me da igual.

El caso es que en el discurrir de nuestras conversaciones fui sintiéndome cada vez más a gusto, hasta el punto de sentirme atraída por él, así que a la quedada llegué un tanto nerviosa y, por qué no decirlo, emocionada, y con expectativas positivas también. Cuando nos encontramos y nos dimos los dos besos de rigor en aquel jardín, no olí a nada especial pues no usaba perfume, no me gustó el color de su pantalón aunque le sentaba muy bien, y lo noté tímido, como un niño que no levanta casi nada la voz por miedo a equivocar su respuesta, fue una sensación fugaz que no me disgustó en absoluto. Me gustó su acento, su altura y sus labios vistos desde mi posición más baja mientras caminábamos juntos. Seguía provocándome la misma ternura que cuando lo vi apartado de todos en un garito de conciertos. ¡Quién me iba a decir que esa ternura aun sin desaparecer se convertiría en deseo brutal, en un es que me lo comería entero toda la vida!

Pero las cosas no son como una espera aunque no esperes nada al comienzo, eso lo sé por experiencia propia, y no debí pasar por alto algo que sucedió mientras planeábamos nuestro encuentro. Debí anotar en grandiosa y brillante tipografía que le preocupaba la posibilidad de toparse con sus amigos en mi ciudad, cuando hizo un comentario sobre eso al elegir restaurante, pero lo dejé pasar como anécdota repentina por ser la primera vez que nos íbamos a tratar en persona. No quise darle importancia y ese fue un error mío, otra vez, porque sentir que te esconden no es algo emocionante y peligroso como si estuviésemos jugando al “Que no nos vea nadie” que inventé con mis primos cuando era niña, es síntoma de que no quiere que te mezclen con él, que por la razón que sea, eres una etiqueta molesta en una camiseta, y que te vayas olvidando de tener la oportunidad de conocerlo a fondo porque no va a ocurrir. 
Y, como una ya tiene una edad, es ahí cuando comienzan las dudas y la tortura, y el pensar que si yo tuviera diez o quince años menos, él no actuaría de la misma manera. Y me culpé por tener mi edad cuando la realidad es que no puedo evitar una cosa así, y me culpé por ilusionarme, por entregarme libre y sin peros a hombres que ponen trabas desde el principio, y a los que asusta escuchar “me gustas mucho”. 

Y el sexo sin apellidos está bien, de hecho algunas veces es fantástico, pero la fase de no importarme el con quién ya la pasé hace tiempo y soy de esas mujeres extrañas que con el roce, ¡oye! que acabo experimentando sentimientos de cariño o de algo más fuerte por la otra persona o mucho más si nos besamos tan bien. 
El sexo, como digo, y las citas eran estupendas, algunas hasta Homéricas, pero pronto escuché la frase de “sigue con tu vida, con lo que estabas haciendo hasta ahora,…” y entonces desperté de sopetón. Con lo bien que funcionaban esos encuentros intensos sin calentarse una la cabeza por nada. Y habrían durado, porque yo no pedía nada más, bueno vernos, y que no me hablara de desear veinteañeras. 

Así fue como pasé del gustar al desear, a querer, a pensar en otra persona diferente de la que desde hacía tres años tenía alojada en mi cabeza. Mas con la suerte está mal Mejía y también pierde esta.

Una pena que la parte de la segunda parte no comparta lo mismo y sea capaz de decidir qué sentir y qué no sentir desde un principio.
¿Cómo se puede aprender a sustraer cualquier sentimiento de afecto en una no relación? ¿Cómo podría yo controlarme de la misma manera? ¿Existe algún curso intensivo para esto, algún MOOC en alguna Universidad Norteamericana aunque sea en inglés?

Algunas señales me confundían, en serio, porque no lo veo venir, me da en toda la cara cuando todavía permanece la sonrisa puesta en mi rostro. Y vi el brillo en sus ojos, su sonrisa, eso no lo podrá negar. Y que me encanta verlo para qué voy a negar lo evidente.

El pensar me jode la vida, así en general. Me convierto en un atristo que no me gusta nada. Y si me pongo a elucubrar, ya ni os cuento. Y me veo masturbándome en soledad pensando en su pelo mojado recién salido de la piscina, me duermo pensando en alguna cosa agradable que me haya dicho con su voz dulce y ese humor al que no acabo de pillarle el punto. Es de las pocas personas que llegan a tocarme los ovarios, así es.

En otras ocasiones imagino que viajamos juntos a cualquier ciudad europea, y que lo hacemos todo. Todo, excepto enfadarnos por tonterías de esas que se dan en los viajes cuando estás junto a una persona las veinticuatro horas. Nos imagino inmunes a todo eso.

En estos momentos es cuando más necesito la teletransportación humana: aparecer y desaparecer a placer, ahora en una senda rural, ahora en una piscina, comiendo cosas ricas, en su sofá, o en la ducha, comprando en el supermercado… El imaginar y el pedir es gratis, todavía. Con la imaginación  lo somos todo y podemos estar donde nos plazca.

Y pese a que parezca triste todo esto, no lo estoy, me gusta sentir estas cosas aunque no sea compartido, en estos momentos estoy aprendiendo rápido a relativizar las cosas que resultan innecesarias. Todo es un suspiro y hasta de lo que no sale bien quiero disfrutar. El tipo es sensacional, no me gusta ni me pillo por cualquiera, tengo mi baremo, éste tiene tantas buenas cualidades que es normal quererlo.

Así que si existen los peros y me los llevo yo casi todos, pues ya está, no pasa nada. Que suena el organillo del gitanillo un domingo por la mañana de manera machacona, no pasa nada, que pasa el del carro “tuneao” con el reggeaton a todo trapo, tampoco.

Mejor que la vida parezca una película de género inclasificable, en la que haya de todo: diversión, drama, tristeza, soledad, alegría, aburrimiento, sí, también aburrimiento. En la que alguna vez me sienta detective, otras pasota, la familia, los amigos, los días en los que me ponga tan pedo que acabe a cuatro patas no pudiendo con mi alma. Que sea lenta o rápida, los resacones infernales, la música molona, el colon irritable, engordar, mosquearse, sentir fascinación, besar, muchos buenos besos, arrugas que aparecen, alergias, orgasmos, picaduras de mosquitos, enamorarse, roces de piel muy excitantes, miradas a los ojos, un leve aroma que te transporta a otro momento y lugar del que ya hablo en pasado. Unas palabras escritas a mano que siempre quedarán… La vida hay que vivirla aquí y ahora, a este lado del muro, tras él no hay más que la nada.

Flotemos mientras podamos.


¡Ojo! esto no quita para que un día esté de bajona porque también me gusta mucho un Sí, y hace tanto que no escucho uno.




sábado, 21 de mayo de 2016

Cosas que me hacen feliz


Escuchar cómo mi madre ríe con ganas cuando ve un episodio del Comisario Montalbano  o de Cuéntame. Me trae sin cuidado lo que le provoque la risa, el caso es que me hace feliz verla feliz y tranquila. No existe en el mundo persona que se lo merezca más que ella.

El aroma de las fressias, mis flores preferidas, de la higuera y la lavanda. Los tulipanes.



Los colores púrpura y  turquesa con todos sus matices.

La complicidad con alguien que me guste mucho.

Poseer montones de ovillos de lanas y algodones. Imaginar proyectos y ganchillear. Compartir todo con mi tata maña.

Columpiarme como si fuera una niña en cualquier parque que me pille de camino. Los columpios solitarios suelen llamarme desde la distancia, aunque son difíciles de encontrar, por eso los valoro.

La tortilla de patata en el Alhambra en tu compañía, estoy segura que no me sabrá igual si no estás.

Flotar en el agua quieta y transparente de una piscina, dejándome mecer desnuda por la calma líquida que me pasea de un lado a otro del cuadrilátero azul.

Un “quiero conocerte” dicho por alguien que me encante y a quien también yo quiera conocer.

El sol entrando por la ventana de mi cuarto en mayo. Escuchar las aves que cada año anidan en el tubo de extracción de humos de la cocina, al que nunca he puesto copete pues quiero que regresen siempre.

Que toda mi gente (familia y amistades) esté muy bien de salud; esto quizás resulte obvio, pero es que ya está bien, hemos tenido suficiente dolor, deseo un poco de tranquilidad una larga temporada.

Una primera cita, con todos sus nervios y las expectativas que no puedo evitar construir en mi cabeza.

Las segundas citas por sorpresa, esas quedadas que no esperas y que te emocionan.

La borraja en tempura en el Ángel del Pincho. Los torreznos de Soria. Todas las tapas del mundo contigo.

Las duchas compartidas, las caricias bajo el agua, los besos mojados y el sexo excitante con aroma a hierbas de Ibiza. Y al otro lado de la puerta,  una cama king size toda para nosotros.

Comenzar un nuevo libro y saber que te va a encantar todo ese tiempo que vas a pasar con él entre las manos.

Las cervezas con mi gente acompañando las charlas sobre cualquier cosa. Los “Aperitiver” en el Tulsa Café. Todos los conciertos con los mejores amigos.

Dejar mensajes encriptados en libros que regalas a personas que amas y que no sabes si descifrarán algún día.

Empaparme con la lluvia repentina del verano. Ver un arcoíris o dos.

Los buenos besos.

Las moras, frambuesas, arándanos... todas las bayas.

Que acaricies mi espalda y sepas cómo tocarme para llevarme al séptimo cielo o al octavo. Disfrutar de tu preciosa sonrisa muy de cerca mientras coges mi rostro entre tus manos y veo como te brillan las pupilas de felicidad.

Esas noches interminables en las que curiosamente acabo durmiendo bien, sí, sé que es por estar a tu lado.

El sonido de los móviles colgantes cuando el viento los zarandea y el silencio que se escucha cuando cesa el roce.

Escuchar tu voz y tu acento, aunque sea muy de vez en cuando.

La primavera, el verano, el otoño, y el invierno en Juego de Tronos.

Cuando alguien se acuerda que coleccionas marcapáginas y te trae uno muy chulo de uno de sus viajes.

Ver cómo mis sobrinas se convierten en preciosas mujercitas y tener charlas de amigas. Que Irene me peine los sábados de comida familiar. Los pasteles que me trae mi cuñada.

Que duermas apoyado en mí y me preguntes si me importa.

Ser eterna estudiante. Los recreos entre clases, mezclarme con los adolescentes.

Que me despiertes con un abrazo cálido y unos besos.

Beber una botella de rico vino y comer un buen queso sentados en un jardín público o en la cama de un hotel.

Cantar por la calle sin importar si me miran ni lo que piensen.

Que me respeten por ser yo y no me etiqueten. Que me quieran con todas mis imperfecciones, o sea, como lo hago yo cuando te quiero.

Visionar películas, documentales o series. El cortometraje “Medianeras” de Gustavo Taretto.

Las siestas en verano con el sonido de fondo de las cigarras. Hacer el amor dentro del agua cuando es noche cerrada. Vivir sin reloj. Las Perseidas.

Imaginarme en Islandia buscando Aurora borealis.

El sushi con vino blanco acompañada.

La música mientras dibujo o cuando voy de aquí para allá.

Sentarme en las escaleras de la Lonja a leer o, simplemente ver la vida pasar, las llaves antiguas, pasear por el Carmen, comer pipas, beber rooibos chaí, el olor de las especias.

Doctor en Alaska. Cicely, Mágina, Innisfree y Hoyuelos.

Pensar en el tatuaje que quiero hacerme.

Que mi barbilla se ponga roja por el ímpetu de los besos y el roce con la suya. Los filetes tiernos como adolescentes.

Soñar con casas blancas a la orilla del mar, que me encuentro con él y todavía existe esa complicidad de antaño.

El tacto de las piedras semipreciosas. La cremosidad de un buen helado artesano.

Saber leer y tener dos manos para ganchillear. Entender conversaciones enteras en inglés en alguna serie que veo sin subtitular.

Me hace feliz los triunfos de la gente que estimo.

Que me miren a los ojos cuando me hablan y que me escuchen cuando lo hago yo.

No ser un número más en una larga lista.

Los preludios. Observar durante un buen rato la luna llena. El primer azahar de la temporada que me manda mi hermana desde Sevilla.

Encontrar mi lugar, y disfrutar de la búsqueda mientras tanto.

Los finales abiertos en el cine y la literatura.

Los “Amen” sin tilde.



lunes, 16 de mayo de 2016

Sólo soy un ciclista


En un pequeño museo de Ponte a Ema en Florencia, hay una bicicleta que encierra una historia. Es la historia de la fuerza física e interior y también de la humildad de un toscano sencillo, elevado a héroe nacional tras conquistar el Tour de Francia de 1938 para gloria de Benito Mussolini, quien utilizó la hazaña del ciclista como demostración de la superioridad de Italia sobre el pueblo galo.

Esa vieja bici recorrió más de 300 km diarios por la Toscana en los años 1943 y 1944 pedaleada por Gino Bartali, un deportista atemporal, un hombre de hierro que vio congelada lo que pudo ser una carrera deportiva magnífica por una maldita guerra. 

Nunca dejó de pedalear, y eso que se bajó de la bici cuando murió su hermano disputando una carrera ciclista, no queriendo volver a montar. Pero le animaron a que lo homenajeara subido a ella, la mejor forma de recordar. Y eso fue lo que hizo, subirse y seguir pedaleando con su fuerza bruta. Sus creencias católicas aumentaron tras este duro golpe de la vida. El beato Bartali se mostró humilde y generoso, lo cuentan todos los que se cruzaron con él, y una de sus máximas era: cuando haces un favor a un amigo no hay que contarlo, esas cosas se hacen y basta.

Eso hizo siempre: nunca contó nada a nadie. A Gino Bartali, considerado símbolo del Partido Nacional Fascista tras su gesta en el Tour nunca le importaron estas cosas de la política ni lo que pensaran de él, su discreción le ha hecho aún más grande.

Aquel niño de familia pobre, que empezó ayudando en una tienda de bicicletas, nació para andar pegado a una de esas máquinas. Su fuerza, la capacidad de aguante cuando el tiempo era adverso, (ya podían venir las lluvias, el barro, el polvo o esas etapas largas y asesinas). Pudo con todo, y sirve de muestra: Bartali ha sido uno de los mejores ciclistas del siglo XX, el sexto de cien para ser más exacto.

Pero no todo queda en las victorias deportivas, hubo mucho más.

Su época de esplendor quedó cortada por la contienda, fueron años negros en los que no había competiciones, por lo que resultaba extraño ver a un deportista entrenar por caminos y carreteras llenas de soldados en guerra. Pero, ¿quién iba a sospechar de un héroe nacional? Sus piernas y su corazón salvaron vidas gracias a esos supuestos entrenamientos diarios que lo mantuvieron en forma para conquistar Giro y Tour al acabar la guerra.

En 2003, tres años después de la muerte de Bartali, Andrea Nissim encontró casualmente el diario que su padre escribió en 1961. Giorgio Nissim, hebreo toscano, fue el cerebro de una red clandestina antifascista que, durante los años de la guerra, proporcionaba todo tipo de documentación a los judíos italianos y extranjeros perseguidos por el Régimen de Mussolini. En esos papeles del padre se detallaba cómo funcionaba esa organización de la Resistencia Italiana, ahí vio el nombre de Gino Bartali, uno de los últimos representantes del ciclismo clásico. La red necesitaba un correo que no levantara sospechas y Giorgio Nissim junto al obispo de Florencia hablaron con Bartali que aceptó sin dudar. Durante dos años pedaleó incansable con la excusa de entrenarse llevando escondida la documentación falsa en el manillar, bajo el sillín y en el cuadro de esa bicicleta que se exhibe en el museo.

Sesenta años de silencio y cuando se escribió ese diario todos supimos del valor humano del ciclista rudo de la Toscana. De sobra eran conocidas sus gestas deportivas (cuando no había coche de equipo ni quien te cambiara la rueda si pinchabas: eras tú y la bici contra los elementos), se recordaban sus espectaculares escaladas, los cigarrillos en actitud fanfarrona antes de empezar una etapa o los tragos a mitad de camino. También de su rivalidad con el joven Fausto Coppi, que llegó a dividir a Italia, y aún así unidos por una gran amistad, su mitad. Cuando Coppi murió, dijo que le faltaba su mitad. 

Ahí queda esa fotografía mítica tomada en la 11ª etapa del Tour de Francia de 1952 en el Col du Galibier, cuando uno pasó un bidón de agua al otro; quien lo hiciera sigue sin estar claro, pero como diría Bartali, qué importa, esas cosas se hacen y ya.

Sello conmemorativo Coppi-Bartali, San Marino 2010

No soy un héroe, solía afirmar, yo sólo soy un ciclista.

800 vidas salvadas de una muerte segura en cualquier campo de concentración; si no eres héroe al poner tu vida en peligro día tras día para salvar a otros, se acerca bastante.

He terminado de leer el libro “Plomo en los bolsillos” de Ander Izaguirre y en uno de sus capítulos habla de Bartali y de Coppi que la historia unió para no separar jamás, y me emocioné. Un libro de andanzas épicas y otras no tanto que recomiendo si como yo te has entusiasmado con el Tour de Francia alguna vez.



Dedico esta entrada a mi amigo Peter con el que he mantenido charlas sobre ciclismo, Tour, dopaje, fútbol, Ájax, FC Barcelona, Johan Cruyff, Pippi Langstrump y cosas así.
      ¡Sigo deseando un maillot BIC!¡Él también!


martes, 10 de mayo de 2016

Mi guardia ha terminado



Hojas afiladas se clavan en mí traspasando el cuero de las ropas y mi piel. Retuercen con rabia el acero del arma hasta astillar mis huesos. Siento que el frío de mi rostro se extiende al pecho donde me hieren, que mi cabello, húmedo de hielo, sigue el movimiento de mi cuerpo al ser embestido de forma brutal por los que consideraba mis hombres, esos que ahora me miran con rencor y odio.

Soy un vigilante aquí en el muro, soy el Lord Comandante de la Guardia de la Noche número 998. El cargo conlleva tomar decisiones complejas no al gusto de todos. Complacer a un rey es lo suficientemente difícil, complacer a dos es casi imposible. Pero soy el líder y no puedo dejar que me arrastre el desánimo o el miedo, he de permanecer despierto incluso dormido, no puedo flaquear, soy observado con constancia, de mi depende este muro y los que lo habitan. 
Vigilo, y muchas veces no puedo ver, mi vista se nubla, vigilo y en muchas ocasiones no sé nada, se enturbia mi mente.

Los que están clavando sus armas en mí creen saberlo todo y se han cansado de seguir mis dictados. Creen que acabar conmigo solucionará cualquier amenaza, por eso me están aniquilando en mitad del patio embarrado; un patio que nunca ha visto la luz cálida que dicen existe en otras tierras. No las veré, ya no.

No me había dado cuenta hasta ahora, mas aquí todo es oscuro, incluso la nieve y el hielo tiene ese tono parduzco de lodo negro. Es la noche eterna en este tiempo en el que no se descansa jamás. Quizás ahora que pierdo el hálito encuentre esa paz imposible en vida.

Me estoy muriendo, mi corazón ha sido herido de final. Se acabó para mí este tránsito que me duele tanto desde que sé que hay algo más al otro lado, la soledad no significaba nada hasta que la toqué a ella. ¡Oh, ella con su pelo de fuego! Por primera vez en mi sombría y bastarda existencia sé que otras palabras pueden ser dichas, que hay más verdades a parte de las de los altos mandos que nos preceden en este puesto olvidado e interminable.

Pues bien, aquí me tenéis Antiguos Dioses.

Mi alma exhala su último suspiro, mientras mi cuerpo cae sobre el hielo sin fuerza. Aquí quedo, petrificado sin compasión, ejecutado sin más ley que la del odio y la venganza.
¡Por la Guardia! escucho muy lejano en mi gélido final. Ya no he de preocuparme por nada: votos, honor, luchas,…porque nada queda, nada veo, nada soy.

Fantasma me vela.


Mi guardia ha terminado. 


jueves, 5 de mayo de 2016

Un palomar en el número 7


La escalera que llegaba a lo más alto de aquella casa era muy estrecha y empinada. Se notaba que mi padrino, tras comprar un trozo de tierra en la calle Gabriel González, la fue construyendo durante años al salir de trabajar a trozos, y cuando le sobraba uno le colocaba una puerta y hacía un  armario o una despensa o hacía un escalón. Era como un patchwork de retales sobrantes que se cosía sin plantilla, no siguiendo un patrón lógico ni un mismo plano horizontal,  resultaba caótica, y la altura entre plantas era excesiva pese a que las gentes que la iban a habitar eran de pequeña estatura, lo cual dificultaba la subida por cualquiera de sus escaleras, y tenía varias, ya que éstas contaban con una contrahuella que duplicaba la de un escalón normalizado.

Me gustaba recorrer todos los lugares cerrados bajo llave mientras el resto de la familia paterna de mi primo dormitaba la siesta en el sillón o en la mecedora. Era toda una aventura descubrir pequeños recovecos y tesoros al mismo tiempo. Levantar las tapas de los arcones después de colocar con mucho mimo todo lo que lo cubría sobre la cama. Fui secretearía de continuidad ya antes de saber qué era ese oficio de Cine.

Cualquier objeto me emocionaba: un antiguo plato de vidrio moldeado manualmente, una pequeña copa de licor que había quedado desparejada hacía lustros, unos paños bordados con mano de aprendiz, unas cintas de piquillo rojas rodeando un trozo cutre de cartón o una toalla con manchas amarillentas, sin usar y con su etiqueta de El Trovador todavía indemne. Lo que más me fascinaba encontrar era papeles de colores hechos tiras en dos extremos con los que en navidad envolvían los dulces de almendra, típicos de mi pueblo, y el olor a anís que desprendía la madera de la despensa oscura.

Cuando era pequeña, buscar y encontrar me resultaba mágico, una osadía andar por las alturas sin ser escuchada y abrir puertas que chirriaban tan solo al rozarlas, sin que ningún habitante se diera cuenta que yo andaba trasteando. El peligro de ser descubierta lo hacía mucho más emocionante. ¿Qué trasteas?, me habrían preguntado de haberme pillado fisgoneando por ahí.

Mirando se aprenden cosas, o una se las inventa. Lees unas letras manuscritas con trazo brusco en la trasera de un viejo retrato en blanco y negro y te imaginas el resto.
Mi familia escondía historias. El silencio llegó durante un tiempo muy triste y aciago y lo hizo para quedarse. No miraban bien a quien hablara abiertamente de cualquier cosa. Que otro familiar que nos visitaba  aderezara con palabras soeces el relato de unos hechos o de su propia vida, les hacía torcer el morro y agachar la mirada avergonzados. No se pudo hablar con claridad en aquella casa jamás, y sin embargo, miraba cualquier rincón, cualquier mueble, azulejo (o manises como gustaba decir a mi chacha Carmen) y me lo contaban todo,  aquellos objetos inertes me hablaban.

En la parte más alta de casa de mis padrinos, donde convivían tres generaciones, había una buhardilla que no era tal, pues era la entrada principal desde la calle de atrás. Existía un gran desnivel entre el gran patio delantero que daba acceso a la vivienda y esa portezuela de arriba. Aquella puerta cubierta de una mezcla de polvo, virutas de madera, y telaraña densa, no la vi abierta hasta que un día, perdida toda esperanza, di con la llave; una ardua tarea que me llevó casi todo el verano. 

Abrí y me deslumbró el solazo que me apuntaba cual Cupido, vi la estrechez de la acera y cerré sorprendida, esperaba el vacío, quedando ciega momentáneamente al pasar con brusquedad de la luminosidad a la oscuridad de ese habitáculo sucio y desordenado que fue el taller de carpintero del abuelo Santiago y de su hijo, mi padrino, después. Un lugar paralizado en los años 50 y silencioso como las gentes de abajo. Recuerdo visualizar a las personas, que hacían encargos al abuelo, traspasar esa puerta sólida un mediodía cualquiera.

En esa estancia se agolpaban todo tipo de herramientas de carpintería: cepillos, sierras, formones, escuadras, lápices gruesos a los que se sacaba punta con la navaja, siempre en los bolsillos… No se veían ni las paredes ni los techos y sí algún almanaque con imágenes de vírgenes.

Me gustaba rozar con las yemas de mis dedos las grietas de la madera del banco de trabajo, me movía por allí como pluma ligera tratando de no mancharme pero fascinada ante tanto tiempo retenido, días, meses, años, vidas enteras, y de vez en cuando, el sonido de una voz que saluda a un vecino tras el portón que da a la calle.

El zurear de las palomas acompañaba mis incursiones vespertinas por esa zona de la casa a la que se accedía por aquella angosta escalera. Una escalera que por la noche me aterrorizaba pues carecía de luz natural, y la pera con su fluctuante luz amarillenta se apagaba por completo antes incluso de haber llegado a tu destino, y esas paredes que crujían sin cesar tras la calima de toda la jornada me obligaban a meter la cabeza bajo la sábana intentando pensar en otras cosas más chulas. Al día siguiente no me acordaba de nada y todo volvía a empezar.

Mi primo tenía un palomar en la terraza junto a la carpintería de su abuelo. Estaba ahí por la promesa hecha a su padre de cuidarlo, de mantenerlo en perfecto estado de revista: limpieza, agua y panizo. Una suelta y a volar libres por el cielo para regresar más tarde a los enrejados bajo techumbre.

¡Cuántas veces nuestra chacha Carmen, la tía paterna de mi primo, subiría peligrosamente esa escalera infernal cargada con pozales de agua para hacer las tareas que le correspondían a él y de las que se escaqueaba sin pudor siempre que podía!

Era hijo, nieto y sobrino único, le perdonaban todo. Por aquel entonces yo era La Nena, la única niña de la familia a la que sólo se le pedía que comiera mucho ya que estaba muy seca.

Mi primo hablaba el idioma de las palomas, y pese a que me gustaba ese sonido gutural de las aves durante la siesta, no le veía la gracia a todo aquello, sólo veía las cantidades ingentes de cacas que recogía, y eso  me devolvía a la realidad más terrenal.

Me habría encantado poder conservar alguna de esas llaves pesadas y antiguas, sobre todo la de casa de mis abuelos maternos, donde nací junto a la higuera. Hace meses que pienso mucho en ellas, y en comenzar una escueta colección.