lunes, 31 de diciembre de 2018

Soy un accidente, y más a final de año


No sé cantar, tampoco dibujar ni escribir, y menos poesía. No tengo arte para nada, nada hay en mí que sea excepcional. No soy emprendedora ni tengo fuerzas ahora para intentarlo, pero nunca dejo de prepararme, de aprender, de mejorar. Es triste decir que no me sirve para nada, pero es la verdad. Que se consiguen las cosas con esfuerzo y porque las deseas mucho es una frase de mierda que, os digo ya que no funciona. Quiero tranquilidad y paz mental y no llego a conseguir ninguna de las dos pese a que cada año que comienza lo deseo con fuerza y predisposición. Paso rápido de ser profesional imprescindible al no me vales sin previo aviso. Vivo para hacer frente a los pagos, nada más, esa cárcel en la que nos sumergimos, muchas veces, movidos por las opiniones de los demás. Facturas es lo único constante en mi vida, lo único que se queda conmigo. El amor ni lo huelo y eso que dicen que está en el aire.

¿Qué clase de vida es esta?

Me hago mil preguntas cada día desde que me lanzaron al desempleo sin piedad, y sólo me contesto unas cuantas cuando tengo la seguridad de tener una respuesta aceptable. Una mañana estuve buscando cuestiones tipo que te pueden hacer en una entrevista curricular. No soy de preparar nada, porque cuando lo he hecho nada ha resultado como esperaba, pero esta vez siento curiosidad y leo:

Si todos los trabajos tuvieran la misma remuneración y la misma consideración social ¿qué es lo que realmente te gustaría hacer?

Me gustaría ser bibliotecaria, sin lugar a dudas y pese a mi alergia a los ácaros, esta fue mi respuesta más rápida. Luego la amplié a trabajar en una librería, en un museo, de conserje en un colegio o instituto, como lectora, también de coordinadora cultural o jardinera. Las mercerías, tiendas de lanas y las papelerías me gustan.

Ante mi respuesta rápida, son muchas las consideraciones a tener en cuenta:

¿Qué necesito, es suficiente con ser lectora, amar los libros por encima de muchas cosas, ser recolocadora de los ejemplares mal dejados en las librerías por las que paso, para trabajar en una biblioteca? ¿Por qué Frank Capra nos pintó a la bibliotecaria como una mujer soltera de espíritu medroso y asustadizo, con gafas, por su puesto, y vestida como si acabara de colgar los hábitos? ¿Acaso no hay más hombres en el pueblo de los que enamorarse que George Bailey, y acaso el oficio de bibliotecaria es la tumba ineludible para la mujer sin opción al casamiento? ¿Por qué una mujer soltera es menos mujer, o peor, una mujer acabada? ¿Tenemos derecho a vivir las solteras o las divorciadas sin hijos? Cada vez que veo ¡Qué bello es vivir!, me resulta más y más pueril y me enfado por todo esto. Me doy cuenta que en Bedford Falls yo no habría conquistado el éxito, en Aldaia Hills, tampoco. Lo veo en la cara de la gente cuando todavía pregunta si tengo hijos.

Retomando la película navideña, está bien que el protagonista sea una bellísima persona y está bien cabrearse con el cabrón de Potter (contra alguien hemos de echar pestes), pero que los antros con música y baile sea como estar en la peor sala del infierno, no, eso sí que no. Y conste que todo lo que le pasa por la cabeza a nuestro amigo lo veo más que justificado: intentas hacer las cosas bien, sin hacer daño a los demás, a costa de no hacer realidad tus deseos e ilusiones y al final, ves que el esfuerzo no te sirve para mucho. Sí, que la gente responda ante una necesidad del hombre que les procuró bienestar es genial, pero es un cuento de hadas. El espíritu navideño es falso como los croma de Los Intocables, una máscara con la que se cometen tropelías de índole “vamos a gastar aunque sea a crédito porque es momento de regalar”. Regalar, la única forma en la que, al parecer, el ser humano puede demostrar amor y cariño.
¿A estas alturas de la película, alguien cree necesario que en navidad tengamos que consumir sin medida? ¿No nos damos cuenta que nos pasamos el año entero celebrando todo, regalando y gastando más, y que la navidukkah es sólo el más grande y último cartucho del año para empeñarnos hasta las cejas? ¿Somos idiotas o qué?

Hasta respirar me parece carísimo. Como caro resulta ver en la realidad una mirada de fascinación como la que Mary echa a George a cualquier edad. Te amaré hasta el día que me muera. Y la fascinación es mutua, un verdadero milagro.




lunes, 3 de diciembre de 2018

Entre puntos y bajona


Estos días de trancazo espectacular ando metida exclusivamente entre lanas, esto y algunas series o películas amables es en lo único en lo que me puedo concentrar con esta cabeza mía embotada por el resfriado inesperado. El cabreo con el que salí del museo tras haber asistido al ciclo de Cine Intergeneracional, se ha manifestado en mí de esa forma: dolor corporal, la cabeza que me pesa, ojos llorosos y nariz moqueante; todo ello nada más subir al bus que me trajo de vuelta al redil. Ver “Senderos de gloria” doblada en un cineforum era algo tan remotamente imposible que ni siquiera me planteé que pudiera ocurrir.
Lo bueno de encontrarme en este estado febril es que me vienen sensaciones y recuerdos de otros tiempos que me están encantando. Uno de ellos es el tacto cálido de la lana y, de las agujas, la frialdad puntual al rozarme cuando mi amatxo tejía un jersey, y lo probaba sobre mi cuerpo para ver los aumentos o disminuciones que tenía que realizar. Me gustaba ver tejer a mi madre, a mi madrina, si coincidía ir al pueblo en invierno, y a Cati, la madre de mis amigas del alma. Hubo un tiempo en el que nos prestábamos aquellos jerséis hechos a mano, cosa que no hacía gracia a la madre, supongo que pensaba que no era higiénico, no sé, pero para nosotras era como estrenar prenda. El préstamo siempre me ha parecido una acción maravillosa, al igual que reciclar. Practico siempre que puedo todo esto.

Cuando veía a mi madre moviendo las agujas al ritmo que marcaba el propio punto me fascinaba ese sonido suave del chocar de las agujas metálicas gris perla. La labor iba aumentando de una manera precisa por la experiencia de sus manos que a mí me parecía magia pura, sintiéndome incapaz de ejecutar una labor así algún día. Mi madre tenía una máquina remalladora en casa para tejer, así que hubo un tiempo en el que mi casa tenía el aroma de los conos de lanas y otras hilaturas y se escuchaba el ir y venir de la plataforma sobre las agujas con la Cadena Ser de fondo. Aquella máquina quedó callada en un rincón mucho tiempo, hasta que molestó tanto que la dio o la lanzó a la basura, como la máquina de coser Singer. Yo guardo demasiado y mi madre no guarda nada. ¿Dónde estás punto medio?

Desde siempre he mostrado tener maña con las manualidades, excepto para el dibujo artístico todo hay que decirlo; pero durante una larga época no hice nada, exceptuando algo puntual para regalar en lo que ponía lo mejor de mí. Siempre se me resistió el punto a dos agujas, la calceta como la llamaban algunas, aunque mi madre utilizase simplemente “punto” para referirse a tal labor. Apretaba tanto los puntos de inicio que me costaba la vida hacer una segunda línea, luego me comía o aumentaba a discreción. Un desastre que dejé enseguida. Por bordar a punto de cruz o hacer petit point, alguno me llamó abuela de una manera despectiva, como si aquello del hazlo tú misma hubiera quedado obsoleto.  Me apena la gente incapaz de valorar cualquier cosa hecha con las manos, los mismos que en mi vida me achacaran lo carca que era porque me gustaran ciertas labores, tipos que te etiquetan por el simple goce de hacer daño.

Como iba diciendo, y dejando a un lado a  innombrables que a lo único que se dedicaban era a menospreciar a una por el físico y por no llevar tacones a diario, estos días ando bastante floja en general, como si se estuvieran agotando las pilas que llevo dentro, cada noviembre-diciembre me ocurre lo mismo,  debería hibernar como una marmota. Mientras ganchilleo veo “Crónicas de un pueblo”, serie a la que hice alusión en la entrada “Amor en Tokio” y que me permite contar puntos al no tener que mirar la pantalla constantemente. Al fin encontré el episodio traumático del que hablé entonces y no, no ocurre en un gimnasio como creí, la memoria infantil tiene estas cosas, manipula el recuerdo y quedan ideas equivocadas que se convierten en verdades como puños para el resto de la vida si no tienes forma de comprobarlas, como sí ha sucedido en esta ocasión gracias a la hemeroteca de RTVE. El capítulo al que hago referencia se titula “Pirueta 2ª parte”. Volver a verlo me hace comprender dónde comenzó mi gran problema con la muerte, para mí una clase de abandono al que parezco suscrita, y al dolor emocional, y también mi aversión por el circo (que me perdonen los payasos de la tele a los que no meto en este saco, fan total de Una tontería en la tintorería).

Nefasto episodio “La cátedra ambulante” donde se da pábulo y gloria al Movimiento a través de la sección femenina que iba  adoctrinando por los pueblos en unas caravanas con las flechas de Falange y el nombre de Franco rotulados en sus laterales. No dudo que ayudasen en algo a las gentes de pueblos alejados de núcleos urbanos más grandes, pero vaya, me resulta insoportable la clasificación hombres a un lado, mujeres al otro en todo. Confieso que me pone más enferma algunas frases, algunos hechos o gestos de los habitantes de Puebla Nueva del Rey Sancho. Opto por situarme mentalmente en la época, cuando todo eso se veía bien, para no cabrearme demasiado, quiero revisar todos los capítulos de la serie a las bravas, he de aguantar.

La única mujer que parece salir de la norma es la farmacéutica y concejala, una joven que acaba casándose con el alcalde y pasa a ser señora de su casa, esposa e hija del farmacéutico tras la bendición de Don Marcelino, el cura. Una pena, todo se perpetúa, las mujeres tejen en las puertas de las casas, incluso ésta en la mesa del bar junto a los hombres, para dejar claro que sí, que está con ellos por ser la mujer del excelentísimo, cosa que no hace el resto de esposas, pero tejiendo y diciendo obviedades “de mujeres”.

Ahora teje mucha gente, hombres y mujeres, es el nuevo yoga. Hay infinidad de lanas e hilos, tantos que me vuelvo loca viendo maravillas de texturas y colores. Se ha puesto de moda con la contrapartida que las lanas están carísimas, mucho más. Antes veías a cualquiera comprando ocho ovillos de lanas Stop para hacer un jersey de calidad; desde el cambio al Euro, según mi madre, todo se ha salido de ídem. El postureo y la tontería, también presente en el mundo de la manualidad, me agota y asquea un poco. A veces sueño que veo ovillos preciosos y me entran unas ganas locas de robar. No sé qué diría Freud de esto o mi madre, pero los robaría sin pensar.