Noviembre. Frío matinal. Están
adecentando las rotondas de entrada a Alaquàs. Parece que van a plantar nuevos
arbustos en la de la torre girada.
Llevo una boina hecha por mí a
ganchillo (crochet, como decía siempre mi abuela cordobesa) a la que no escondí
en su día la cola de hilo; supongo que para no darla por finalizada y mantener
así la posibilidad de añadir algo más, aunque no le hace falta.
Un avión vuela bajo sobre
nuestras cabezas cuando nos incorporamos al puente de entrada a València. Mucho
tráfico rodado, muchos vehículos aparcados por todos lados. Es absurdo ver
tanto cinco plazas con sólo el conductor como ocupante. ¡Qué pérdida de todo! Y
mientras, peatones, corredores matutinos,…respirando ese aire infectado. Pero
se enfadan por la ampliación del carril bici. Ahí estamos, con un par.
En el trabajo me llaman rara,
hippie y sindicalista. De todos los nombres
que se me adjudican, éste último es el más curioso porque existimos los
trabajadores y los trabajadores a los que se les permite elegir horario, tajo y
el lugar donde desempeñar esas tareas (su casa, principalmente). Supongo que
pertenecer al primer grupo es culpa nuestra, pues por mucho que miramos los
papeles antes de firmar desconocemos la existencia de esas cláusulas que marcan
esos privilegios en el contrato laboral. Por eso me extraña tanto que me llamen
sindicalista cuando lo único que pido es que si he de salir fuera de la oficina
a currar no acabe costándome dinero. Ratean el almuerzo. No somos VIP, pero
puedo asegurar sin pudor que desde que he llegado a la empresa la gente se ríe
mucho más, por no decir se ríe a secas. Hasta he conseguido algo inaudito, que
el farmacéutico joven sonría abiertamente al darme los buenos días cuando
levanta la persiana. Si no le miro porque voy a lo mío o busco la llave en mi
bolso, espera unos segundos, me busca hasta que hay contacto visual. No os
podéis imaginar lo que es entrar en esa farmacia, el viejo y el joven
parapetados tras el mostrador tiesos como una vara y con gesto mecánico, como
una suerte de antepasados del Nexus-6 que no dan ni los buenos días. Así que
sí, esa sonrisa ha sido el triunfo del lunes. Algo tendré.
Anoche comenzó mi etapa de bajona
pre-navidukahh, y parece que la lista aleatoria de canciones lo sabe bien esta
mañana, porque todas recalcan aún más esa sensación de bajada. Aunque no llueve,
este frío sol de otoño a 5 grados me permite abstraerme del exterior y no
escuchar nada ni a nadie.
Todo se ve diferente cuando se
acerca diciembre. Percibo alrededor una mueca como de final, y prometo que no
voy predispuesta a sentir así, simplemente ocurre. Luego recuerdo que cada año
se repiten las mismas conversaciones, que todo es cíclico y vuelve y no le doy
mucha importancia.
De esta época festiva me gusta el
invierno y todo lo que me recuerda a él, como los adornos escandinavos, el olor
de las mandarinas, mi rooibos con especias
o la llegada del nuevo aroma de temporada en mi franquicia francesa de
cosmética natural. Me gusta pensar en estar leyendo cerca de una chimenea
encendida, arropada por una manta o abrazada por esa persona que me tiene loca.
De todos los sonidos que me
gustan el crepitar de la leña ardiente es uno de mis favoritos. Recuerdos de mi
niñez soplando por una caña hueca y gruesa por donde se perdía mi bocanada de
aire, el fuego ni se inmutaba con mi esfuerzo. Al menos hacía reír a mi abuelo
materno que reavivaba la llama en un pis pas.
Me fascina pensar en aquellos momentos
en los que el televisor era un simple objeto decorativo que se encendía de uvas
a peras. ¡Había tantas cosas que observar! Mirar el fuego era adictivo y hasta
la cosa más nimia era importante. La gente hablaba junto al fuego, hablaba, ¿lo
podéis creer? Echo de menos esa ruralidad de campo, a mis familiares que ya no
están y a tantas historias que no fueron contadas. Lo preguntaría todo de tener
la oportunidad de regresar. A veces me gustaría que todo el tinglado de redes
petara, que volviéramos a la calma, a la espera de las cartas. No sé si seríamos
capaces de sobrevivir, pero a mí me da vértigo pensar que vivimos otros tiempos
que nunca más volverán, tiempos en los que no sabíamos de todo, que había que
ir a la biblioteca para buscar información, y que todo necesitaba su tiempo.
Por eso me encanta tejer con ganchillo, el tiempo que ocupo en hacer una prenda
es mi ofrenda personal, y la satisfacción de crear algo con mis manos. Regresar
a la base.
Bien, cada día somos espectadores
de un sinfín de pequeños finales: el fin de trayecto, de la tarea, el fin de
jornada, el final del libro, el fin de una explicación, de las pilas, de la
pastilla de chocolate, el final del día…pero desde anoche y hasta el siete de
enero, todos y cada uno de ellos me resultan más final que nunca.
Me dicen que soy rara porque leo,
me llaman hippie sensible vete a saber el porqué. Me llaman, me etiquetan, me
juzgan, no sé cómo me verá la gente con la que me cruzo cada mañana, pero sería
chulo poder verse desde fuera por un rato.
Una cosa tengo clara, soy la que
ríe cada día porque me lo propuse así un buen día, pero, permitidme que en
algún momento esté como ausente, pues esa también soy yo y la necesito.