Pueblos de la meseta castellana, aulas escolares con zócalos pintados de azul sobre paredes encaladas. La familia. Niños asilvestrados entre hombres dinamiteros al que consiguen atraer a esa Arcadia feliz y justa llamada Puebla Nueva del Rey Sancho. Mujeres anuladas que adornan las calles y se juntan para hacer calceta y charlar. Los niños con los niños, las niñas con las niñas. Adoctrinamiento del maestro con el magno Fuero de los españoles. Señoritos y servidumbre. Cartero, alguacil, secretario…
La primera serie de mi vida fue “Crónicas de un pueblo”, una producción española en blanco y negro rodada en los exteriores e interiores de Santorcaz (Madrid), dirigida por Antonio Mercero y Antonio Giménez Rico, entre otros, y cuya sintonía de cabecera quedó grabada en mi memoria para el resto, proporcionándome la dosis justa de melancolía.
Ojalá olvidar fuera tan fácil como lavar una camiseta de rayas.
Revisando ahora algunos episodios de esta serie costumbrista, no me queda otra que reconocer que la superioridad del macho que se ve me da asco. Los hombres ostentan todos los papeles principales, son el eje incluso cuando alguna mujer es el centro de la trama. Estereotipos de libro en comportamientos e ideología. Las mujeres, meros complementos, dedicadas a sus labores, a servir al hombre o a encabronarlo.
Cuando tenía cuatro años empecé a ver esos capítulos en el televisor de casa y lo que veía era la vida cotidiana de las personas que vivían en un pueblo que bien podía ser el mío, y donde los personajes eran tan reales como viva estaba entonces. Los conflictos se resolvían enviando a uno a tomar un trago al único bar o llamando al maestro, al cura, al alcalde, o a los tres a la vez, para mediar en los asuntos espinosos.
Donde yo vivía ocurría lo mismo, veíamos por la calles a todos ellos con otros nombres, claro. El bar estaba lleno de hombres y de conchas de caracoles en el suelo, respetábamos al cura y lo llamábamos Padre, saludábamos muy amablemente al entrar en las tiendas. El maestro o el alcalde eran figuras de prestigio como lo eran los que tenían más dinero sólo por el hecho de tenerlo.
Cuando eres niña crees que todo está bien como está, pero llega un día en que te empiezas a hacer preguntas, primero en tu interior, después verbalizándolas, y así es como se acaba tu inocencia más pura. Rememoro algunas de las respuestas que me dieron entonces con tanta nitidez como si las escuchara en este preciso instante, y fueron tan injustas que me hicieron darme cuenta muy pronto que no todos los mayores tenían razón. Que la edad no da criterio ni equidad, y que se puede ser un reverendo gilipollas y actuar de la forma más deshonesta para con el resto a cualquier edad.
Aquella serie me dejó traumatizada por un hecho que recuerdo y del que no he comprobado su veracidad. Un gimnasio, un alumno, una caída y la muerte. Lo mismo mi cabeza se lo ha inventado, he de seguir viendo esos capítulos para corroborarlo. (Duda resuelta, id a Entre puntos y bajona)
Me asombra mucho la cabecera de la serie, los créditos, que fueron cambiando a mejor sin dejar completamente el uso del zoom pero suavizándolo ostensiblemente. Aquellas primeras entradillas eran terribles por su montaje a trompicones, cortes bruscos, desenfoques, etc. a ritmo de aquella melodía pegadiza, que ahora sé eran arreglos sin letra de una canción de Cliff Richards & The Shadows, y cuyo título no podía ser otro que “I could easily fall in love with you”.
Podría y lo hice, y ahora estoy pagando caro el dejarme llevar.
He recordado la serie estos días mientras intento olvidarte, y todo por un coletero llamado Amor en Tokio: dos bolas unidas por una goma elástica que al enlazarse sujetaban el cabello, y que si se soltaban hacían bastante daño.