Miro el techo de mi habitación
con los ojos todavía pesarosos por el sueño. No me muevo durante los minutos en
los que, poco a poco, tomo conciencia del despertar. He pasado de estar
saboreando algo líquido a ir de copiloto en un vehículo por una ciudad a
velocidad de la luz, bajar por unas amplias escaleras, prohibidas sin duda a
los coches, hasta parar el motor en una plazoleta donde hemos aterrizado
abroncando al conductor. Todos son adolescentes menos yo. En el sueño me
pregunto si ya soy conserje o estoy organizando un evento masivo en un museo.
La alarma del reloj me recuerda
que he de llamar al 1470 y tener una agradable conversación sobre una factura
indebida. Me muero de ganas. Sin despegar mi cabeza de la almohada, me giro
lentamente hacia la derecha. A través del visillo inmóvil ya es de día. Los
pajarillos cantan y el sol pega tímido en el edificio de enfrente. Estoy muy
cansada y aún no he puesto un pie fuera de la cama, pero mis necesidades
fisiológicas me ponen en marcha.
Me pregunto dónde quedaron las
alegrías de mi juventud, qué hay de ese futuro que imaginé feliz y del vivir la
vida sin miedos, saboreando cada hora.
Si algo bueno tiene este piso que
habito son las vistas y no lo digo porque den a un Central Park o al mar, pero
me agrada ver los campos y las casas diseminadas más allá de la carretera, y
las montañas, y la urbanización donde una vez tuvimos casa familiar. Esa montaña siempre ha estado
ahí, la miro mientras escribo esto. ¿Notará ella mi presencia en la lejanía?
Seguro que no, cada día me hago más invisible.
Hasta aquí llegan aromas de los
purines desde una granja cercana, mas no me es molesto el olor a excremento de
cerdo en absoluto. Nunca lo ha sido pese a mi olfato delicado que dice mi
hermano pequeño que tengo. Al contrario, me trae recuerdos vívidos de la
cercanía de mi pueblo y de la casa de mis abuelos maternos, donde la vida era
sencilla, o eso me parecía a mí.
Algo minúsculo se mueve por el
vidrio de la ventana. Será alguno de esos cuerpos flotantes que han quedado
como recuerdo de aquel día de fallas en el que se desprendió mi vítreo del ojo
izquierdo. Sé con certeza lo que pasó: llevaba dieciocho días sin hablar con
una persona, había decidido despegarme lo más posible para no sufrir, aunque
sufría su falta más si cabe. Escuché la notificación personalizada en mi
teléfono móvil, era él. Tembló todo mi cuerpo y el vítreo se resquebrajó, hasta
creí escuchar el crujido. Al principio pensé que sería algo pasajero, pero no,
aquel comienzo de primavera me dejó una marca para siempre como me confirmó el
oftalmólogo que me atendió en urgencias.
Sigo viendo algo en la ventana.
Me acerco. Un cuerpecito rechoncho mueve sus patitas por el vidrio sin
inmutarse por mi aparición repentina. Saco la cabeza al exterior para poder
disfrutar del otro lado de ese bichito, una mariquita que brilla bajo el sol
trasladando su color rojo cereza intenso a mis ojos sedientos de color. Es
preciosa. Echa a volar dejándome con una sonrisa de alegría y el gemido previo
al llanto repentino. No sé cuánto tengo de Lyrica y cuánto de mí en este estado
de sentirme nada.
¿La vida es sólo lo que pasa o
también lo que no sucede? Porque en la mía tengo mucho más de esto segundo. Hay
épocas en las que crees que eres inmortal, invencible, en la que te afectan
pocas cosas, y otras en las que sientes que el cúmulo de desgracias te marca a
fuego, incluso gente que podría ser considerada de mierda han agujereado tu
alma, esa que creías inquebrantable y que llevas años mostrando fuerte de cara
a la galería. Cuando te vienes abajo, porque nadie puede fingir siempre, llega la desaparición. Los que realmente importan bien poco, lo sé, esto es como hacer
limpieza a fondo. Feng shui de mochila.
Me duele el hombro, la pierna, y
la cadera, y no por este orden. Digo adiós sin acritud a la medicación de la que he ido bajando la dosis durante esta última semana y media; total, ya ni siquiera me hacía flotar y pasar de todo como antes, y además, que me apetece beber una cerveza bien fría en buena compañía.
Han pasado dos semanas desde
que comencé a escribir esto, y esta mañana me encuentro en la misma posición, más en calma,
eso sí, pero con la misma decepción. Abro los ojos y veo la lámpara de papel de
arroz colgando en su lugar todavía a oscuras. No ha amanecido. Quiero dormir
más, soñar cosas agradables que hagan mi día feliz. Siempre apoyándome en la ficción.
Busco el porvenir en mis manos,
en mis ojos frente al espejo, en ese cielo abierto que diviso a través de la ventana. Pienso
que este día, esta mañana, no se volverá a repetir y me incorporo rápida, no
quiero perder ni un segundo.
Me gustan estas jornadas previas a fallas, por la luz,
por la locura transitoria que está por llegar. Mi bunyolera favorita es una señora de ochenta años que este año no cocinará
esa maravilla de calabaza con la que me deleito cada año; sus hijos le han
dicho que ya está bien de trabajar y se han llevado todos los bártulos a otro pueblo
lejos de éste, para evitar la tentación de abrir el puesto junto a la
pastelería. Una pena para mí, pero ya sabemos que nada dura para siempre y la
mujer se ha ganado un buen descanso. Siempre he comido sus buñuelos en cuanto se
plantaba el delantal, mi madre los traía a casa sin falta. Después, con los aceites requeteusados, no los vuelvo a
probar ahí ni en ningún otro puesto.
foto©AnaMeca2019 |
La primavera me da ganas de hacer montones de cosas. Entre estudio y tareas domésticas, ando liada con un bolso y un monstruo de ganchillo.Y quiero pasear, callejear, leer al sol. Ir sola por las calles me permite escuchar todos los sonidos y el ajetreo que convierten a la ciudad y a este pueblo en un lugar tomado por las detonaciones de la pólvora, pero este año prefiero la compañía. Si no puedes compartir lo bueno, no parece tan bueno.