martes, 12 de marzo de 2019

La Lyrica y yo: historia de un final sin rencor


Miro el techo de mi habitación con los ojos todavía pesarosos por el sueño. No me muevo durante los minutos en los que, poco a poco, tomo conciencia del despertar. He pasado de estar saboreando algo líquido a ir de copiloto en un vehículo por una ciudad a velocidad de la luz, bajar por unas amplias escaleras, prohibidas sin duda a los coches, hasta parar el motor en una plazoleta donde hemos aterrizado abroncando al conductor. Todos son adolescentes menos yo. En el sueño me pregunto si ya soy conserje o estoy organizando un evento masivo en un museo.

La alarma del reloj me recuerda que he de llamar al 1470 y tener una agradable conversación sobre una factura indebida. Me muero de ganas. Sin despegar mi cabeza de la almohada, me giro lentamente hacia la derecha. A través del visillo inmóvil ya es de día. Los pajarillos cantan y el sol pega tímido en el edificio de enfrente. Estoy muy cansada y aún no he puesto un pie fuera de la cama, pero mis necesidades fisiológicas me ponen en marcha.

Me pregunto dónde quedaron las alegrías de mi juventud, qué hay de ese futuro que imaginé feliz y del vivir la vida sin miedos, saboreando cada hora.

Si algo bueno tiene este piso que habito son las vistas y no lo digo porque den a un Central Park o al mar, pero me agrada ver los campos y las casas diseminadas más allá de la carretera, y las montañas, y la urbanización donde una vez tuvimos casa familiar. Esa montaña siempre ha estado ahí, la miro mientras escribo esto. ¿Notará ella mi presencia en la lejanía? Seguro que no, cada día me hago más invisible.

Hasta aquí llegan aromas de los purines desde una granja cercana, mas no me es molesto el olor a excremento de cerdo en absoluto. Nunca lo ha sido pese a mi olfato delicado que dice mi hermano pequeño que tengo. Al contrario, me trae recuerdos vívidos de la cercanía de mi pueblo y de la casa de mis abuelos maternos, donde la vida era sencilla, o eso me parecía a mí.

Algo minúsculo se mueve por el vidrio de la ventana. Será alguno de esos cuerpos flotantes que han quedado como recuerdo de aquel día de fallas en el que se desprendió mi vítreo del ojo izquierdo. Sé con certeza lo que pasó: llevaba dieciocho días sin hablar con una persona, había decidido despegarme lo más posible para no sufrir, aunque sufría su falta más si cabe. Escuché la notificación personalizada en mi teléfono móvil, era él. Tembló todo mi cuerpo y el vítreo se resquebrajó, hasta creí escuchar el crujido. Al principio pensé que sería algo pasajero, pero no, aquel comienzo de primavera me dejó una marca para siempre como me confirmó el oftalmólogo que me atendió en urgencias.

Sigo viendo algo en la ventana. Me acerco. Un cuerpecito rechoncho mueve sus patitas por el vidrio sin inmutarse por mi aparición repentina. Saco la cabeza al exterior para poder disfrutar del otro lado de ese bichito, una mariquita que brilla bajo el sol trasladando su color rojo cereza intenso a mis ojos sedientos de color. Es preciosa. Echa a volar dejándome con una sonrisa de alegría y el gemido previo al llanto repentino. No sé cuánto tengo de Lyrica y cuánto de mí en este estado de sentirme nada.
¿La vida es sólo lo que pasa o también lo que no sucede? Porque en la mía tengo mucho más de esto segundo. Hay épocas en las que crees que eres inmortal, invencible, en la que te afectan pocas cosas, y otras en las que sientes que el cúmulo de desgracias te marca a fuego, incluso gente que podría ser considerada de mierda han agujereado tu alma, esa que creías inquebrantable y que llevas años mostrando fuerte de cara a la galería. Cuando te vienes abajo, porque nadie puede fingir siempre, llega la desaparición. Los que realmente importan bien poco, lo sé, esto es como hacer limpieza a fondo. Feng shui de mochila.

Me duele el hombro, la pierna, y la cadera, y no por este orden. Digo adiós sin acritud a la medicación de la que he ido bajando la dosis durante esta última semana y media; total, ya ni siquiera me hacía flotar y pasar de todo como antes, y además, que me apetece beber una cerveza bien fría en buena compañía.



Han pasado dos semanas desde que comencé a escribir esto, y esta mañana me encuentro en la misma posición, más en calma, eso sí, pero con la misma decepción. Abro los ojos y veo la lámpara de papel de arroz colgando en su lugar todavía a oscuras. No ha amanecido. Quiero dormir más, soñar cosas agradables que hagan mi día feliz. Siempre apoyándome en la ficción.

Busco el porvenir en mis manos, en mis ojos frente al espejo, en ese cielo abierto que diviso a través de la ventana. Pienso que este día, esta mañana, no se volverá a repetir y me incorporo rápida, no quiero perder ni un segundo. 

Me gustan estas jornadas previas a fallas, por la luz, por la locura transitoria que está por llegar. Mi bunyolera favorita es una señora de ochenta años que este año no cocinará esa maravilla de calabaza con la que me deleito cada año; sus hijos le han dicho que ya está bien de trabajar y se han llevado todos los bártulos a otro pueblo lejos de éste, para evitar la tentación de abrir el puesto junto a la pastelería. Una pena para mí, pero ya sabemos que nada dura para siempre y la mujer se ha ganado un buen descanso. Siempre he comido sus buñuelos en cuanto se plantaba el delantal, mi madre los traía a casa sin falta. Después, con los aceites requeteusados, no los vuelvo a probar ahí ni en ningún otro puesto.
foto©AnaMeca2019

La primavera me da ganas de hacer montones de cosas. Entre estudio y tareas domésticas, ando liada con un bolso y un monstruo de ganchillo.Y quiero pasear, callejear, leer al sol. Ir sola por las calles me permite escuchar todos los sonidos y el ajetreo que convierten a la ciudad y a este pueblo en un lugar tomado por las detonaciones de la pólvora, pero este año prefiero la compañía. Si no puedes compartir lo bueno, no parece tan bueno.