Esta mañana he encontrado la pulsera que me regalaste en nuestro primer invierno de tres, (sí, esa que perdí hace dos años) y al encontrarla me he dado cuenta del tiempo que hacía que no metía las manos en esa chaqueta de lana marrón chocolate, ¡qué cosas!
Cuando me la puse en la muñeca la primera vez, supe que todo tu amor y deseo hacia mí estaba concentrado en esas dos tiras púrpura. No fue algo que estuviera escrito en ningún sitio, no lo dije en voz alta ni lo pensé…sólo supe que desde el momento de tocarla, todo tú estabas rodeando mi muñeca flaca y te aseguro que entonces me pareció mucho. Por eso mismo, al perderla de vista, fue como si algo latente e invisible me zarandeara para comunicarme con runrún obstinado, que la pérdida de esa pulsera era algo más que un simple extravío de un objeto minúsculo.
Entonces los kilómetros se multiplicaron por diez, cien, mil, ¿te lo imaginas? Lejos, estabas lejos, mucho, y aun así, me llamabas con palabras dulces. Y aunque me regalaras otra similar para paliar la pérdida de la primera, y estuviéramos por un tiempo pegados el uno al otro de nuevo, aquéllo que una vez hubo, se perdió al cruzar una cadena montañosa.
Durante esos días empezó todo lo malo entre tú y yo, transcurrieron los hechos de la peor manera posible: la tuya.
Como te decía, hoy he metido la mano en los bolsillos de una chaqueta, he sacado esa pulsera, y he sonreído con cariño, sin sorprenderme, sólo vocalizando mentalmente un ¡anda!
Ahora es una pulsera más, ya no queda nada de lo que un día hubo, de lo que al mirarla vi, nada.