A veces pongo un poco de orden en
la habitación que he bautizado como Taller. Ovillos por estrenar, otros a
medias, restos de hilos y algodones que voy acumulando en cestas de mimbre, cajas de
madera y otras variaciones en tela rígida que ya están saturadas. Por otro lado,
tengo fieltros, cintas de raso o similares, cuentas de vidrio de muchísimas
clases y colores, de plástico, de madera, agujas, ganchillos, hilos para
bordar, algunos bastidores de madera, papeles, telas y luego están los botones,
que hace un par de semanas reuní en una misma cajita de cartón muy mona porque
no son muchos.
He ido al salón de casa, que no
piso a no ser que sea estrictamente necesario, y me he topado con una caja
metálica de esas de galletas danesas de mantequilla ideales para tomar con el
té. La he agitado por si estaba vacía y, al escuchar el sonido que ha provocado
mi movimiento de vaivén, he recordado
que era una caja llena de botones que mi madrina tenía en su casa de Lorca y
que dio a mi madre, su hermana, por si algún día le venía bien para sus labores
de costura.
Antes de abrir esa caja que tenía
olvidada, me he acordado de mi chacha Carmen, cuñada de mi madrina, que a su
vez guardaba una cajita de lata rectangular
que me encantaba, de cuando el plástico no había invadido todas las formas posibles
de contener, una caja de algún chocolate o dulce de antaño colmada de botones
en mezcolanza.
Hablando de posesión y objetos,
podría dividir a mi familia en dos: la facción que tiende a guardar cosas por
si acaso, y la otra que no guarda nada y lo tira todo. Reconozco mi pertenencia
a la primera, y admito mi predilección por los botones al mogollón. ¿Qué si he
pensado alguna vez en organizarlos por colores y tamaños? Claro, infinidad,
pero el placer de rebuscar con los dedos de una mano y escuchar una y otra vez
el sonido de choque entre ellos y la caja metálica se perdería de todas, todas.
Me es tan querido ese soniquete que no deseo que eso ocurra. Muchos recuerdos
desde la infancia con esas cajitas frías en las manos, cuando a los ocho o nueve
años me permitieron abrirla por primera vez. Antes tuve que conformarme con
mirar embelesada a mi chacha ir a por ella a la cómoda de su cuarto, traerla y con
suma delicadeza abrirla a la luz de la entrada de la casa, donde se abría el
patio delantero, para buscar un botón igual al extraviado de su rebeca. (Nota: intentar
recuperar esa caja si todavía existe.)
Abro la caja redonda, que ya me
pertenece, porque mi madre es de la otra parte de la familia y me los ha dejado
ahí para que me los quede, y puedo ver al primer golpe de vista un caos monumental,
y cuando pongo atención aparecen ante mí botones imposibles, de nácar,
minúsculos, enormes, metálicos, navales, de plástico, botones en los que ves cómo
un error de fabricación ha creado un diseño propio que no está nada mal,
muchísimos botones en colores que van del blanco transparente, pasando por el
gris hasta llegar al negro, tono de luto por excelencia, los que más hay por
cosas de los pueblos. Escarbando me encuentro algunos con matices de color
verde y los aparto para un diseño que quiero hacer. Uno se repite hasta cuatro,
seis veces, y me alegra.
Foto©AnaMeca2019 |
En las películas donde los adultos encuentran cajas de recuerdos de infancia, casi siempre hay cromos y, al menos, un botón, que como objeto me fascina desde que mi madre me enviaba con seis años a la paquetería (antes los comercios no tenían más nombre que el de los productos que vendían o como mucho el de las personas que los regentaban; de ahí viene lo de: ve a Cal sordo, a la tienda, a la lechería, o donde Albertín).
En la paquetería había expuesta una
muestra de cada modelo en los frentes de los estrechos cajones de un mueble muy
alto de madera que María tenía detrás. Menos mal que ella lo tenía todo organizado
porque, de no haber sido así, imaginadme esperando el turno unos cuantos días. Ir
a comprar allí era como meterse en un agujero negro, sabías cuando llegabas,
pero no cuando ibas a salir. El marido de María me resultaba antipático, y
rezaba porque no me atendiera él, me trataba como si fuera una mocosa molesta, aunque
era muy hosco en general. Sin embargo, la delicadeza de ella fluctuaba en la
línea de tiempo de una manera propia mucho más lenta que le venía de naturaleza.
Me gustaba el aroma que se respiraba
a puntillas e hilos y la forma en cómo medía las cintas o las gomas elásticas. Siempre
añadía unos treinta centímetros de más que yo me tomaba como un regalo especial,
aunque viese que lo hacía a todas.
Por aquella época, mi madre tenía
una rebeca (qué preciosa palabra para una prenda de vestir) color malva con
unos botones totalmente esféricos al
tono que yo quería ponerme cuando fuera algo mayor; pensaba que un día sería de
mi talla y ella me diría: Nena, póntela, te quedará bien. Pero mi madre, como
ya he comentado, nunca ha sido de encariñarse con las cosas materiales, y la
regaló a la hija mayor de la casa del callejón, antes de que yo cumpliera los
diez. Cuando me enteré me entristecí un poco, luego pensé que aquella muchacha,
nacida en una familia numerosísima, abocada al sufrimiento y a la penuria, también
se merecía disfrutar de la generosidad de mi madre, que siempre ha dado y da lo
que tiene a cambio de nada.
Los que menos tienen son los que
más dan, esta no es una frase de mierda, en el caso de mi madre es la
pura verdad.
Recojo botones y lanas, razón aquí
Tus textos tienen una magia que te lleva rápidamente al pasado. Me gusta como escribes.
ResponderEliminarFran
Todo un mundo ese de los botones, yo me hacía yoyós con aquellos enormes que mi abuela guardaba de sus abrigos. El género de las mercerías y los refinos como le llamamos aquí en Cádiz , más bien le llamábamos pues esos comercios de especialidades con cintas, ribetes, encajes, cremalleras y otras maravillas escasean hoy día.
ResponderEliminarMe ha encantado tu caja y tu texto que me han traído muy buenos recuerdos.