domingo, 27 de enero de 2019

La caja de botones


A veces pongo un poco de orden en la habitación que he bautizado como Taller. Ovillos por estrenar, otros a medias, restos de hilos y algodones que voy acumulando en cestas de mimbre, cajas de madera y otras variaciones en tela rígida que ya están saturadas. Por otro lado, tengo fieltros, cintas de raso o similares, cuentas de vidrio de muchísimas clases y colores, de plástico, de madera, agujas, ganchillos, hilos para bordar, algunos bastidores de madera, papeles, telas y luego están los botones, que hace un par de semanas reuní en una misma cajita de cartón muy mona porque no son muchos.

He ido al salón de casa, que no piso a no ser que sea estrictamente necesario, y me he topado con una caja metálica de esas de galletas danesas de mantequilla ideales para tomar con el té. La he agitado por si estaba vacía y, al escuchar el sonido que ha provocado mi movimiento  de vaivén, he recordado que era una caja llena de botones que mi madrina tenía en su casa de Lorca y que dio a mi madre, su hermana, por si algún día le venía bien para sus labores de costura.

Antes de abrir esa caja que tenía olvidada, me he acordado de mi chacha Carmen, cuñada de mi madrina, que a su vez  guardaba una cajita de lata rectangular que me encantaba, de cuando el plástico no había invadido todas las formas posibles de contener, una caja de algún chocolate o dulce de antaño colmada de botones en mezcolanza.

Hablando de posesión y objetos, podría dividir a mi familia en dos: la facción que tiende a guardar cosas por si acaso, y la otra que no guarda nada y lo tira todo. Reconozco mi pertenencia a la primera, y admito mi predilección por los botones al mogollón. ¿Qué si he pensado alguna vez en organizarlos por colores y tamaños? Claro, infinidad, pero el placer de rebuscar con los dedos de una mano y escuchar una y otra vez el sonido de choque entre ellos y la caja metálica se perdería de todas, todas. Me es tan querido ese soniquete que no deseo que eso ocurra. Muchos recuerdos desde la infancia con esas cajitas frías en las manos, cuando a los ocho o nueve años me permitieron abrirla por primera vez. Antes tuve que conformarme con mirar embelesada a mi chacha ir a por ella a la cómoda de su cuarto, traerla y con suma delicadeza abrirla a la luz de la entrada de la casa, donde se abría el patio delantero, para buscar un botón igual al extraviado de su rebeca. (Nota: intentar recuperar esa caja si todavía existe.)

Abro la caja redonda, que ya me pertenece, porque mi madre es de la otra parte de la familia y me los ha dejado ahí para que me los quede, y puedo ver al primer golpe de vista un caos monumental, y cuando pongo atención aparecen ante mí botones imposibles, de nácar, minúsculos, enormes, metálicos, navales, de plástico, botones en los que ves cómo un error de fabricación ha creado un diseño propio que no está nada mal, muchísimos botones en colores que van del blanco transparente, pasando por el gris hasta llegar al negro, tono de luto por excelencia, los que más hay por cosas de los pueblos. Escarbando me encuentro algunos con matices de color verde y los aparto para un diseño que quiero hacer. Uno se repite hasta cuatro, seis  veces, y me alegra.

Foto©AnaMeca2019

En las películas donde los adultos encuentran cajas de recuerdos de infancia, casi siempre hay cromos y, al menos, un botón, que como objeto me fascina desde que mi madre me enviaba con seis años a la paquetería (antes los comercios no tenían más nombre que el de los productos que vendían o como mucho el de las personas que los regentaban; de ahí viene lo de: ve a Cal sordo, a la tienda, a la lechería, o donde Albertín).

En la paquetería había expuesta una muestra de cada modelo en los frentes de los estrechos cajones de un mueble muy alto de madera que María tenía detrás. Menos mal que ella lo tenía todo organizado porque, de no haber sido así, imaginadme esperando el turno unos cuantos días. Ir a comprar allí era como meterse en un agujero negro, sabías cuando llegabas, pero no cuando ibas a salir. El marido de María me resultaba antipático, y rezaba porque no me atendiera él, me trataba como si fuera una mocosa molesta, aunque era muy hosco en general. Sin embargo, la delicadeza de ella fluctuaba en la línea de tiempo de una manera propia mucho más lenta que le venía de naturaleza.
Me gustaba el aroma que se respiraba a puntillas e hilos y la forma en cómo medía las cintas o las gomas elásticas. Siempre añadía unos treinta centímetros de más que yo me tomaba como un regalo especial, aunque viese que lo hacía a todas.

Por aquella época, mi madre tenía una rebeca (qué preciosa palabra para una prenda de vestir) color malva con unos botones totalmente esféricos  al tono que yo quería ponerme cuando fuera algo mayor; pensaba que un día sería de mi talla y ella me diría: Nena, póntela, te quedará bien. Pero mi madre, como ya he comentado, nunca ha sido de encariñarse con las cosas materiales, y la regaló a la hija mayor de la casa del callejón, antes de que yo cumpliera los diez. Cuando me enteré me entristecí un poco, luego pensé que aquella muchacha, nacida en una familia numerosísima, abocada al sufrimiento y a la penuria, también se merecía disfrutar de la generosidad de mi madre, que siempre ha dado y da lo que tiene a cambio de nada.
Los que menos tienen son los que más dan, esta no es una frase de mierda, en el caso de mi madre es la pura verdad.

Recojo botones y lanas, razón aquí


2 comentarios:

  1. Tus textos tienen una magia que te lleva rápidamente al pasado. Me gusta como escribes.
    Fran

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  2. Todo un mundo ese de los botones, yo me hacía yoyós con aquellos enormes que mi abuela guardaba de sus abrigos. El género de las mercerías y los refinos como le llamamos aquí en Cádiz , más bien le llamábamos pues esos comercios de especialidades con cintas, ribetes, encajes, cremalleras y otras maravillas escasean hoy día.
    Me ha encantado tu caja y tu texto que me han traído muy buenos recuerdos.

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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea