miércoles, 16 de octubre de 2019

En busca de la cordura

A estas alturas resulta absurdo, cuando no insultante, creer que inventamos algo nuevo con todo eso de los alimentos ecológicos, la cosmética natural, la no utilización masiva del plástico, etc. Nos pasamos la vida buscando soluciones a los desperfectos que nosotros mismos hemos provocado. Doble trabajo. Olvidar lo aprendido, aniquilarlo e intentar buscar las vías para volver a aprender.

¡Cuánta sandez! Definimos actuaciones con palabras en inglés y nos creemos los amos del cortijo. Señoras y señores, comprar legumbres a granel, utilizar bolsas de red (chivatas que decía mi abuela materna), de tela de algodón...eso ya lo hacíamos el siglo pasado. Me parece perfecto que se adopten las viejas formas, pero no me las vendáis como algo que se os acaba de ocurrir, porque no cuela.

Tengo recuerdos nítidos de comprar la leche llevando mi propio recipiente, de ver cómo la lechera (la señora que la vendía en una pequeña habitación de una casa baja en la calle Reyes Católicos) medía la cantidad pasándola de una jarra a otra. Un bonito ceremonial que disfrutaba cuando todavía no existía la premura, las prisas para todo, al menos siendo niña yo no la percibía.
Devolvíamos los cascos, las botellas de vidrio, con la normalidad más absoluta. Lógico, coherente, llamadlo como queráis. Reutilizar.


Te pesaban las frutas y verduras (que pedías a razón de peso y dureza: patatas, melón, sandía,...) en el cestillo de la báscula y lo volcaban en tu cesto de paja o en la chivata. Así de sencillo y sin utilizar bolsas intermedias que separaran la comanda. 
Poco plástico vi entonces. Recuerdo la primera caracola rellena de chocolate que comí en mi vida en la tienda de una compañera del cole. Sublime, exquisita. Me la dieron envuelta en un papel algo burdo, rústico. Ahora te pelan las mandarinas y colocan los gajos en bandeja cubierta con film transparente. ¡Toma ya! Nos estamos volviendo unos inútiles desconsiderados de cuidado, sin darnos cuenta de que todo lo malo que hagamos tiene consecuencias desastrosas para la vida.

Rememoro con cariño una de las primeras cosas que me permitieron hacer en la cocina las mujeres de mi familia, volcar lentejas en un plato y, con cuidado y mucha atención, separarlas entre sí con las yemas de los dedos en busca de cualquier piedra minúscula o cosucha que no fuese lenteja antes de ponerlas a remojo para el guiso del día siguiente. Me resultaban fascinantes esos quehaceres de cocina por la calma que transmitían y por las charlas que sucedían entre mujeres. Esas manos ágiles que con maestría eliminaban los extremos de las judías verdes para el hervido de la noche, cómo echo de menos aquellos momentos de complicidad donde la tranquilidad reinaba sin esforzarnos, esa calma se esfumó de repente, yo creo que con la llegada de las responsabilidades.

Has de estudiar mucho, te dicen. Se nos educó memorizando y siguiendo unas normas de cuya moral dudé a partir de los catorce años. Somos autómatas a los que se les exige el éxito desde el principio y a un ritmo acelerado: quieren un bebé que ande pronto, que hable antes que el hijo del vecino, que haga monerías para exhibirlo delante de los conocidos. Algo que siempre he repudiado es obligar a los pequeños a dar besos a diestro y siniestro a personas que no conocen de nada. La de babas, sudores y pinchazos de barbas de aquellos hombres y mujeres que me tuve que comer con patatas.
Los besos se dan cuando se desea, ni por encargo ni por lástima y menos para demostrar que sabes obedecer a tus mayores.
Pues eso, que memorizamos y se nos pone nota, pero no se nos enseña a valorar lo que tenemos, a empatizar, a saber gestionar las emociones, a ser una buena ciudadana, respetuosa con los demás y con la tierra. El éxito se traduce en cuánto dinero ganas con el oficio que tienes y no, me cago en todo eso.

No estamos inventando nada nuevo, dejémonos de tonterías, sigamos con lo lógico, lo aprendido en nuestra niñez. No malgastar el agua ni los alimentos, ser agradecido, respetar, reciclar, reutilizar, dar nueva vida a los objetos, a la ropa.
Qué costumbre la nuestra de tirar algo que ya no es de hoy, lo de antes de ayer no sirve, está obsoleto.

Toda mi vida he valorado las cosas, y lo que la tierra da, y eso que alguno de mis familiares me decía: nena, eso no vale nada, es viejo. Me daba igual aquellas palabras, nunca desprecié algo por ser de otra época, o por estar usado. Siempre he mirado las cosas con respeto y cariño.

Uso ropa que tengo desde hace 20 años, mi exprimidor de naranjas es de los primeros años 70, calidad Braun, doy prendas y me dan, siempre me ha gustado saber hacer cosas con las manos, cualquier forma de artesanía para mí es magia. Me encanta prestar libros y que me los presten. El cambalache, la permuta también es algo agradecido.

Que alguien piense en mí y me traiga olivicas, vermú, mosto del pueblo, especias o mermeladas caseras con la fruta de temporada, me conoce bien. Los gastrosouvenir son de las mejores cosas que existen. Soy feliz al recibirlos.

Echo de menos el vivir más pausado. Ahora que puedo me recreo cada día un rato en mirar por la ventana y observar mi horizonte. Parece nada, pero para mí es mucho. Ningún atardecer es igual a otro.¡Qué poco miramos más allá de nosotros!En esos momentos, y cuando camino a solas por el puente que cruza el Ebro, verdaderamente siento que soy. 

Acepto la inmediatez sólo cuando se trata de verdad, de honestidad; porque en ese instante no vale la pérdida de tiempo en vaguedades y otros cuentos a medias.

Me molestan las prisas que veo en la calle, ahí abajo, y el que todo tenga que ser para ya, los gritos del que ha intentado robar en el supermercado y los de los trabajadores que han salido en bandada a por él. A pesar de esa violencia momentánea que me pone un nudo en el estómago, respiro hondo y miro la luz que colorea ese cielo infinito, y me llega, ya sin gritos, la misma calma que cuando hago ganchillo.

Perdonad si no vibro al compás de mis semejantes. Quizá es porque, en palabras del Walden de Thoreau, oigo una música diferente. Aunque lo que llevo unos días escuchando es el cli-cli sutil de algo que no sé si viene de mi cabeza, de algún insecto que ha hecho hogar en mi salón o es el roce de algo en la ventana o en mi silla de enea. Con esa neura estoy.

3 comentarios:

  1. Un texto muy acertado, eres y escribres genial!!

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  2. Phss... no sabía que escribieras tan bien. Aprovecha tu experiencia y conviértela en literatura. Deberías intentar escribir una novela y/o relatos. Estás preparada. Lo demás será trabajar y pulir. Créeme.

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  3. Mi cuña que bien escribe ....

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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea