Desde que me despidieran hace un
año y medio, la rabia por el descrédito que sentí me ha vuelto una persona
intransigente según con quién o qué cosas. No soporto la hipocresía, al
miserable, el clasismo, el que va por el mundo arrasando sin conciencia
colectiva social, el gasto inconmensurable de recursos que aplastan a los menos
favorecidos y hacen subir el poder adquisitivo de unos pocos, la suciedad en
general del espíritu humano y de la tierra. No soporto al que vive muy bien y
llora su situación para él de penuria; su queja me resulta deplorable y
vomitiva. A ese punto he llegado.
Durante mi vida he sido muchas
veces testigo de la falta de humildad y respeto en las personas que por su fe y
creencias deberían mostrar, siendo lo
que más las identifica ese sentimiento de clase del yo arriba y tú por debajo.
Hasta un simple obrero encuentra a quien doblegar y hacer súbdito de él mismo. El
hombre como especie convive con ese sentido de poder que ve bien el éxito del
defraudador, del pisoteador y aprovechado, del abuso, y por el contrario, desprecia la honestidad y el sentido de justicia social.
Desde que me despidieron hace un
año y medio en mi cabeza empezaron a resonar con fuerza voces que me decían ‘no
aguantar más a gente mediocre ostente el cargo que ostente y que no respeta’.
Se puede ser miserable e incapaz
y creerse por encima de otros. Se acabó aguantar sin rechistar la hipocresía, dejar
de hablar de lo que es justo. Porque vivir una vida en precario te crea tal
estado de ansiedad a perpetuidad que acabas viendo una persona que nunca fuiste,
sin autoestima, sin energía, mermada aún más por la enfermedad, e invisible.
A pesar de todo y contra todos
quiero seguir haciendo las cosas bien. Y sí, navego entre altos y bajos de una
depresión no tratada, y la melancolía, manteniendo un pie en el presente haciendo
juegos de equilibrio. No quiero preguntarme qué será de mi vida de aquí a unas semanas
porque me da vértigo imaginar según qué cosas. Sólo quiero pensar con qué color
de algodón haré la parte de arriba de un bikini para estar en casa.
En este tiempo vivido he
aprendido una cosa: sin empatía ni solidaridad real (no la falsa caridad a la
que juegan muchos creyentes) no se puede avanzar ni vivir ni salir de situaciones
dramáticas como la que ahora, tristemente, estamos viviendo.
Confieso que llevo muchos años
pensando en que la Humanidad necesitaba una pausa, un reseteo. Que el ritmo frenético
nos haría petar de alguna forma. Me imaginaba una caída de Internet masiva o
algo así, y ha sido un virus el culpable de que todos tengamos que paralizar
nuestras vidas, que por llevar meses más o menos auto-confinada en mi casa, (mi
casa que es del banco) llevo de manera aceptable.
De este parón me gusta mucho el
silencio de las fábricas y del tráfico rodado que me despertaban siempre sobre
las cinco menos cuarto de la madrugada y ya no me dejaba dormir, menos descansar.
Me gusta escuchar los pájaros que no entienden de pandemias y siguen al margen
de lo que nos ocurre a los humanos; a ellas, las aves que pueblan los tejados y
la salida de humos de mi cocina, les dejo hebras sobrantes de las labores de ganchillo
que tengo entre manos, para que las lleven a sus nidos y los hagan más
confortables. Desaparecen de la repisa, quiero pensar que han captado mi
mensaje.
Me gusta el aroma que después de
veintitantos días huelo desde mi ventana: a flores, plantas, a limpio. Como
si viviera en el campo y estuviera por estrenar. ¡Qué gozada sería si no fuera
por lo que es!
Me muevo entre la profunda
tristeza de la muerte y la enfermedad y la alegría de saber que si hay voluntad
podemos volver a ser una tierra limpia. Que si hay voluntad, empatía y fraternidad, saldremos de todas. Pero luego recuerdo mi fe en el ser humano, que
está bajo mínimos, y sé que tras los aplausos que emocionan cada día, cuando
esto pase, nos olvidaremos de todo como olvidamos otras tantas veces las
guerras, la violencia, las injusticias, el medioambiente masacrado,… y no aprenderemos nada que unos pocos no supiéramos ya.
Dejadme que hoy me quede con esto,
lo más maravilloso de estos últimos tiempos: este aire limpio de naturaleza pariendo
una nueva primavera.
Me he quedado apoyada en la
ventana sin hacer nada más que respirar.
No hacer ni pensar en nada, ¡qué
maravilla!
Hoy más que nunca ¡Feliz día
Mundial de la Salud!