domingo, 29 de septiembre de 2013

En el tren

El tren es mi transporte favorito de toda la vida. Siempre con su traqueteo melancólico, las paradas en todas las estaciones,  sus olores, sus sonidos característicos, perennes en la memoria de la niña que pasaba los veranos en casa de sus abuelos. 365 km de eternidad novelesca.
Y antes de emprender el viaje, ese alboroto en las tripas, ese nerviosismo total,…Con todo lo que una ha ido de aquí para allá, y viceversa, y todavía me pasa.

La pasión puede llegarle a uno inesperadamente (dice Manuel Vicent en su columna de hoy 29/09/2013 Tren correo).
Yo sucumbí a ella en un tren con trayecto Málaga-Valencia, muy joven y con las hormonas totalmente revolucionadas (las sigo teniendo ahora, lo digo como dato). 


Así era yo. Aquí con el chuli, el cabra y el pá, etc., la pandilla malagueña que hicimos. Parecemos sacados de la película de Carlos SauraDeprisa, deprisa” ¿verdad?
  Ellos me enseñaron los primeros pasos de sevillanas que acabé bailando con mucho arte. Si es que soy de traca, valgo pa' tó.


Sucedió en un tren repleto de gente,  sobre todo de soldados que regresaban no sé de dónde ni adónde se dirigían. Un tren que parecía tomado por fuerzas invasoras, pero que en la realidad iba atestado de alegría y de juerga, una juerga sin control aparente.

Dejadme acariciar la botella.
Un soldado es un hombre.
La vida tan solo un instante.
No impidáis pues, que un soldado beba.
                 Creo que lo dijo Shakespeare en boca de Cayo Marcio Coriolano.
Recuerdo estar sentada entre una multitud de muchachos en el pasillo de uno de los vagones, fuera de nuestro compartimento desde el que las cervezas corrían a mansalva, y nos llegaban a las manos bien frías.

¡Cómo me gustaba que el tren tardara tanto en llegar a su destino!

Siempre había alguien en quien fijarse, siempre había otro que se percataba de tu existencia. A esa edad, y hasta bastantes años más tarde, no conocía aquello de no ser correspondida. También es cierto que en aquella época todos los chicos más o menos majos me gustaban, no era tan selectiva entonces como lo soy ahora. Y me iba muchísimo mejor, todo hay que decirlo. Ahora va de puta pena.

Pero volviendo al caso,... entre charlas de pasillo, risas y tragos, se desató una pasión bestial entre aquél chico que hacía la mili y yo,  y fue como en una película: ese no saber quién es el otro (y ni falta que hace) y de repente, todo fue manos que se meten bajo la ropa, manos que acarician, lenguas que recorren la piel, que lamen, labios que lo besan todo, besos sin miedo, fuertes y delicados a la vez. En unos instantes, la frenética excitación nos llevó a apartarnos del conjunto para, en definitiva, quedarnos totalmente solos entre vagones. No existía nadie más, por eso siempre me ha dado morbo enrollarme en los garitos (y lo he hecho poco, la verdad), porque todos desaparecen…sólo está el contacto con la otra persona, el sonido lejano de la música aunque te encuentres pegado al bafle,  y ese no saber dónde acaba una y empieza el otro. A eso llamo yo parar el tiempo. Nadie nos ve.

¡Mentira! Una llamada brusca a la puerta de separación, y la voz del revisor:

–¡Venga!, vuelvan a su compartimento, y enséñenme los billetes.

Y nos corta el rollo, nunca mejor dicho.

Más tarde, con muchos de los viajeros totalmente sobados por los rincones, charlamos un reducido grupo, nos contamos historias, reímos muy bajito. Uno de ellos hizo estas caricaturas. Y yo, que leía mucho El Jueves entonces, pensé: a ver si un día este tal Toni, acaba publicando viñetas ahí…




No sé dónde ni cómo estarán todos aquellos que compartieron horas conmigo en ese tren aquel verano, aunque me encanta imaginar que los buenos momentos se quedan atrapados en esos lugares donde suceden para los restos. 



miércoles, 18 de septiembre de 2013

Un verano de libélulas dicroicas


Ha sido un verano colmado de libélulas dicroicas y canciones de Sigur Rós y Beirut. Un verano que no he podido disfrutar como merezco por  cosas que no vienen al caso.

Tras varios inviernos solapados, este es, sin duda, el verano que más se ha hecho esperar,  el más deseado; y  aunque no haya resultado como imaginé, he intentado disfrutarlo mucho.   Era obvia la necesidad de calor, los días de vestidos volátiles, o desnudez casi  integral,  de helados cremosos, de dejarse vencer  por la siesta junto a la piscina, de fantasear con hacer  el amor en el agua quieta con la más absoluta nocturnidad y alevosía…de baños nocturnos bajo las estrellas, de flotar mirando hacia arriba o cerrando los ojos perdiendo la noción de lugar, de paseos en solitario por la ciudad plena de turistas, de leer novelas  sentada en las escaleras de mis edificios favoritos, comiendo pipas o bebiendo un té de La Petite… o de portar un ajedrez en mi mochila un sábado, por si un niño con brackets quería enseñarme a jugar en la calle. Incluso se me hacía agradable la probabilidad alta de ser devorada por los mosquitos, sí, esos bichos que te comen viva por la noche y luego no te llaman…

Muchas libélulas he visto, sí. La primera y más bonita de todas, en la ventana de mi rincón exquisito, otras muchas junto al agua; hasta dentro del autobús que me lleva a la ciudad vi una…Y es cuando se quedan quietas con sus alas extendidas, que puedes observar en silencio su magnífico brillo degradado, que dependiendo del ángulo de incisión del rayo luminoso son de unos matices u otros; parecen reversibles, materiales naturales a los que copiar para revestir cúpulas de edificios rehabilitados. En la quietud de las tardes veraniegas, junto a la piscina, se han paseado como bailarinas de un ballet bien ensayado. Sólo cuando se acercan demasiado, escuchas un sonido fuerte como de avión de combate en un ataque  por sorpresa, un zumbido enérgico de ‘despierta que voy’. Me gusta mirarlas y entiendo la fascinación que los japoneses sienten hacia estos insectos majestuosos.

El verano se acaba y con él las aguas de azul gresite. Echaré de menos esa dejadez de la siesta, cuando no existe el tiempo al menos durante un par de horas. Cuando  el silencio sólo es roto por el canto de  las cigarras, el sonido del planear de algún ave que lanzada en picado bebe agua, o el rumor aromático de los pinos; porque cuando se escucha la sierra mecánica cortar setos en el vecindario es que las dos horas han pasado, se acabó la tregua… Y aun así, la tarde de verano tiene un no sé qué que me encanta  y me atrapa por completo. 


En una de esas tardes escribo:
“Quiero ser la combinación perfecta entre fotografía fija y de lapso de tiempo, imagen en movimiento, música y arte. Deseo que tú, futuro lo que sea, haga un inventario de mis lunares sin tiempo ni prisas; entre palabras susurradas o silencios nada incómodos, miradas llenas de adjetivos y profundas hasta excavarme. Importarte. Que pasees  por mi piel  rozándola con tus labios como una hormiga que hace el camino por primera vez… y con esos besos que muerden mi labio inferior y el tuyo. Que duermas sobre mi pecho para poder observar cómo se relaja tu rostro, acariciar tus facciones y besarte mucho. Cuando todo eso suceda sabré que me ha sido concedido  ese verano soñado aun cuando ahí fuera, el frío invierno llegue."

Hasta entonces, seguiré tejiendo cual  Penélope. Eso sí, viviendo, no postrada a la espera, ningún Ulises lo merece.


jueves, 5 de septiembre de 2013

La niña flaca


Siempre fue una niña flaca con pelo rubio y ojos azules (con matices verdes si el día salía nublado).
Siempre fue una niña flaca que viendo cine en blanco y negro soñaba ser seducida por una mente, enamorarse de unas manos, de un corazón apasionado.  Encontrar todo eso en una misma persona, en un niño que deseara tocar y amar a una niña flaca como ella.

Pasaban los años, y en su camino de vida se cruzó con niños que tenían una cosa u otra, pero  jamás unas manos que la enamoraron. Fue feliz a ratos, algunos mucho, incluso unos muchísimo, como todo ser humano.

La niña flaca de pelo rubio sufría de empatía con el dolor ajeno. Cuando era feliz siempre recordaba el sufrimiento de otros pero sin dejar de disfrutar al máximo aquellos momentos plenos de alegría que se le presentaban. Y mientras tanto, jamás perdió la esperanza de encontrar a un niño dispuesto a tocarla con sus manos, y que esas manos fueran las manos de las que la niña flaca y rubia se pudiera enamorar.

La niña flaca dejó de ser rubia para convertirse en niña flaca con pelo rojo y aroma de higuera. La niña flaca creyó, amó. A la niña flaca con olor a higuera y un piercing en la nariz, un camuflado fantasma le hizo la zancadilla un invierno de los tres que vivió sin descanso; y la niña de pelo rojo e inocencia intacta cayó al suelo. La niña flaca con un piercing en la nariz y aroma de higuera se levantó y sacudió el polvo de su falda dispuesta a mirar al frente una vez más.

Un domingo inesperado de una bruma aburrida, la niña flaca que antes fue rubia y ahora ya no, se encontró un flechazo de un oro radiante lanzado por un niño guapo desde un país lejano de musgo y lava.

Otro día, la niña flaca, atraída por unas palabras escritas en un monitor por ese niño de ojos azules, miró con curiosidad sus fotos, observó el rostro del niño, su perfil perfecto, su labio inferior, y observó sus manos,… ¡Por fin las encontró!, y fue muy curioso porque en ese momento la niña flaca con el pelo rojo y algunos miedos no buscaba nada, pero ahí estaban esas manos. Repasó una por una todas aquellas imágenes del niño con manos creativas, manos perfectas por las que dejarse tocar. Quiso cerciorarse a toda costa que no era una ilusión presa del deseo que albergaba en su corazón desde hacía mil años, porque fue verlas, que junto a las palabras del niño de ojos azules,  surgió el amor entre las manos y la niña flaca de pelo rojo con olor a higuera y algún miedo.

El niño de ojos azules y manos hechas para acariciar mandaba canciones,  hablaba a la niña flaca  mostrando ser un gran contador de historias; y a la niña flaca de pelo rojo le fascinó su entrega y la pasión que aquel niño ponía en las cosas que le contaba (“estas cosas solo me gustan, para lo demás lo doy todo”—decía él).
…Y, he aquí, que la segunda parte del sueño de la niña flaca de ojos azules con matices verdes se cumplió: la mente del niño de ojos azules y manos hechas para acariciar sedujo totalmente a la niña flaca que olía a higuera. Todo esto ocurrió sin que ninguno de los dos se hubiera mirado a los ojos una sola vez (y eso que ella lo deseaba profundamente desde que vio sus manos y él dirigió un flexo a su rostro para responder un cuestionario tipo).
Así  ocurrió que un día se miraron, se hablaron, se escucharon,… Y otra noche se miraron más, rieron juntos y se besaron bajo el destello de unas luces verde boreal que brillaban en la oscuridad. Todo eso estremeció a la niña de pelo rojo con olor a higuera que besaba con los ojos cerrados, porque esa noche la niña flaca con miedos y aroma de higuera voló.