Anoche me acosté leyendo tu texto y apareciste a mi lado en cuanto Morfeo me llevó
con él.
Andas hacia mí como el que
todavía quiere ocultarse a la mirada, el que todavía no desea desvirtualizarse
por un motivo que desconozco, pero te veo y decides seguir caminando para
decirme hola. Y eso es lo que nos decimos, un hola muy tranquilo, como los que
se conocen desde hace mucho y se esperan. Bajas la mirada hacia el suelo para
no mantener contacto visual, no todavía, y ves mis pies desnudos cubiertos de
arena húmeda. Estiro el brazo y me permito la osadía de acariciarte el pelo, de
tocarte, eso que he estado tiempo pidiéndote con señales y palabras.
—Te lo has cortado mucho.
—Sí, lo he hecho, el calor, ya
sabes.
Andamos hacia el porche de la
casa de la playa hablando con monosílabos, y cuando te apoyas en la pared como el
que se siente vencido y dispuesto a explicarse, te beso. De la misma forma que
te acaricié la cabeza, sin preguntar, busco
tus labios con los míos sin dejar de mirarte y todavía incrédula de que estés aquí,
conmigo.
Tú callas y yo no sé qué más
hacer, salvo no querer ninguna explicación tonta de por qué has tardado tanto
en llegar. No la necesito, de verdad.
Por primera vez sonríes y me
atraes hacia ti con mucho cariño.
— ¿Tanto miedo tenías de venir?
—Sí lo tenía, sí, lo confieso. Suena pueril viniendo de un ególatra como yo.
—Nadie está a salvo de parecer tonto alguna vez. Los
hay que hasta repetimos diez.
Cierro los ojos y me rozo con tu
piel como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Mientras lo hago, noto que
no has viajado solo, una presencia fuerte te acompaña, la de ese hombre al que
temo enfrentarme porque ya se lo dije casi todo en otra vida, y de nada sirvió,
al menos a mí. Ese hombre del que nunca se supo si va o viene, el que aún me emociona
y me intimida a partes iguales, al que huelo siempre, por el que sigo siendo un
puzle a medio montar.
—No te sientas mal por lo que nos
escribimos; aquellas conversaciones fueron arrebatos lujuriosos que me
alegraron infinitamente esos sábados de verano. Jugabas y yo también, ya somos
mayorcitos, ¿no crees? La pena fue que al principio te rajaras, que no posibilitaras el demostrar la ética de disponibilidad de Antonioni, y me dejaras sin disfrutar de reírnos juntos
de la vida, porque estoy segura que lo habríamos hecho, eso, y quedar mucho más
amantes que ahora, pasara lo que pasara. Bueno, al final parece que le distes muchas
vueltas a la cabeza.
Anda, vamos a bañarnos, te digo. Ya
tocarás el piano cuando la luna se haya marchado, este verano estoy sola en
casa. ¡Venga, grito mientras me alejo, persígueme como cuando éramos críos y
estábamos en el pueblo!
©Ana Meca
|
Que facilidad tienes. Me encanta !!!!
ResponderEliminarMuy bonito el relato, tus sueños me transmiten paz.
ResponderEliminarQue bien contado, Musettilla...
ResponderEliminarUn verdadero placer que te lo parezca así.
Eliminar