Asocio sabores a momentos
concretos de mi existencia.
Mi gusto, al igual que el olfato,
está muy desarrollado. Hay matices que no puedo separar de ti y de nuestros
días en aquella nada que fuimos. Dicen los especialistas que cuando has de dejar
marchar de tu lado a alguien que amas, durante un tiempo prudencial debes evitar recorrer los
lugares por los que paseasteis juntos, dejar de comer los platos favoritos comunes, no escuchar canciones que te hablen de él…y así con todo, para no aferrarte al
hilo que te une a él, un hilo que, por otra parte, puede ir en un solo sentido,
el mío casi siempre.
Pero qué quieres, soy masoca y me
reto, y aunque el sabor del sushi con
vino blanco es algo muy de aquellos días, no dejo de comerlo cuando tengo
ocasión. Esté con quien esté, me recuerda al sabor del roce de tu rodilla con
la mía aquella noche infinita que comenzó con un vino de Jerez y unos trozos de
queso sabroso; a tus manos mientras te echaba crema, a tus labios dispuestos
aunque te durmieras sobre mi pecho. Resultaba gracioso, en el momento en el que
decidía besarte en tu sueño plácido, tu boca se ponía en movimiento llevando a
cabo lo que estaba ejecutando hasta que el cansancio y el sueño leve te rendían.
Qué sabor magnífico tu boca, tu lengua, tu saliva.
El sabor excitante de nuestro primer
beso y de los siguientes lo paladeo de vez en cuando. Son recuerdos tan
nítidos que me siguen emocionando, a la vez que me ordeno que he de dejarte
ir. ¿Dejarte ir adónde, si ya te fuiste hace mucho?
El primer trago de cerveza
siempre me excita, tal cual, y los siguientes me mantienen con la incertidumbre
por lo que pueda pasar. Mi cuerpo se prepara y es inevitable, entro en otra
dimensión y pienso en el placer de la carne. Si te tengo enfrente no dudo en abalanzarme
sobre ti, mas me contengo, soy fuerte. Te comería entero, pero me freno, ¡qué
tonta! Los momentos que no aprovechas se pierden, hablo por experiencia propia.
Recuerdo el sabor de la tiza que,
cuando limpiábamos la pizarra en el cole, solía chupar. La barrita blanca era
un poco áspera para mi gusto. Lo cierto es que en esos días lo probaba todo, no
sé en qué estaba pensando pero en una de esas tardes ociosas en las que
enjugascadas nos íbamos a los límites del pueblo, no lejos de casa y del centro del mismo,
andábamos sobre la montaña de escombro que la fábrica de cerámica lanzaba en su
parte trasera sin vallar. Buscábamos tesoros, figuras enteras, no sé, un pez,
la cara de una niña. Pues bien, una de esas tardes encontré unas piedras azul
turquesa intenso con la veta vista; no sé qué era aquello pero sabían a sal y a
hierro, seguro que era veneno puro y quién sabe si afectó en algo a mi organismo,
pero yo lo tenía que probar, sí o sí, como más tarde algunos insectos en un campamento.
El sabor del Tulicrem, que no sé si llevaba aceite de palma en aquellos tiempos,
va unido a las meriendas de verano en el pueblo, en ese trocito de campo donde
nací. Las rebanadas de pan de hogaza, de molla bien prieta, untada con aquella
crema marrón chocolate me fascinaba. Hace unos años, en un paquete de golosinas
preparado para regalar en un evento familiar, volví a encontrar esa textura en
un caramelo envuelto en papel plateado, qué delicia.
Siempre me acuerdo del bar de los
Caracoles, que ya no sé si lo conocíamos con ese nombre porque se llamaba así o
porque hacían cantidades ingentes de esos babosos en salsa rica. El caso es que
en ese bar donde se lanzaba todo el desperdicio al suelo, guardábamos cola
frente a la puerta de la cocina y pedíamos medias patatas. Las recuerdo
grandes, pero no sé si mi mente miente en lo que añora.
Te servían la media patata con su
piel en corte longitudinal y con una salsa brava auténtica y exquisita sobre unas
hojas de papel de periódico que quemaba a modo de servilleta. Calientes y
jugosas, así eran nuestras chuches.
Hoy me he quedado en el bar de
abajo con los amigos de mi hermano y entre birras han traído una patata de
esas, hecha por uno de ellos, cocinero en el bar. Casi lloro. Nos hemos puesto
a rememorar las colas en aquel bar y las bebidas espumosas El siglo.
El primer beso, beso, fue
inesperado. Estábamos en una fiesta de cumpleaños donde se pinchaban vinilos en
el garaje cuando me cruzo con uno de los chicos de la pandilla, un guaperas por el que nunca me había interesado. Antes de contestar a su hola, ya lo tenía
comiéndome la boca. Era la primera vez que me metían la lengua hasta el fondo. Fue un besazo intenso con sabor a vodka con naranja, ejecutado de una forma minuciosa, eficiente
y sin babas por aquel muchacho que luego se pasó la noche pidiéndome que fuera
su novia.
Mi amiga de entonces, que vio lo ocurrido, se acercó a mí y me dijo:
tía, (creo recordar que ya decíamos eso) te ha morreado con lengua, qué asco. Y yo, en estado de levitación suprema, le contestaba con lentitud y sarcasmo: sí,
sí, mucho asco. Estuve dos o tres días tan cachonda que cuando fuimos al cine a
ver Oficial y Caballero, cada vez que se besaban, un latigazo eléctrico me
recorría el cuerpo desde la entrepierna hasta la boca para acabar estallando en
mi cerebro. Orgasmos por el gusto.
Seguro que parezco obsesionada
con esto de los besos, pero es que me viene de muy lejos. Cuando otra persona y
yo nos besamos con complicidad y deleite, me quedo pillada. Despacio, mi mente
crea un enlace y ríete tú del déjalo ir. ¡Ja!
Alguien me pregunta en
conversación clandestina qué me gustaría saborear ahora mismo, y como ya he
comido y bebido le contesto: una buena siesta sin dormir. Dice que le encanta.
Echo de menos tu sabor, y el tuyo
también.
Pollo romántico con mi muso |
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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea