Eso creí desde aquel momento en el que, habiéndome herido las rodillas por una caída sobre el ardiente asfalto, la persona que me amaba y ama sin condiciones, posó sus labios con ligereza sobre la tirita que cubría el desperfecto, y, ¡oh, sorpresa!, no sentí más dolor.
Creí que un beso lo cura todo hasta el punto de ser yo misma la que ejercía de curandera besando golpes, rasguños y cortes a mis hermanos pequeños, incluso me besaba a mí misma. Tal era mi poder, me sentía mayor y capacitada para sanar.
De aquellos besos maternales en tiempos infantiles pasé a esos besos que tenían otro carácter más, cómo decirlo, envolvente y arrebatador. Me vi protagonizando cada beso de cine mientras cruzaba con pudor las piernas por aquel cosquilleo que comenzaba ahí y se extendía rápido por el resto de mi cuerpo. Ya estaba perdida para siempre, no lo supe entonces, pero así sucedió. Desde entonces milito con fe y dolor profundo en la Cofradía del Beso Infinito. Amen.
Nunca he deseado nada tanto como los buenos besos, y matizo buenos para que no os confunda. No vale cualquier beso, no, sólo los mejores, los que te borran del mapa, los que te hacen olvidar dónde estás, o tu nombre y apellidos. Así que sintiendo ese deseo apasionado seguí caminos angostos y pedregosos unos, abiertos a campos magníficos otros, buscando o dejándome encontrar.
Cuando todo el mundo a mi alrededor pensaba con raciocinio sobre las cosas del futuro: a qué dedicarse, la fortuna que harían, con quién se casarían, los hijos que tendrían y dónde vivirían, yo sólo tenía un pensamiento único: "El beso". Lo demás carecía de importancia, lo material, las modas, la Iglesia y la política, lo que dijeran los demás. Todo me importaba una reverenda mierda, iba a la mía.
Quería alcanzar la perfección y practiqué mucho para la gran ocasión, primero con Manuel en aquella adolescencia de Rotring y papel vegetal. Eso sí fueron clases magistrales. Después probé otras bocas, otros sabores, otras texturas. Me robaron besos, de otros me olvidé de inmediato, algunos fueron espejismos, decepciones y llegaron los magníficos, los que te hacen volar, los que te ilusionan sin esfuerzo, los que te alteran más allá de las Leyes de la Física. Sea como fuere, jamás perdí ese deseo con mayúsculas.
Ya sé que todo esto suena pueril, absurdo incluso, para el mundo en el que vivimos cubierto de tanta podredumbre y obscenidad. Este mundo en el que se te juzga y etiqueta con ligereza por no cumplir con lo establecido, ya sabes, tanto tienes tanto vales; y confieso que me siento un fracaso muchas veces por la presión externa y las palabras hirientes de gente que no me importa en absoluto. Lo digo con rabia porque no deberían afectarme estas cosas, pero soy débil y en ocasiones me siento una perdedora por muchos motivos; porque los besos se ríen de mí, por mi desempleo, por mi invisibilidad, porque no se me valora, porque no he sido madre, porque ya no tengo treinta años, porque me siento muy cansada física y emocionalmente, porque no soy feliz y sobre todas las cosas, porque aun deseando poco, muchísimo, muchísimo, no me es concedido nada.
No quiero parecer un alma en pena, he tenido una pésima semana eso es todo, y pululan por mi cabeza pensamientos irracionales.
Mientras otros se besan, me siento como un burro amarrado a la puerta del baile, que cantaba El último de la fila. Y es así, sé bailar pero entre unas cosas y otras no se me permite hacerlo. A galeras a remar y con el hombro jodido.
Ahora que ando inmersa en la ingesta de antiinflamatorios y otras drogas legales, estoy convencida cien por cien que lo único que me curaría, primero el alma, después todo lo demás, sería un beso, no uno cualquiera, no, ese buen beso que añoro de otros tiempos antiguos y músicas lejanas cuando todo parecía marchar bien. Ése que me ilusionó tanto y nunca fue.
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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea