domingo, 16 de junio de 2019

Vivir en La casa de la Palmera


Tengo muy desdibujado el porqué estábamos allí, en aquel lugar de la costa francesa, pero el extenso grupo parecía disfrutar de la visita como estudiantes de bachiller el viaje de fin de curso.
En aquella pequeña cala, todavía en primavera, las casas rozaban la orilla de la playa, y estaban tan cerca, que si sacaba un brazo por cualquiera de las ventanas de aquel corredor, sin duda, tocaría con mis manos la espuma efímera de las pequeñas ondas en vaivén.

El trajín de las gentes en el interior se fue apagando en mi cabeza y en mis sentidos hasta el punto de no escuchar nada más que el sonido del agua en la orilla, ese murmullo característico de las zonas costeras. Atravesé la puerta para salir a la arena allanada e inmensa cual tejido extendido y dispuesto a ser cortado por las manos expertas de una modista, y observé fascinada multitud de pequeñas aves, minúsculas como insectos, de colores tan diversos que creí estar en una postal antigua bordada en sedas brillantes de mil tonalidades, y sentir la textura como si acariciara con las yemas de los dedos el precioso tapiz.

No era un espejismo, los pajarillos estaban ahí. Piedras preciosas cubriendo arena, mar y aire; inmóviles la mayoría, percatados de mi presencia humana y hostil.

Caminé hacia ellos feliz y mientras lo hacía se fueron posando por todas las partes visibles de mi cuerpo. Al principio su larga y delgada cola, el pico afilado me hizo cosquillas, pero cuando la cantidad aumentó, el pellizco al agarrarse se hizo mayor y algo doloroso, aguantable pero molesto. Fue un momento para el recuerdo.

Con la intención de que todo el mundo pudiera verlo me acerqué a una de las ventanas que daba a la sala donde el grupo escuchaba música y charlaba entre risas. Éstos me miraron admirados mientras yo, parada frente a ellos, jugueteaba con la arena que se me había adherido a los pies húmedos.

Alguien quiso inmortalizar el instante con un cámara fotográfica y yo, al darme cuenta, apoyé mi rostro ligeramente al visillo suave y transparente y posé durante un rato sin moverme, con aquellas aves minúsculas agarradas a mi cara, cuello y brazos, hasta que alguien anunció la marcha y no me quedó más remedio que desembarazarme de mis pequeñas motas de color, sin saber muy bien cómo hacerlo sin herirlas.

En un primer intento me zambullí en el agua salada, pero muy pocos pajarillos se soltaron de mis hombros, así que caminé por detrás de las rocas que bordean la caleta hasta llegar a la zona donde la huerta besa la costa. Allí encontré a un puñado de hombres de campo trabajando junto al partidor de una acequia. Segundo intento por desprenderme de esos mínimos colibrís, echarme encima toda el agua de la acequia que cupo en mis manos; pero fue en vano.
Uno de aquellos labriegos me llamó y, mitad francés, mitad por señas, me explicó que debía hacerlo con el agua caliente de un caldero que me ofreció amablemente. Fue eficaz al instante, en cuanto el líquido caldoso tocó mi piel, esas increíbles aves echaron a volar sin padecer. Chapurreando su idioma le agradecí la solución mientras me mantuve en un estado de éxtasis por la visión de tanta belleza y el cansancio generalizado que debí traspasar de mi vida real a lo onírico.

¿Conocéis esa sensación mágica de vivir feliz y en paz? Yo no mucho, pero llevo varios años imaginando cómo sería vivir media eternidad, si creyera que tras la muerte existe algo más, metida en pinturas, en cuadros que me tienen fascinada (La otra mitad de mi eternidad la quiero pasar en los rodajes de películas que adoro, pero esto da para otra historia).

He pensado mucho en la calma, la lentitud, la detención del tiempo en muchos de los cuadros de Hopper, adormecerme junto a los membrillos aromáticos de Antonio López, desnudar mi cuerpo y alma en el Jardín delicioso del Bosco. Ver la realidad con las pinceladas vivas de Van Gogh. Patinar, tapada con tejidos de gruesa lana, en los paisajes nevados de Brueghel. Salpicar agua al lanzarme de cabeza en una de las piscinas de Hockney en esos perpetuos veranos que pinta. Volar, retorcerme en el aire para besar una boca en las noches azuladas de Marc Chagall. Ser tonalidad ardiente en una pintura de Rothko. Atisbar los quehaceres domésticos de los habitantes de la casa de Vermeer en Delft, el brillo de la perla, la basta mesa rectangular, la luz que entra por la ventana.



Y sobre todo, vivir en La casa de la Palmera que Miró pintó por el año 1918. Esa pintura de su periodo ingenuo en el que el registro de detalles me transporta al verano, una vez más al verano de mi niñez, y en él puedo ver el botijo con agua fresca, la puerta siempre abierta, los surcos de los caballones en la tierra fértil de la huerta, tan presente en mi memoria. De este óleo me gusta todo lo que veo y lo que no, de ésto último el olor de la higuera que hay tras los muros del corral. Tú no la puedes ver, pero para mí siempre ha estado ahí; en esa porción de lienzo perfecta para holgazanear, leer un libro tumbada en una hamaca de tela o hacer el amor directamente sobre la tierra. Un lugar donde sacar la labor de ganchillo o de bordado a la fresca, cuando la vida despierta tras la quietud de la siesta.

En las pinturas que me encantan hay algo común y es la tranquilidad, el disfrute de los sonidos diarios de la naturaleza y de las gentes que pasan por allí. El gozo que da no tener que preocuparse de nada.

Vivo con la única ambición de recuperar esos veranos y compartirlos.

Es muy probable que sobrevalore ese estado de ensimismamiento y de observación en el que no muevo un dedo, aunque mi mente movilice todo su mecanismo para no perderse detalle, pero ese sosiego me proporciona la serenidad que busco en mi vida diaria y me gusta mucho imaginarlo.




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2 comentarios:

  1. Deberías escribir más. Tienes cosas que decir, y las dices muy bien. No sé, todo lo que leo tuyo me llega. Esa tranquilidad de la que hablas tiene mucho de quimérico y utópico, la vivimos en la infancia, pero una vez se va, casi nunca reaparece. No obstante, buscarla ya es todo un viaje.
    Fran

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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea