Tengo
muy desdibujado el porqué estábamos allí, en aquel lugar de la
costa francesa, pero el extenso grupo parecía disfrutar de la visita
como estudiantes de bachiller el viaje de fin de curso.
En
aquella pequeña cala, todavía en primavera, las casas rozaban la
orilla de la playa, y estaban tan cerca, que si sacaba un brazo por
cualquiera de las ventanas de aquel corredor, sin duda, tocaría con
mis manos la espuma efímera de las pequeñas ondas en vaivén.
El
trajín de las gentes en el interior se fue apagando en mi cabeza y
en mis sentidos hasta el punto de no escuchar nada más que el sonido
del agua en la orilla, ese murmullo característico de las zonas
costeras. Atravesé la puerta para salir a la arena allanada e
inmensa cual tejido extendido y dispuesto a ser cortado por las manos
expertas de una modista, y observé fascinada multitud de pequeñas
aves, minúsculas como insectos, de colores tan diversos que creí
estar en una postal antigua bordada en sedas brillantes de mil
tonalidades, y sentir la textura como si acariciara con las yemas de
los dedos el precioso tapiz.
No
era un espejismo, los pajarillos estaban ahí. Piedras preciosas
cubriendo arena, mar y aire; inmóviles la mayoría, percatados de mi
presencia humana y hostil.
Caminé
hacia ellos feliz y mientras lo hacía se fueron posando por todas
las partes visibles de mi cuerpo. Al principio su larga y delgada
cola, el pico afilado me hizo cosquillas, pero cuando la cantidad aumentó, el pellizco al agarrarse se hizo mayor y algo doloroso, aguantable pero molesto. Fue un momento para el recuerdo.
Con
la intención de que todo el mundo pudiera verlo me acerqué a una de
las ventanas que daba a la sala donde el grupo escuchaba música y
charlaba entre risas. Éstos me miraron admirados mientras yo, parada
frente a ellos, jugueteaba con la arena que se me había adherido a
los pies húmedos.
Alguien
quiso inmortalizar el instante con un cámara fotográfica y yo, al
darme cuenta, apoyé mi rostro ligeramente al visillo suave y
transparente y posé durante un rato sin moverme, con aquellas aves
minúsculas agarradas a mi cara, cuello y brazos, hasta que alguien
anunció la marcha y no me quedó más remedio que desembarazarme de
mis pequeñas motas de color, sin saber muy bien cómo hacerlo sin
herirlas.
En
un primer intento me zambullí en el agua salada, pero muy pocos
pajarillos se soltaron de mis hombros, así que caminé por detrás
de las rocas que bordean la caleta hasta llegar a la zona donde la
huerta besa la costa. Allí encontré a un puñado de hombres de
campo trabajando junto al partidor de una acequia. Segundo intento
por desprenderme de esos mínimos colibrís, echarme encima toda el
agua de la acequia que cupo en mis manos; pero fue en vano.
Uno
de aquellos labriegos me llamó y, mitad francés, mitad por señas,
me explicó que debía hacerlo con el agua caliente de un caldero que
me ofreció amablemente. Fue eficaz al instante, en cuanto el líquido
caldoso tocó mi piel, esas increíbles aves echaron a volar sin
padecer. Chapurreando su idioma le agradecí la solución mientras me
mantuve en un estado de éxtasis por la visión de tanta belleza y
el cansancio generalizado que debí traspasar de mi vida real a lo
onírico.
¿Conocéis
esa sensación mágica de vivir feliz y en paz? Yo no mucho, pero
llevo varios años imaginando cómo sería vivir media eternidad, si
creyera que tras la muerte existe algo más, metida en pinturas, en
cuadros que me tienen fascinada (La otra mitad de mi eternidad la
quiero pasar en los rodajes de películas que adoro, pero esto da
para otra historia).
He
pensado mucho en la calma, la lentitud, la detención del tiempo en
muchos de los cuadros de Hopper, adormecerme junto a los membrillos
aromáticos de Antonio López, desnudar mi cuerpo y alma en el Jardín
delicioso del Bosco. Ver la realidad con las pinceladas vivas de Van
Gogh. Patinar, tapada con tejidos de gruesa lana, en los paisajes
nevados de Brueghel. Salpicar agua al lanzarme de cabeza en una de
las piscinas de Hockney en esos perpetuos veranos que pinta. Volar,
retorcerme en el aire para besar una boca en las noches azuladas de
Marc Chagall. Ser tonalidad ardiente en una pintura de Rothko.
Atisbar los quehaceres domésticos de los habitantes de la casa de
Vermeer en Delft, el brillo de la perla, la basta mesa rectangular,
la luz que entra por la ventana.
Y
sobre todo, vivir en La casa de la Palmera que Miró pintó por el
año 1918. Esa pintura de su periodo ingenuo en el que el registro de
detalles me transporta al verano, una vez más al verano de mi niñez,
y en él puedo ver el botijo con agua fresca, la puerta siempre
abierta, los surcos de los caballones en la tierra fértil de la
huerta, tan presente en mi memoria. De este óleo me gusta todo lo que
veo y lo que no, de ésto último el olor de la higuera que hay tras
los muros del corral. Tú no la puedes ver, pero para mí siempre ha
estado ahí; en esa porción de lienzo perfecta para holgazanear, leer un libro
tumbada en una hamaca de tela o hacer el amor directamente sobre la
tierra. Un lugar donde sacar la labor de ganchillo o de bordado a la
fresca, cuando la vida despierta tras la quietud de la siesta.
En
las pinturas que me encantan hay algo común y es la tranquilidad, el
disfrute de los sonidos diarios de la naturaleza y de las gentes que
pasan por allí. El gozo que da no tener que preocuparse de nada.
Vivo
con la única ambición de recuperar esos veranos y compartirlos.
Es
muy probable que sobrevalore ese estado de ensimismamiento y de
observación en el que no muevo un dedo, aunque mi mente movilice
todo su mecanismo para no perderse detalle, pero ese sosiego me
proporciona la serenidad que busco en mi vida diaria y me gusta mucho
imaginarlo.
x
Deberías escribir más. Tienes cosas que decir, y las dices muy bien. No sé, todo lo que leo tuyo me llega. Esa tranquilidad de la que hablas tiene mucho de quimérico y utópico, la vivimos en la infancia, pero una vez se va, casi nunca reaparece. No obstante, buscarla ya es todo un viaje.
ResponderEliminarFran
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