Desde que era bien pequeña había escuchado rumores
acerca de mi tío abuelo Ramón.
— ¡Ese rojo!— decían con desprecio algunos
vecinos—. Los mismos que luego pasaban por la casa de mis abuelos con una
amabilidad falsa buscando pescar alguna información suculenta que llevarse a la
boca.
Por aquél entonces, yo no sabía que gustarte el color
rojo fuese delito; como tampoco entendía lo que sucedía cada noche en la cocina
ni lo que mi abuelo repetía como un mantra al encender ese aparato formidable al
que llamaban radio.
— Que nadie diga nunca que escuchamos la
pirenaica.
Para una niña pequeña como yo, esa situación era tan
emocionante que suplía la falta de libros en casa; y, a la vez, tan solo
escuchando desde una esquina en esa estancia en penumbra, me hacía partícipe en
la vida de los mayores; de esas historias de radios y silencios que se
prolongaron en el tiempo.
Resultaba curioso ver desfilar a vecinos y familiares que
nada tenían que ver con las personas que te encontrabas durante el día por la
calle; ese lado nocturno se manifestaba mucho más intenso: las miradas más
profundas y oscuras, las pocas palabras que pronunciaban más significativas, más
verdaderas. Como cuando mi abuelo me contaba sus aventuras siendo el encargado
oficial de organizar los riegos en su pedanía. Mi abuela siempre le decía:
— ¿Ya estás contando
tontunas a la nena?
Me encantaban todas aquellas historias contadas.
Una noche, en la que el viento soplaba con fuerza y
golpeaba sin descanso la puerta del establo, escuché el cuchicheo de mis
abuelos en su habitación matrimonial, esa donde nací yo a finales de un frío
otoño.
El temblor de la llama del candil de aceite jugaba con
las siluetas humanas sobre la pared de cal, y entre andares sigilosos mis
abuelos abrieron la puerta trasera de la casa. Una voz desconocida para mí
irrumpió en la sala de estar y pude escuchar un gran abrazo, de esos con
palmadas firmes y potentes en la espalda.
Una vez dentro, a resguardo de miradas inoportunas, la
alegría y las palabras se hicieron sonoras, e invadieron la casa. Me levanté
pese al temor de llevarme una gran bronca por no dormir a esas horas; pero nada
de eso ocurrió, no hubo enfados, al contrario, fui recibida con orgullo
familiar. Por fin iba a poner cara a mi tío abuelo el rojo, al que tantas veces
había imaginado con aspecto vikingo, subiendo a trenes, andando por los montes,
cruzando a pie fronteras invisibles, viajando en barcos con velas de colores
que surcaban mares bravíos.
Un hombre grandote, rubio, con el pelo cortado a cepillo que
me abrazaba sin parar, zarandeándome como a un tente tieso. Pero su cariño al
hablarme quitó todos mis miedos. ¡Era tan pequeña a su lado!
Mi abuela comenzó a sacar a la mesa todo tipo de viandas
con las que agasajar a su hermano. Estaba feliz, se le notaba; casi nunca
sonreía y ahora lo hacía pareciendo una mujer mucho más joven.
Era, la de mis abuelos, una casa pobre, pero del comer
nunca olvidaré lo bien que sabían unas patatas a lo pobre, una ensalada de
tomate o cualquier otra cosa que saliera de esos campos, o ese pan de hogaza
horneado en el iglú de barro a la puerta de la vivienda; todos esos momentos,
esos sabores y aromas, los guardo en mi álbum virtual, y morirán conmigo.
Nadie durmió aquélla noche, la de la llegada de Ramón.
Tristemente mi tío abuelo tenía que salir de allí antes de que clareara así que
fue una noche larga y de cuantiosas palabras; la gran mayoría sin significado
para mí, otras, las que iban dirigidas a mi abuela o a mí me hicieron sonreír por
su tono más festivo y cariñoso.
Cuando se acercaba el momento de su marcha, y aprovechando un
silencio entre los cuñados, le pregunté directamente:
— Chache, ¿por qué te llaman “el rojo”?
Su carcajada estruendosa sonó por toda la estancia, y mi
abuela le hizo bajar el volumen con un ¡shhhhh! mientras cruzaban sus miradas.
—Es una historia curiosa. Cuando me marché de aquí, tuve
que cruzar la frontera a pie y encontré a
mucha gente que pretendía hacer lo mismo que yo. Nos ayudamos unos a otros en
lo que se podía, comíamos de lo que llevábamos o encontrábamos por el camino:
unos traían pan, trozos de queso o alguna patata medio podrida. En una parada de
descanso nos encontramos a unos soldados extranjeros, uno de ellos era inglés,
y como sabía español bastante bien, tuvimos desde el principio buen
entendimiento. Solía beber un líquido que yo nunca había probado, y lo hacía
como si ese momento fuera mágico. Caminamos juntos varios días y me aficioné a
su bebida. Té rojo —lo llamó—, y decía que venía de China nada menos, y que
su nombre auténtico era Pu-erh. El día en que nuestras vidas se separaron, él
me dejó parte de su té. Desde entonces, siempre llevo un poco conmigo.
Sacó de su chaqueta una bolsa de papel de estraza y le
dijo a mi abuela que calentara agua.
Cuando nos sirvió aquél líquido en la taza blanca, pude
ver que sí, en efecto, era de un rojo muy oscuro y tenía un sabor desconocido
para nuestro paladar que me gustó bastante. Ese día, cuando regresaba a la
cama, en mi soledad y mis cavilaciones pueriles, me pregunté cómo las gentes
del pueblo, si sabían de esa historia contada por Ramón, lo nombraban con tanto desdén.
Esa fue la primera y última vez que vi a mi tío abuelo el
rojo.
Ahora soy yo la que siempre guarda té en los cajones. Me
fascina con especias.
A veces, abro el envase solo para aspirar profundamente
su aroma y, mientras lo hago, sonrío al recordar con qué ingenuidad creí en sus
palabras; y cómo, cuando supe la verdad, decidí que era la verdad de otros no
la mía ni la de mi tío abuelo: aquel hombre grande, que andando por el camino
entre campos, giró la cabeza para saludarme con la mano.
No sé si iba triste y lloraba, lo que sé es que cuando
recuerdo su estampa recortada en aquella semioscuridad, la que llora soy yo.
El título del relato se lo debo a Luis García G, ya sabe el porqué.
Los ojos de la niña son los de mi madrina, y a ella dedico esta entrada. Ella fue la que me contó el momento en el que su tío se marchó por aquel camino rural.
el salir por la noche a escondidas a juntarse en el antiguo "radical" de los años 20 camuflado en los altos de un bar (había pocas radios en el pueblo y la mayoría eran de los señoritos) y escuchar la pirenaica mientras la guardia civil patrullaba en la calle con el mausser al hombro es una historia bien conocida en mi casa... mientras esposa y abuela sufrian por si atraparían al esposo y al abuelo al volver a casa embozados en la oscuridad... ese alivio al abrirse la puerta y aparecer los dos... historias relatadas muchas veces y escuchadas con emoción siendo un niño como si de una pelicula se tratara... de mayor aprendes hasta donde se llega por un ideal (y hasta donde se atrevieron a llegar y lo que se jugaron los que nos precedieron) esas historias de guerra perdida siempre contadas entre susurros y esa convicción de "si tuviera 20 años lo volvería a hacer" con la que sentenciaba sus odiseas mi abuelo despues de relatarte el horror...que "mala" eres Musetta... tus recuerdos hacen revivir los mios... y puedo ver las charlas con mi abuelo al lado del fuego en la cadiera y los momentos con mi padre... momentos y recuerdos que atesoro como oro en paño que ya no volverán...momentos y charlas que enriquecieron mi mente y mi espiritu... y su falta entristece mi alma.... Aunque me entristezca, me encanta...gracias!
ResponderEliminarRipa.
No se como lo haces para que a través de la pantalla llegue ese olor de té. De veras que aún no se como.
ResponderEliminarNena, me encanta.... algun dia te tengo que contar historias para que las conviertas en relatos tan maravillosos. Besos. Marijose
ResponderEliminarOs leo y os escucho, contadme cosas...si las puedo transformar en algo lo haré. Mi extremada sensibilidad está ahí, conmigo. A veces para mal..otras para bien por lo que leo. Mi dicha es inmensa si os emociono, realmente es una sensación de placer máxima. No soy escritora, solo escribo de mis cosas. Muchas veces me dicen que me expongo demasiado, que guarde algo para mí, pero...no sé hacerlo. Lo suelto sin más. Mi espíritu libre me hace hacer locuras. Esa soy yo, Musetta. Quererme así, con mis penas y mis alegrías, mis burradas y mis sutilezas. Sé que soy realmente cojonuda, lo sé. Ahora solo queda creerlo fírmemente.
ResponderEliminarCreerlo es más de la mitad del camino. Estoy convencido que puedes moldear cualquier anecdota y empaparla de tu sensibilidad especial, como hace esta gente (a la que admiro pq a mi me explotarían) cuando te hace un lacito o una pajarita con un globo
ResponderEliminarTienes un talento especial (o cojonudo) y un sentido del ritmo muy adecuado al relatito corto, media cuartilla. Consigues emocionar cuando no te hemos acabado el primer parrafo y nos metes dentro de ti casi sin darnos tiempo a prepararnos, siquiera a llamarte a la puerta. Te das mucho y te expones, pero también te enriqueces, y eso te hace entender mejor como funcionan las emociones que trabajas. Es muy agradable leerte, muy cálido, y toda la calidez que muestras hace que todavía entremos más en tus historias reconvertidas.
Las burradas y las sutilezas mezclan de maravilla, por cierto.
Eres escritora, no lo sabes al pensar que el escritor es un status alcanzado al publicar o al recibir un reconocimiento o a alcanzar un nivel técnico que otros te otorgan. Pero eres escritora precisamente por cumplir todas esas clausulas y posiblemente se te ha olvidado. Seguramente alguna noche resacosa una musa de guardia bajó a darte el diploma de escritora titulada y tu ni te enteraste. Mejor así.
¿Eres Ángel?
ResponderEliminarMate.
ResponderEliminarAdios, anónimo. ¡Que pena!
ResponderEliminarSí que da, sí
EliminarLlevaba días queriéndotelo decir. Por tu forma de hablarme. Si hubieras recordado la tarta de mi boda, habría hecho mate hace mil. ;) Me alegro mucho de saber de ti.
ResponderEliminarNo puedo olvidar la tarta de tu boda, esa pirámide de chocolate blanco permanecerá en mis papilas hasta que éstas cierren por jubilación...
ResponderEliminarCreo que te equivocas de boda, jajajaaja, en la mía era un prisma rectangular bien cubierto de chocolate negro con una deliciosa mousse de naranja, Adornada de frutas y flores. Pero está bien que te hayan dado buenas tartas en otro sitio. ;)
ResponderEliminarperdón, prisma, prisma, sorry. Es curioso, recuerdo el prisma perfectamente y ahora que me lo has dicho, también la mousse, pero lo mezclo con el chocolate blanco de la boda de mi amigo Juan, unos meses después.
ResponderEliminar¿Qué tal, como estas aparte de escribir de cine (en los dos sentidos)?
Uff, me he emocionado. Qué historia tan maravillosa!
ResponderEliminarYo, de niña, nunca tuve conciencia de nada. Mi padre y mi madre, pobres de solemnidad nacieron en mitad de la guerra y sus respectivos padres, murieron en ella. Nunca hablaban de eso, callaban, trabajaban y nos criaban.
Tan sólo mi abuela y cuando yo fui más mayor, me contaba las virtudes de la república, y de los desastres de la guerra.
Triste existencia la que tuvieron que soportar nuestros ancestros. Muchos tíos rojos. Mucha lucha. ¡Y pensar que todo eso ahora se está yendo por el desagüe!
Gracias por guardar en la memoria su digna vida y gracias por contarla.
Tienes el don de escribir las palabras exactas para emocionar y hacer aflorar sentimientos escondido en un rincón de nuestra memoria.
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