miércoles, 20 de agosto de 2014

Bajo la higuera


Llevo tres años enteros intentando que la desazón y el pesimismo no me arrastren. Un año manteniendo la sonrisa y las ilusiones por una vida nueva que el enamorarme de manera inexorable hizo posible. En tan solo una semana todo eso se viene abajo por un hiriente ‘olvídate de mí’ de alguien que amo, y  que ya ha sido doblegado por las circunstancias y la distancia. 

Y mis fuerzas ya no dan para dos.

Mis ojos no pueden estar más tristes, escribo en una hoja de papel  como preludio a un libro que deseo escribir. Las frases hechas flotan en el aire a cada paso que doy por las calles conocidas; sólo escucho quejas o ánimos carentes de realidad, canciones manidas que me suenan a nada.

No puedo estar más triste.

Lo que imaginé, lo que deseé,  pasó de largo  como pasaron los besos y las caricias. Un cúmulo de despropósitos y la energía fluye en nuestra contra. Me vi abrazada a él,  besándole  siempre, en una tierra nuestra y sin banderas, un planeta único de dos. Quise dar  vida a alguien nuestro  para que todo ese  amor, esa complicidad  se hiciera persona, a través de besos y de tacto, perpetuarnos  en el tiempo;  ese tiempo que parábamos en nuestras lunas de miel, cuando no había agua y leíamos juntos. Silencios y remoloneo entre las sábanas de rayas azules. Palabras y caricias infinitas, pero sobre todo: sonrisas auténticas y reales  bañadas en aroma de higuera en un invierno deseoso de verano, nuestro verano, ese que nunca llegó.

Ahora mis músculos se agarrotan por el hielo que los atraviesa. Heridas dolorosas en oscura espiral.
Noto húmedos mis ojos, y en mi piel, la brisa suave de la tarde descifra una sensación pegajosa, y el peso del dolor se hace liviano.

Despierta, y atontada por la bruma de la siesta, veo a mi hijo Jöel, que con movimientos algo torpes y en susurro imperceptible, anima al caracol, que ha colocado sobre mi pierna desnuda, en su lento transitar. Se acerca tanto para hablarle, que su pelo rubio y alborotado me hace cosquillas, y sonrío.


Sonrío al corroborar que, otra vez, desvarío en sueños transportada por el efluvio dulce y seco de mi árbol mágico; aquel que plantamos cuando nació nuestro niño. Que aquellas palabras hirientes y ese pasar página fue solo para comenzar otra, y que el verano me llegó al fin, calentando mi alma con todos los matices posibles de la felicidad con minúscula. 

Foto ©Ana Meca


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Escribí esto en el otoño de 2012 y no lo hice público para no hacer daño, curioso, a la persona que más daño me ha hecho con diferencia. Siempre recuerdo una frase en una película de Eastwood: "Nunca olvido un whisky malo, un polvo malo y un hombre malo". Pues bien, ya puedo pronunciar la frase al completo cuando quiera, porque desde el verano del 2012 sé lo que es no olvidar a un hombre malo; y lo digo sin rencor, ira, odio o cualquier otro sentimiento negativo hacia esa persona, ya que dejó de importarme para siempre un 20 de febrero de 2013.

Ayer, 19 de agosto, dí de casualidad con un poema que me recordó este pequeño relato, y me lo recordó, porque como yo, el poeta manchego Dionisio Cañas adora la higuera de la misma manera que me fascina a mí. No conocía al poeta, he llegado a él de forma casual, ya sabéis, un amigo se lo recomienda a otro y yo lo leo, así. Las casualidades, las señales, esas cosas que han de tener algún sentido porque si no, no entiendo nada.

Dionisio Cañas, un poeta desconocidísimo para mí, no sé si para el resto. 
Hasta la coincidencia del título me asombra, era una señal de que tenía que colgar esta entrada sí o sí. He aquí el poema:
         Bajo la higuera
Aquí han muerto mis abuelos,
en soledad he leído algunos libros
y en una noche de verano
también hice el amor.
Es cierto que bajo estas hojas
ásperas como los días
en que el mundo parece no tener sentido
he visto las primeras estrellas
y que a pesar del tierno terciopelo
y del oro que adornan las gargantas
prefiero el seco perfume de la higuera.
Los gatos se pasean por sus ramas
y los pájaros devoran cada año
el fruto negro que el árbol nos entrega
como un dulce y enlutado regalo
alegrándonos el paso de los días.
Alguna vez he llorado bajo esta higuera
porque he visto en su soledad la nuestra
y en las arrugas de su retorcido tronco
los tatuajes del tiempo.
En el delirio eléctrico de la borrachera
he vuelto a enamorarme en este patio
y he charlado con las hojas oscuras
mientras me vigilaba la luna de diciembre.
Aquí me ha visitado algún amigo muerto
y hemos hablado de Nueva York
y de este pueblo trapecista
que se sostiene entre un cielo cegador
y el vacio de las cuevas.
Como una fecha irreal he visto escrito
el día en que nací en esta casa
donde mis padres se amaron sin saber
que yo sería tan sólo su torpe resultado.
Cuando en Manhattan pienso en ti,
vieja hermana de manos verdes,
siento que la vida siempre ha tenido razón,
que es el hombre quien hace su destino
y acepto esta temprana derrota del amor.
                                    Dionisio Cañas 

Para seguir leyéndolo, ¿verdad?
(Gracias, Jimbo)

domingo, 17 de agosto de 2014

¡Tócame!


Fantaseo con la idea de que tus manos me rocen, me acaricien,  me estudien en profundidad con la lentitud de un experto pianista. Quiero que mi cuerpo sea las teclas de tu piano, o las partituras, esas que retiras a un lado con la suavidad del que toca una obra de arte.

Escucho el sonido mágico del deseo en mi interior, porque no puedo hacer otra cosa que desear estar en los lugares que quiero estar, en momentos en los que quiero quedarme un buen rato, como en tus brazos cálidos de  hombre que me observa, que sabe mirarme  aunque dude. Un hombre que no miente con sus gestos ni con la palabra. E imagino tu boca, que según la posición desde la que te fotografíen recuerda a la boca de Marcello (¡aahhh, Marcello! Ese Giovanni en "La Notte" de Antonioni,  tan reservado, tan elegante, tan opaco). Tu boca, muy cerca de la mía la quiero.

Un suave parpadeo, una leve sonrisa, en silencio, y el beso.

Aspiro el aire, lleno mis pulmones, y me sumerjo en el agua estancada y fría del lago. Buceo, me contorsiono, hago giros y piruetas.  No quiero salir a la superficie, ese lugar en calma me canta para que me quede. No existe el dolor ahí abajo, pero tú estiras tu brazo y me agarras fuerte.
Empapado, y teniéndome así, sujeta por la cintura contra tu pecho, me hablas en susurro rozando mi cuello.

—Quédate aquí, no te destruyas.

Y al oír su voz  mi cuerpo experimenta una reacción extraña, se convulsiona, cambia de aspecto, de forma: una larga cola en lo que antes eran mis piernas aparece bajo mi vestido, mis brazos se van tornando fina capa transparente, plana y alargada, se agrandan y se extienden como alas. Otro par más brota de mi espalda provocando la fractura de mi epidermis, duele. La blancura de mi piel se torna azul turquesa y mis alas resplandecen con todo el espectro luminoso.

Ya no puedo hablarle  aunque lo intento, escapo de su abrazo, impulsada por un grito de rabia que no puede salir de mi garganta o lo que quiera que sea que tengo ahora. Él se queda estupefacto mientras sigue con la mirada mi vuelo imperfecto y novel; y sin saber muy bien qué hacer, regresa a Berlín, desconsolado.

Durante días no se levanta de la cama, apenas come, ni ganas de fumar tiene. A ratos se mira en el espejo y observa sus ojos claros entristecidos por mi ausencia. Él no sabe que estoy muy cerca curioseando, no me resultó difícil seguirle hasta ahí, pero sí cansado. Cuando descorre la cortina lo puedo ver con mayor claridad, mi percepción visual no es humana, mis ojos compuestos perciben lo que me rodea con una resolución de 30.000 pixeles, incluso en zonas de baja luminosidad, así que no me pierdo detalle aunque me rasgue el alma la impotencia de no poder hablarle y tocarle.

Vago por la ciudad sin rumbo, sabiendo que he de dejarlo marchar, aunque de vez en cuando regreso a su ventana, el recuerdo de un beso me tiene unida a él con hilo de plata, resistente y brillante.

Y así pasan las semanas, o eso creo, no controlo el paso del tiempo como antes, vigilando su sueño, me gusta ver sus pestañas en movimiento ondulado en la quietud de su rostro, hasta puedo sentir su cosquilleo si me concentro un poco. Quisiera tocarlo, decirle que estoy aquí, pero no puedo, existe un muro invisible entre los dos.

He de asumir que lo he perdido.

Hoy ha decidido salir de casa, está preparando sus bártulos, en su maletín guarda unas partituras, lo noto mucho mejor, más animado, ¿irá a interpretar para alguien? Lo sigo por las calles de la ciudad con mi zumbido característico pero no muy cerca de él para no delatarme. La ventana de esa casa en la que ha entrado está abierta de par en par,  y lo veo ahí, sentado al piano de nuevo; me alegra pero con una tristeza inmensa: ¿me habrá olvidado?

Una taza de té humea en una mesita pequeña, una anciana dama se lo ha preparado con todo el protocolo que la vida le ha enseñado. Bebe un largo sorbo y la deja sobre el platillo. Con sus ojos cerrados ejercita, masajea, estira sus dedos, y es cuando posa las manos sobre el teclado, cuando está a punto de acariciarlo, que sé con certeza que el tiempo ha pasado, sí, pero sigue manteniendo, como solía, los mismos preliminares antes de ejecutar la partitura.
Aprovecho para colarme por los vidrios abiertos y posarme con suavidad en el mismo filo de la taza, por el lado por donde él ha bebido. Al probar ese néctar me emociono, casi me siento llorar, es el mismo té que yo solía prepararle antes de comenzar sus ensayos. Todavía me lleva con él.

Y es la alegría lo que me anima a acercarme a su mano; la belleza y suavidad de sus manos. No pretendo asustarlo— ¡tócame!—le digo con todo el deseo, y al hablarle, sorprendido me mira, ¿será verdad que me ha escuchado? Alarga su mano y me acaricia como a la tecla del piano momento antes de comenzar su interpretación. Una oleada de electricidad  recorre mi minúsculo cuerpo, cierro las miles de lentes y me dejo llevar por el sonido que surge de la coreografía de sus manos sobre el teclado

Al abrir de nuevo los ojos, me encuentro allí con él, junto al lago, desnuda entre sus fuertes brazos que no dejan de tocarme; sus lágrimas saben a té y me las bebo una a una,  le sonrío con timidez:

— ¿Qué me ha pasado?
— No me importa dónde has estado, me alegra que regreses a mí.

Exterior. Día. Plano Corto de ella mientras escuchamos su voz en off.

“Si alguna vez te has sentido sola en la ciudad, completamente sola y fragmentada por el dolor de amor que se te ha agarrado fuerte y no te suelta, entenderás que lo único que realmente me importe de esta puta realidad es no dejar de notar unas manos y unos labios en mí.

Deseo que no dejes de tocarme en mis sueños, deseo morir de placer cada vez que lo haces, vivir en tus brazos y en tus labios aunque sea en esa fantasía. Sólo eso quiero.”



martes, 12 de agosto de 2014

El niño que mutiló Marina City (II)


He cerrado la ventana al notar el poniente, mi cuerpo está ardiendo y, aun así, me siento congelado aquí, al sur del muro. ¿En qué clase de hombre me estoy convirtiendo?

Acabo de cortarme el pelo otra vez, en cuanto me crece más allá del uno resulta ingobernable. Quizás es la única muestra externa de irreverencia, de las pocas cosas que se me van de las manos si las dejo. Por eso lo corto de inmediato, para hacer ver al pelo que lo puedo manejar, que se serene un poco.

Siempre ha sido así, mi intimidad y yo contra todo lo demás: Yo en la última fila en clase, yo frente a las teclas  de un piano, yo frente a los retos, yo contra al monitor en blanco, y ahora, yo contra ella.

Pese a mi hermetismo de quita y pon, (porque me muestro sólo a quien quiero y cuando quiero) nunca he estado solo. Hay muchas vidas en mí; algunas luchan por salir a respirar aire puro, pero la salida resulta efímera, pues no les doy cancha. No sé si considerarme emotivo, creo que ese sentimiento lo tengo secuestrado desde hace largo tiempo. En mis arrebatos, las palabras surgen duras y frías como el acero y para cuando quiero controlar eso, ya han escapado crudas por mi boca, sobre todo por el teclado, y una vez cometido el error es jodido perdonarme. Pero no me importa, tengo el control.

No me permito miles de cosas, no las merezco, o, al menos, eso creo. Sin embargo, ella opina todo lo contrario. Lo supe cuando me miré en sus ojos aquél día luminoso. Todo el Pantone concentrado en su mirada. Estaba guapa y se lo dije. También me atreví a decirle que aunque no lo creyera la había echado de menos. Y ella no me creyó, pero lo dijo sonriendo. Nos besamos mucho esa tarde, y yo hablé más de la cuenta. Todo un memorando de intenciones, cuánta osadía aquel día, no sé que me pasó, ese no era yo, creo.

Pese a mis silencios y a mis cambios de actitud, ella sigue intentándome, le gusto de verdad, y me busca, me prueba, testea. ¿Por qué cree en mí? ¿Por qué se ha fijado en mí?

Todos sus intentos de acercarse los corto de raíz.  Me mantengo intocable, férreo  cual edificio poderoso. No me inmuto y le saco la lengua. Es difícil llegar a mí, lo sé, y sé que daño con mis formas, y aun así, me divierte. De esa forma pago su fe… y así me voy a quedar una vez más, sin ver sus piernas en verano ni sus hombros desnudos invitándome a tocarla…

Sé que es una mujer Serie A, sólo pide que la conozca. Pero hay algo en mí que impide esa posibilidad, me aterra. Me gusta dormir solo, notar las partes frías de la cama al estirarme.
Cuando nos besamos todas las dudas se esconden, pero en el momento que me pongo a pensar, salta el chip de alarma, y la realidad de ese miedo, de esa inseguridad que siento desde la adolescencia que no me deja vivir con normalidad, lo sé, pero no estoy preparado, todavía no puedo enfrentarme a alguien como ella.

Ella se mantiene ahí, en silencio, esperando cualquier movimiento mío. La intimido, lo noto. Sufre, y lo peor es que me doy cuenta. Pero, ¿sabes qué?, odio las sorpresas, y eso que se las trabaja, he de admitirlo. Otros babearían con cualquiera de las muestras que me ha regalado a mí,  les haría claudicar de inmediato su puro neo-romanticismo, caerían rendidos ante esa sonrisa que no ha perdido jamás frente a mí, y aquella carta, ¡ay!, aquella carta de amor puro, brutal, fue lo más maravilloso que me han escrito nunca, lo puedo asegurar. Pero a mí me resbalan sus intentos, las cosas han de ser como me gustan a mí, de esa manera, y no de otra, lo quiero todo atado y preguntado, ni un mínimo margen a la espontaneidad. La naturalidad para los otros, ese no es mi campo.

Seguro que le encantaría verme perdiendo el control, seguro que sueña con ello mientras me piensa, o cuando intenta descifrarme. 
Me abruma su tenacidad, pero sólo por un rato, pues enseguida se me pasa y me mantengo callado y ausente varios días, semanas, meses y ella, paralizada, sin saber qué hacer o decir para no despertar mí enfado.

Y va dibujando corazones de tiza por ahí; jamás sabrá que encontré su letra en una pared. Su nombre junto al mío.

Cree no conocerme, y por eso duda que pueda encontrarme. Pero lo intenta, la muy jodida lo intenta, no le falta valor, las cosas como son. Me conoce más de lo que imagina por eso la aparto de mí. Nunca le daré lo que me pide con sus actos.
Esa niña sigue su instinto, demuestra valentía. ¡Ojalá yo pudiera hacer lo…!
Cualquier día le muerdo para ver cómo reacciona. Como aquélla madrugada que me lo pidió y me reí abiertamente. Me gustaba.  
¡Quién sabe! Quizá llegue el día que hasta yo me sorprenda.

¿Pero qué tonterías digo? Nunca llegará, no me apetece en absoluto que ella sepa de mí.
Así que después de su última ocurrencia, bonita por otro lado, aprovecho y la echo para siempre de mi contexto. Sin las respuestas que ansía, ella no es nadie para pedirme que reaccione, nunca la quise involucrar con mi gente, después de esta insubordinación, menos aún. Siempre actúa por libre y así no se hacen las cosas. Si lo que busca es cavar profundo yo no soy su pala, que le quede claro.

Un par de clicks, unas palabras y un punto.
Adiós para siempre, pequeña.

Desaparecido me siento muy cómodo. Por estas cosas nunca sufro, ya lo hacen ellas por mí. Otra chica que alejo del camino. Pero estoy acostumbrado a gustar, siempre habrá otras.

Sí, soy un cobarde, podría haber sido como estar en el cielo, porque si me doy permiso para pensar en ella, me doy cuenta que me gusta,… pero bueno, un par de horas y se me olvida,…

O no.


jueves, 7 de agosto de 2014

Abstracción


Mi piel es blanca y suave. Es como un lienzo en silencio esperando poder hablar, contar según qué cosas.

El verano le gusta a mi cuerpo ya que propicia su desnudez completa, elimina los yugos de los tejidos que lo atan el resto del año. Cuando hace este calor tan intenso me dan ganas de pasar más calor todavía, del que arde, de ese. (Entiendo perfectamente a ese jugador de fútbol que prefiere ciertas cosas a la sandía fresca, lo entiendo porque me ocurre lo mismo con diferencia de género).

Imagino que pinto mi cuerpo con jugos coloreados,  tatuajes efímeros que recorren cada centímetro de mi piel. Y te imagino a ti junto a mí, los ojos mirando los míos que te desean, tus manos extendidas  que me acarician, ya estás dispuesto a jugar  llevado por el aroma y el sabor de las gotas que vierto sobre mí: unas gotas de naranja exprimida por una de mis rodillas y otras de fresa madura por la otra, resbalando ambas cada una con su tempo, cayendo sobre una vaguada, marcando el recorrido con sus colores, no queriendo desaparecer evaporadas del todo; y es tu lengua la que sigue el trazo, la que busca  el líquido que me impregna.

Tus dedos son los pinceles que hundes en helado de chocolate medio derretido, los que dibujan líneas que unen mis lunares en un fine design exquisito que acabas comiendo sin dejar restos. Soy folio en blanco a tu placer y al mío.

Mis pequeñas colinas rebosando de leche de avellana bien fría, y tú abrazándome de frente susurrándome mientras te lo bebes todo. Me tienes, te tengo.

La quietud de la siesta, que nadie interrumpa mis siestas de verano.


Anoche me acosté tarde, así que la llamada del mensajero me ha despertado en pleno sueño. Era agradable, eso lo he sentido, pero no lo recuerdo en absoluto. Así que mirando el jugo que desprende  la remolacha al cortarla, me he quedado como traspuesta, pensando en cómo me gusta esa sangre magenta, soñando que soy como esa raíz que sabe tanto a campo y  que mancha las manos como si las hubieran herido a hierro.

Me fascina todo lo que deja ese color y sus matices: las moras negras, o cualquier otra baya oscura y salvaje,  las brevas, la uva negra,…

Y es, mientras me chupo los dedos, que pienso que soy como ella, quiero dejar impronta de mí, mancharte el alma, que no me olvides sin más, que me recuerdes con ese color alegre, vibrante y optimista, o por el color de mis ojos, o el de mi pelo incluso. Aunque lo maravilloso sería que me recordaras por mi sabor o mi aroma. Las palabras que más feliz me han hecho últimamente, me las dijo alguien no hace mucho: 

     —  Sabe a canela.

Nunca quiero ser otra más en largas listas, es un defecto que tengo.