Llevo tres años enteros intentando que la desazón y
el pesimismo no me arrastren. Un año manteniendo la sonrisa y las ilusiones por
una vida nueva que el enamorarme de manera inexorable hizo posible. En tan
solo una semana todo eso se viene abajo por un hiriente ‘olvídate de mí’ de alguien que amo, y que ya ha sido doblegado por las
circunstancias y la distancia.
Y mis fuerzas ya no dan para dos.
Mis ojos no pueden estar más tristes, escribo en una
hoja de papel como preludio a un libro
que deseo escribir. Las frases hechas flotan en el aire a cada paso que doy por
las calles conocidas; sólo escucho quejas o ánimos carentes de realidad,
canciones manidas que me suenan a nada.
No puedo estar más triste.
Lo que imaginé, lo que deseé, pasó de largo
como pasaron los besos y las caricias. Un cúmulo de despropósitos y la
energía fluye en nuestra contra. Me vi abrazada a él, besándole
siempre, en una tierra nuestra y sin banderas, un planeta único de dos. Quise dar vida a alguien nuestro para que todo ese amor, esa complicidad se hiciera persona, a través de besos y de tacto, perpetuarnos en el tiempo;
ese tiempo que parábamos en nuestras lunas de miel, cuando no había agua
y leíamos juntos. Silencios y remoloneo entre las sábanas de rayas azules.
Palabras y caricias infinitas, pero sobre todo: sonrisas auténticas y
reales bañadas en aroma de higuera en un
invierno deseoso de verano, nuestro verano, ese que nunca llegó.
Ahora mis músculos se agarrotan por el hielo que los
atraviesa. Heridas dolorosas en oscura espiral.
Noto húmedos mis ojos, y en mi piel, la brisa suave
de la tarde descifra una sensación pegajosa, y el peso del dolor se hace
liviano.
Despierta, y atontada por la bruma de la siesta, veo a mi hijo
Jöel, que con movimientos algo torpes y en susurro imperceptible, anima al
caracol, que ha colocado sobre mi pierna desnuda, en su lento transitar. Se acerca tanto para hablarle, que su pelo
rubio y alborotado me hace cosquillas, y sonrío.
Sonrío al corroborar que, otra vez, desvarío en sueños transportada por el efluvio dulce y seco de mi árbol mágico; aquel que plantamos cuando nació nuestro niño. Que aquellas
palabras hirientes y ese pasar página fue solo para comenzar otra, y que el
verano me llegó al fin, calentando mi alma con todos los matices posibles de la
felicidad con minúscula.
Foto ©Ana Meca |
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Escribí esto en el otoño de 2012 y no lo hice público para no hacer daño, curioso, a la persona que más daño me ha hecho con diferencia. Siempre recuerdo una frase en una película de Eastwood: "Nunca olvido un whisky malo, un polvo malo y un hombre malo". Pues bien, ya puedo pronunciar la frase al completo cuando quiera, porque desde el verano del 2012 sé lo que es no olvidar a un hombre malo; y lo digo sin rencor, ira, odio o cualquier otro sentimiento negativo hacia esa persona, ya que dejó de importarme para siempre un 20 de febrero de 2013.
Ayer, 19 de agosto, dí de casualidad con un poema que me recordó este pequeño relato, y me lo recordó, porque como yo, el poeta manchego Dionisio Cañas adora la higuera de la misma manera que me fascina a mí. No conocía al poeta, he llegado a él de forma casual, ya sabéis, un amigo se lo recomienda a otro y yo lo leo, así. Las casualidades, las señales, esas cosas que han de tener algún sentido porque si no, no entiendo nada.
Dionisio Cañas, un poeta desconocidísimo para mí, no sé si para el resto.
Hasta la coincidencia del título me asombra, era una señal de que tenía que colgar esta entrada sí o sí. He aquí el poema:
Bajo la higuera
Aquí han muerto mis abuelos,
en soledad he leído algunos libros
y en una noche de verano
también hice el amor.
Es cierto que bajo estas hojas
ásperas como los días
en que el mundo parece no tener sentido
he visto las primeras estrellas
y que a pesar del tierno terciopelo
y del oro que adornan las gargantas
prefiero el seco perfume de la higuera.
Los gatos se pasean por sus ramas
y los pájaros devoran cada año
el fruto negro que el árbol nos entrega
como un dulce y enlutado regalo
alegrándonos el paso de los días.
Alguna vez he llorado bajo esta higuera
porque he visto en su soledad la nuestra
y en las arrugas de su retorcido tronco
los tatuajes del tiempo.
En el delirio eléctrico de la borrachera
he vuelto a enamorarme en este patio
y he charlado con las hojas oscuras
mientras me vigilaba la luna de diciembre.
Aquí me ha visitado algún amigo muerto
y hemos hablado de Nueva York
y de este pueblo trapecista
que se sostiene entre un cielo cegador
y el vacio de las cuevas.
Como una fecha irreal he visto escrito
el día en que nací en esta casa
donde mis padres se amaron sin saber
que yo sería tan sólo su torpe resultado.
Cuando en Manhattan pienso en ti,
vieja hermana de manos verdes,
siento que la vida siempre ha tenido razón,
que es el hombre quien hace su destino
y acepto esta temprana derrota del amor.
Dionisio Cañas
Para seguir leyéndolo, ¿verdad?
(Gracias, Jimbo)