De niña pasaba los veranos en Lorca, mi pueblo. Un taxi solía recogernos a mis hermanos y a mí haciendo un largo viaje que se convertía en emocionante a partir del término municipal de Fuente la Higuera. Esa fue siempre, para mí, la frontera que separaba mi vida habitual y rutinaria de lo que estaba por pasar, lo inesperado de las vacaciones veraniegas. Doy gracias por haber disfrutado de aquellos largos meses tirada por los campos de Tercia, en la Vereda de La Palma, en la casa de mis abuelos maternos donde nací.
Mis pequeñas manos juntas en el filo de la ventanilla del coche, mi barbilla apoyada en ellas, expectante, con la mirada azul atenta.
Sabía que faltaba poco para llegar a mi pueblo cuando, fugazmente, pasábamos frente a unos soldados apostados a las puertas de un cuartel, inmóviles bajo el siempre asfixiante calor del verano. En alguna ocasión en la que el conductor aminoraba la marcha, hasta podía ver las caras de esos hombres, (entonces me lo parecían, y a medida que yo crecía, ellos eran cada vez más jóvenes) incluso más de uno me guiñó un ojo desde su firmeza al verme pasar. Ese hecho hizo que pensara que todos los soldados me pertenecían. Cosas de niña.
Tras el acuartelamiento de Jabalí Nuevo, casas al borde de la carretera principal, más campos y huertas junto a casas de placetas emparradas, redes de acequias que transportaban agua sin vacilar y sin medida a los pies de montes cercanos, secos y con su peculiar pátina polvorienta que los difuminaba en el horizonte…y el aroma inconfundible de los purines de los cerdos en las "marraneras" de los parroquianos que me anticipaba la entrada a mi destino. (Nunca me molestó ese olor pese a mi olfato delicado).
El 31 de julio regresé a la Ciudad del Sol por la que no me había dejado caer desde años antes del terremoto. Iba con el nerviosismo previo del viaje del que nunca me puedo deshacer, con el dolor por los ausentes, y con el miedo a derrumbarme cuando alguien me preguntara ¿Cómo estás? por el momento personal que estaba pasando esos días,... que andaba hecha una mierda, vaya.
Pero como siempre es una alegría inmensa ver a tu gente contenta y saludable, el reencuentro con mi familia materna fue un momento feliz, y tras comer todos juntos, en la tarde larga que sesteaba, me di una ducha y decidí pasear a solas por la ciudad, por las calles que me gustan. Otro reencuentro que tenía pendiente.
Y ahí estábamos, la ciudad y yo, ambas en construcción.
Ver la mayor parte del patrimonio destrozado me recordaba que el paso del tiempo es imparable, algo que jamás podremos controlar. Calles enteras cuyas viviendas de cien años cayeron al suelo o sujetas fachadas con grandes garras de hierro que dejan ver el interior de lo que una vez fueron viviendas, que miro con cierto reparo, como si me inmiscuyera donde no me llaman.
Carteles de seguridad de obra por todas partes, andamios, grúas, muros seccionados, grietas y polvo. Saludé cada esquina, cada tramo de calle o avenida, mientras me dolía la ausencia definitiva.
Disfruté en soledad sólo esos instantes donde me permití la melancolía, luego ya fue todo comidas, reencuentros agradables con buena gente, mucho cariño, más comidas, cervezas y helados.
Arañazos profundos de un gato que de un salto quedó enganchado a mi pierna desnuda como si portara un piolet y lo hubiera clavado en la montaña de mi muslo.
Paseos en familia por el Pantano de Puentes y el Acueducto de los diecisiete arcos, y lo que más disfruté sin duda: baños al sol con los hijos de mis primos y mis sobrinas entre las risas por globos de agua que explotan en la cara y con una manguera como único artilugio moderno, igual que hacía en aquellos veranos que se fueron.
Durante esos momentos fui niña otra vez. Está bien poder serlo de vez en cuando.
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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea