Fue en mayo cuando al llegar a casa, exhausta por todo un día de intenso trabajo, vi la bolsa de té sobre mi escritorio, sin nota, sólo su cuidado envoltorio dorado en el que leí Rooibos Chai, mi favorito.
Mi compañera de piso me dijo que lo habían traído directamente de Sant Ferrán Té y que no dijeron más que mi nombre.
—Y no me mires así, que no tengo nada que ver. Tu comportamiento estas últimas semanas ha sido nefasto, no mereces un premio.
Recuerdo con nitidez ese momento porque rompió totalmente mi rutina diaria, la de llegar a casa, ducharme, cenar algo de pie en la cocina en silencio e irme a la cama sin perder un minuto. Sus palabras me hirieron y me di cuenta de lo estúpida que estaba siendo con ella, la única persona que cuidaba de mí. ¿Dónde había quedado esa mujer alegre que siempre fui?
—Lo siento mucho Lola, sé que no soy la mejor compañía. El trabajo me absorbe y no logro concentrarme en nada. Cuando no tengo curro lo necesito, y cuando lo tengo… un asco. Me estoy perdiendo por momentos, lo sé.
—Anda, pon agua a calentar y nos tomamos una taza de eso —dijo Lola mirando la bolsa. ¿Tienes un admirador secreto en la oficina?
El segundo paquete me pilló escuchando a los Deerhunter mientras ponía un poco de orden en mi habitación. Mi afición por las lanas apenas dejaba ver la cama. Tejía mis pocos ratos libres en cualquier postura a lo largo y ancho de esa estancia. Pensaba que si lograba concentrarme contando los puntos mi mente lograría vaciarse poco a poco de lo inservible, como aquella nostalgia que me tenía atada a un contexto que al parecer yo misma creé.
Esa vez, la mezcla de té negro con avellana y canela, llegó a mi puerta un sábado mientras sonaba “Helicopter” en el reproductor. El muchacho que me lo trajo desde la tienda dijo no saber nada, sólo que debía traer el encargo a esta dirección.
Si cada vez que tomaba una taza de Rooibos sentía curiosidad por saber quién estaba detrás del envío, con el té negro empecé a preguntarme seriamente quién demonios conocía mi tienda favorita y mis sabores fetiche. A menos que Lola me mintiese e hiciera toda esa pantomima del admirador para intentar una vez más desviar mi atención más allá de ese círculo concéntrico en el que en modo bucle giraba mi vida.
Mi vida, qué contradicción unir esas dos palabras en una misma frase; no es verdad que sea mía, ya no me pertenece.
Cuando semanas más tarde llegó el tercer paquete de té supe que las casualidades no existen, y que la persona que me lo enviaba estaba intentando decirme algo. Al abrirlo y respirar profundamente el maravilloso aroma que desprendía, fui transportada a los bosques nórdicos: a un verano recolectando bayas para hacer tartas y mermeladas, a los baños en el lago, y sí, a las picaduras de los mosquitos también, tenía que ser realista.
Pensar en té era también recordar aquél momento en el que ilusionada, él, mi pensamiento salvaje, me confirmó que a su regreso nos veríamos, lo cual me auguraba un futuro inmediato en el que podía pasar de todo entre los dos: hablaríamos, nos tocaríamos, y mil cosas más que siempre deseé que ocurrieran. Me dijo que probaría su colección de té y yo le creí. Más tarde me di cuenta que de eso trataba todo, de coleccionar, y yo, lejos de olvidar, afirmo que no se puede echar más de menos a una persona. No dio tiempo al desgaste así que sigo deseándolo por encima de cualquier otra cosa. Es mi debilidad, y con la llegada de paquetes de infusiones se acentúa más mi nostalgia. ¿Y si fuera él?
Así fue como, entre paquete y paquete, decidí largarme de la ciudad, hacer el viaje que tanto, tanto, había preparado en mi mente. Tenía razones suficientes, lo necesitaba con urgencia si quería cambiar el rumbo de vida, y aunque siempre soñé visitar la isla con él — ¡qué ingenua!—, tenía que asumir que eso ya no iba a ocurrir; y además, que lo de viajar sola no me asustaba, tras varios cruces de charco lo había superado con nota alta. A lo que no me había sobrepuesto es a la profunda tristeza en la que me dejó esa historia mínima. Desde luego que había amado en mi vida a otros y con intensidad, pero lo que sentía por ese hombre efímero era, además de inexplicable, nuevo para mí, no tenía nada que ver con mis experiencias pasadas, nada.
Cuando le dije a Lola que en diciembre me iba a Islandia, ella soltó un sonoro ¡Por fin! Intenté explicarle mis razones, pero no me dejó hablar.
—Tienes que ir, tienes que ir… olvídate de todos, tienes que vaciar, Ana, sé que sabes la teoría, llevas años estudiando esa asignatura, ahora has de practicar todo lo aprendido. Qué contento se va a poner Rubén cuando se lo cuente. Y desapareció de mi vista en busca de su teléfono móvil.