Chicago, primavera de 1957
Estimado Louie,
Una vez más te escribo cuando los
niños duermen ya, y aunque dije que la carta anterior sería la última, una duda
me tiene intranquila todo este tiempo que ha pasado entre aquella misiva y ésta.
He de reconocer que pese a mi
promesa, incumplida con estas palabras, la necesidad de contacto aumenta
ostensiblemente con el paso de los días, y me deja exhausta el pensarte tanto. No
tengo costumbre de esto y parece como si me agujereara el alma. ¿Es este
sentimiento mío, común?
Me gusta tanto mi soledad porque
me protege de la gente, que creí ser inmune de por vida a que cualquier evento
ocasional me proporcionara inquietud, desasosiego. He vivido siempre con esa
voluntad, pero toda esta aparente fortaleza se desvaneció cuando tus ojos hicieron
contacto con los míos entre Delaware y Rush.
En un primer momento, tan solo vi
a un hombre mirando un escaparate. Acababa de hacerme un autorretrato, y, en esa misma posición, reencuadré y disparé mi Rolleiflex como lo hago
de forma habitual. La luz daba de lleno sobre tu
traje de corte impecable, y me gustó cómo jugaban las sombras y las luces con
tu cuerpo; entonces te giraste hacia mí y la luz iluminó tu rostro, lo que me
turbó momentáneamente, provocando un segundo disparo sin variar el encuadre. El
dedo actuó de forma independiente a mi cerebro, mi cuerpo quedó paralizado sobre la acera. Nunca
me había pasado eso. Hasta ese día, jamás he hecho la misma foto dos veces.
Me puse muy nerviosa cuando me
miraste, estoy tan acostumbrada a que a algunos no les haga ninguna gracia que
les fotografíe, que me dije, vaya, ahora tendré que dar explicaciones al
caballero. Pero no, fuiste tan gentil, y tu voz tan seductora que me vi
aceptando tu propuesta sin pensar. El resto de esa tarde ya lo conoces.
Llegaste a la ciudad a la vez que lo hacía el otoño. Fueron pocos encuentros pero intensos y yo, ya no me reconozco. Soy
una persona comedida, nada dada a la demostración de afecto, hasta con mis niños
queridos adopto una actitud marcada y recta dentro del cariño que les tengo que
es mucho, pues no sabes cómo pueden llegar a absorber y a traspasar los
límites si les dejas; así que estoy acostumbrada a las distancias y no al contacto de piel
con piel.
La excitación y la atracción de
esos días se tornaron dicha para recordar en mis días iguales. Pensé que eso me
bastaría, que podría sobreponerme a tu ausencia, pero son muchos los ratos en que
eso es tarea imposible. Te echo de menos muchísimo y aún así, me queda la duda,
esa que te comento al principio de esta carta, de si en verdad estás quemando
mis cartas, si en verdad no me escribes como te supliqué. Lo cierto es que yo
misma me contradigo porque en este instante es tan grande mi deseo por ti que
quisiera que me estuvieras mintiendo, que no quemaras mis letras, que las
leyeras una vez y otra, encontrar una carta tuya muy larga sobre mi
escritorio. Sí, es algo que imagino cada noche metida en la bañera, mientras
enjabono mi cuerpo con las manos; nunca había sido tan consciente de mi cuerpo como hasta ahora, desde que lo acariciaste tú. Y quiero leerte, ¿qué digo? Muero por leerte, porque no puedo escucharte,
porque no puedo tocarte. Y busco tu aroma en la calle como animal salvaje, por
si te me apareces de frente, pero no te encuentro. Y no quiero amarte porque no
puedo tenerte.
Me tiemblan las manos al poner por escrito mis pensamientos más íntimos, comunicarme de esta manera no es propio de mí, te lo aseguro, me hace sentir desnuda en mitad de Times Square.
Quemaré los dos negativos, que no me
he atrevido a positivar, cuando me crea preparada. No sé si será esta semana,
la que viene o dentro de diez años, pero lo haré cuando ya no me duela
pensarte, para que el rastro de ti se evapore del todo y no quede constancia que en ese
lado de la ciudad, aquí en Chicago, hubo un tiempo en el que tú y yo nos encontramos.
Sé con certeza que no amaré a
otro, Louie. Ahora lo que quiero es que mi deseo por ti se torne
indoloro o que fluya hasta los mínimos, porque me siento impotente y triste.
Ya puedes quemar esta carta, que no voy a decir que sea la última aunque lo espero, quémala junto a mi retrato, que nadie
sepa que he amado.
Vivian Maier
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