La primera vez que escribí un
cuento fue por estas fechas en mis días de colegio. Se organizó una especie de
concurso como animación a la escritura para el alumnado (todas niñas) en los
días previos a las vacaciones navideñas, las mismas que ya entonces no disfrutaba
en absoluto (me viene de largo mi aversión a la alegría por decreto ley).
Recuerdo que me esmeré mucho en
su presentación, dibujando en las páginas finales de cada capítulo, y colocando estrellas
brillantes en su portada. Me fascinaban esos pequeños tubos de vidrio con tapón
de corcho en el que se veían claramente los colores de la purpurina.
Prometí a mi profesora que me
presentaría y ahí andaba yo, escribiendo páginas y páginas tamaño cuartilla
junto a esa estufa de gas que me daba dolor de cabeza si olvidábamos colocar un
cacharro con agua en las cercanías.
No recuerdo el título que le di,
supongo que algo rimbombante, muy victoriano, porque por entonces yo
coleccionaba cromos de una ilustradora que dibujaba niñas como Anne of Green
Gables, mi querida Anne Shirley de Tejas Verdes en Avonlea. Esa ilustradora
mostraba un mundo tranquilo de vidas sencillas y apacibles, rodeados de
paisajes bucólicos que me invitaban a soñar, de botas a la entrada de la casa,
de suelos de madera sin pulir. Se podía saborear el color de las moras en el campo, y oler el aroma de las
manzanas en el árbol, escuchar el crepitar del fuego en el hogar siempre
encendido. Me relajaba mirar sus paralizados tiempos de lecturas bajo el calor
de las mantas hechas a ganchillo con grannys
de mil colores. La tenue llama de los faroles de aceite que podía iluminar todo el cuadro, y esos gatos familiares jugando con los ovillos de la abuela,
porque siempre había una abuela que tejía, en mi vida real también. En el universo de aquél álbum se obviaba a los hombres casi por completo, no así a los
niños.
Imaginé mi primera historia mirando uno de esos cromos que utilicé como comienzo, ¡era tan pequeña!
Anne y Diana. El faro en la isla del Príncipe Eduardo en Canadá |
Me encerré durante varios días
para sacar aquel cuento navideño adelante, una historia en el que no había dispendios, lujos, nacimientos ni ritual cristiano alguno, tan solo una loa al
invierno, al frío, a los copos de nieve que siempre me han fascinado, a los
ríos congelados donde patinar, los vinos calientes con aroma de canela y
jengibre, el calor del fuego que calentaba el alma y el espíritu; sí que había
árboles de los que pendían adornos artesanos de madera, guirnaldas de hojas
recogidas en los bosques cercanos, y esa quietud de la naturaleza que se
predispone a dormir, un silencio que yo me empeñé en recargar con conversaciones pueriles,
echándolo todo a perder.
Todos los personajes hablaban sin
parar, recuerdo el trazo de los guiones que antecedían a la frase dicha por unos y otros.
Era como estar en una película francesa pero sin diálogos profundos e inteligentes, vamos, que me
lié tanto que aquel montón de hojas escritas no sirvió más que para confirmar
que cuando me comprometo con algo lo cumplo, otra cosa es que lo haga bien o al
gusto de los que siempre esperan lo mejor y aquella monja no dejaba de preguntar
si ya lo tenía acabado, ¡qué presión!. Supongo que se me daba mucho mejor subirme al escenario
que escribir la historia que se pudiera representar en él. Pero lo acabé, y
como colofón lo llené de estrellas mínimas y pegamento Imedio.
Ya os podéis imaginar que no
gané, pero la empresa era escribirlo a tiempo y lo cumplí. El único recuerdo que
dejé no fue el de una historia magnífica e imborrable, sino el de aquel reguero de purpurina que quedó un tiempo en la cartera, en el pupitre al sacarlo de ésta, en el cajón de la profesora,…
hasta en el hábito de la monja dejé mi rastro brillante, cosa que no gustó nada
a su férreo código de humildad y pobreza.
El último día de cole nos fueron devueltos los relatos a las participantes y pude leer
el ganador de camino a casa, acompañada de varias de mis amigas que
vivían por las calles adyacentes a la mía. La flamante ganadora con sus bastos gadgets
de ortodoncia que siempre me pareció preciosa, había dado la palabra a
cacharros de cocina y a animales, y me sentí tan falta de imaginación que
estuve varios días soñando con la tetera parlanchina y el tazón de leche
descascarillado y maltrecho.
Ahora, en mis historias, los
personajes apenas hablan. Creo que no se me da bien, no me resulta natural, y
por eso los sumo en largos silencios, como los de aquella niña que fui:
observadora del mundo desde mi pequeña estatura, con mis grandes ojos azules
abiertos de par en par, viviendo la realidad demasiado pronto, queriendo aprender
y tomar mis propias conclusiones de la vida y del comportamiento humano. Ojalá
mañana, éste sea ejemplar y honesto con las personas.
Absolutamente delicioso!
ResponderEliminarAbsolutamente delicioso!
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