Apalancada en sombra sobre el poste de una señal de tráfico en la esquina cualquiera de un barrio singular de la ciudad, observo el cruce de calles echando rápidas ojeadas al texto escrito de la canción islandesa que intento aprender. Espero.
El sol da de lleno en la esquina roja de enfrente. El paso del tiempo me resulta imperceptible, mas la vida del barrio transcurre como un sábado ordinario a estas horas del mediodía.
Señoras mayores tirando de carro o cesta de la compra, parejas jóvenes con hijos que pasean por la calle camino a realizar alguna actividad concreta, como si no debiera existir el momento aburrimiento y tuvieran que ocupar cada segundo del día en hacer algo. Abuelos que con sus bastones hablan de la vida con pasos lentos, a veces bruscos, otros rezagados se quedan junto a un portal. Cada cual lleva su ritmo hasta en la voz: mismo lugar, mismo tramo temporal, diferente tempo.
Mi canción favorita de Sigur Rós se repite y cada vez recuerdo más palabras. Logro la perfecta pronunciación hasta donde alcanzo a entender sin necesidad de mirar la libretilla de notas. Mejoro progresivamente. Los arreglos orquestales me emocionan y me llevan a lo más alto, y es entonces, mientras me imagino escuchar algún día a este grupo en su tierra del norte, cuando sin esperarlo aparece él por la esquina recién pintada del bar de copas, ahora cerrado a cal y canto.
Él, el hombre que deseo todo el rato.
Igual que cuando sueñas que llevas mucho tiempo caminando bajo la oscuridad, por una carretera que te aleja del yugo, del ahogo; cuando determinada huyes de lo que te asfixia buscando ser tú en alguna otra parte, cuando ya tus pies casi no te responden heridos dentro de las zapatillas de felpa destrozadas... y entonces, al girar la curva, ves el mar; esa sensación de sorpresa más que agradable es la que siento.
Incapaz de escuchar nada y eso que no he parado la reproducción, se hace el silencio y todo se ralentiza hasta quedar petrificada mirándole de incógnito. Durante esos escasos segundos en los que no me ve, experimento una violenta descarga de adrenalina, una brusca modificación del ritmo cardiovascular golpea mi pecho y sólo alcanzo a escuchar el son frenético de mi órgano vital.
¡Qué pasada disfrutar ese instante!
Cuando cruzamos la mirada y sonreímos alejados el uno del otro, yo permanezco apoyada sujetando el poste, y él parado junto a su amigo. Ninguno se dirige hacia el otro. Todo queda detenido entre los dos, excepto mi presión sanguínea que fluye 'Allegro Fortissimo', y me digo: «¡Me encanta ese hombre, ¿será posible?!»
Por un instante imagino que corre hacia mí sin importarle nada de lo externo para besarme como él sabe hacerlo en la intimidad. Estas son las cosas que una piensa cuando está en plan Anne de Tejas Verdes... sobreexcitada por su repentina aparición. Pero, nunca ocurren estas cosas fuera de la ficción, y esta vez no va a ser una excepción.
Al final soy yo la que cruza la calle, la que lo busca. Al alcanzarlos en la acera que quema nos damos dos besos fríos como personas que apenas se conocen, saludo también a su amigo y nos decimos frases que nada importan. Llega un tercer amigo y deciden marchar. Otra vez sola me quedo, esperando. Vuelvo a mi lugar, el anonimato, y a las notas y palabras de idioma extraño que me tiene enganchada.
El día sólo acaba de comenzar, y promete ser muy largo, al menos para mí, pues me temo que por muchas horas que pase cerca de él, hoy no será el día en el que vuelva a probar su boca.
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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea