En el asiento trasero del taxi berlinés
que le llevaba a casa luchaba por mantenerse despierto; empresa difícil tras
dos días de callejeo, bares, comidas y alcohol, más las dos horas y
media sin interrupción, dando salida a los sonidos en 7”, desde el mejor Northern Soul hasta el
refrescante boogaloo tropical, que ahora descansaban en su maleta.
Había dormitado levemente en el
sofá esquinero de color verde, en aquel camerino cavernoso del garito nocturno, con las voces de los que no tienen fin como
fondo arrullador, hasta que decidió huir de allí para cambiar aquello por la
cama donde descansar sus huesos.
Ya a salvo de festines interminables, y en el más absoluto silencio, pensó en ella. Su mano izquierda acarició su
entrepierna sin darse cuenta y con la misma lentitud con la que a ella le
gustaba tocarle al comienzo de sus encuentros furtivos, rozando apenas. Pasó de la ducha y se tumbó en la
cama. Le escribió un corto mensaje de texto que, ante su sorpresa, pronto obtuvo respuesta.
Al otro lado del texto, en otra
ciudad, ella permanecía tumbada en la cama también. Entre emoticonos de risas
ella leyó un par de párrafos de un libro de Salinger, equivocándose a veces. No
le supuso esfuerzo leerle con su voz sexy de radio, salvo por lo complicado de
pasar página con una mano y mantener apretado el botón del audio con la otra.
Fueron unas horas divertidas y
excitantes. Y tanto fue así que, cuando decidieron cortar la conversación,
ella se entregó al placer cerrando los ojos y con el aroma de la camiseta de él
sobre la cara, sintiéndolo dentro moverse con lentitud, como la trastoca por
completo. Y él, aunque dijo que dormiría un rato, siguió acariciándose con el
recuerdo vívido de la lengua de ella entrando y saliendo de su boca, lamiendo despacio, dibujando círculos con su saliva alrededor de su pene cubierto y
apetecible.
Eran las diez y media de la mañana de un domingo cualquiera. Los dos se durmieron a la vez.
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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea