lunes, 12 de agosto de 2019

Leer después de besar


Las paredes desiguales de la sala se ven salpicadas de pequeños dibujos hechos a mano, collages, papeles pegados como cromos antiguos, y alguna puntada de bordado con hilo de color. No hay muebles, sólo unos lienzos de suave muselina cuelgan en mitad de la estancia y juegan con el cuerpo todavía flexible de ella en los ejercicios de estiramiento que realiza.

Hay más gente en la habitación pero desaparecen cuando él entra. Tiene el mismo aspecto que recordaba, su pelo tan corto dibujando perfectamente el cráneo, su mirada azul y sus bonitas manos. Se sienta en el suelo junto a ella y le hace la primera pregunta, ¿cómo has logrado mi teléfono y por qué has mentido diciendo que eras de la administración pública? El hermano pequeño de ella se levanta del suelo y se marcha dejándolos a solas. Cuando traspasa la puerta aparece la madre que lo coge de la mano y ya no tiene treinta años, ahora es un niño de cuatro y regordete.

El arquitecto la mira con dureza, siempre fue así cuando algo escapaba a su control, mirada severa, inquisitoria pese a la sonrisa que gasta. No lo dice, pero le gusta mucho tenerla delante.

El viento que entra por las ventanas hace bailar las cortinas, un agradable ambiente en el que los dos se reencuentran después de seis años de la desaparición motu proprio del hombre.

Al principio ella no contesta a sus preguntas, simplemente lo observa incrédula por tenerlo allí, él se arrastra hasta la pared más cercana y vuelve a preguntar cómo lo ha localizado. En su tono de voz se mezcla el no querer ser encontrado con el placer por verla.
Ella se acerca a él sigilosa y cuando lo alcanza los dos se levantan arrastrándose pegados a la pared, sin hacer ruido; él es más bajo de estatura, no le llega a ella al hombro, le ha crecido el pelo de punta y lo tiene más oscuro.
Qué gusto le da estar junto a él, ya no recordaba su aroma ni su piel. Todo se le remueve por dentro cuando, decidida y diciéndole que sólo quería volverlo a ver, le besa en los labios, él le devuelve el beso obligado por la cercanía del abrazo que los envuelve, pero enseguida le da otro, y otro más. Besos intensos pero sin lengua. El deseo por saborear su saliva va creciendo en ella al mismo compás que él lo hace en estatura. Con los besos, el hombre va experimentando un cambio de look radical, muy punki.
Ella respira y besa su cuello una y otra vez, sin prisa. No, por favor, eso no me lo hagas, mi polla se vuelve adolescente y no puedo consentirlo. He de irme. Todo eso le dice el arquitecto a ella sin moverse un centímetro de donde está. Ella nota la excitación que provoca en él y le encanta. Se roza y pega más a su cuerpo ronroneando con apetito.

Él estira la mano y coge algo de la pared que se suelta con facilidad, un adorno hecho en papel seda, el escudo del Real Zaragoza. Se lo guarda en el bolsillo del estrecho pantalón.

La luz es muy agradable, él, que ya no va vestido de hombre de oficina ha superado su altura real y tiene un punto andrógino que recuerda a una de las componentes de un grupo musical de los ochenta.
Ella tararea mentalmente algo de Las Vulpes y, sonriendo, le despide en la puerta. Hay que dosificar, se dice, que las cosas buenas se acaban pronto. Sabe que volverá, ella cree en la química.

Camina hacia los ventanales y sale por uno de ellos a una terraza amplia donde tiende algo de ropa de un barreño. Las vistas dan a la playa. Se asoma e imagina que lo verá salir por la puerta principal, pero lo que se encuentra es el pistoletazo de salida de una carrera de coches hechos a mano, hombres y mujeres disfrazadas pilotando vehículos curiosos que se desplazan y destrozan por el paseo principal donde la gente, todavía en bañador, se agolpa ociosa para disfrutar del espectáculo veraniego.

Las sombrillas pueblan la orilla en el atardecer plomizo de agosto, ella se suelta el pelo y respira hondo el aroma a sal. Hora de leer, de meter la nariz en el libro sin estrenar.



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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea