La vida me empujó a ser una niña outsider casi antes de nacer. Siempre observándolo todo y a
todos en silencio, aunque desde la primera fila en clase obligada por el apellido.
No era dada ni a mostrarme ni a
contar mis cosas a nadie, que para una vez que lo hice morí de vergüenza al
saber que aquélla “amiga del alma” en la que confié, había contado mi secreto a
toda la pandilla; sí, lo sé, fue mi error. Confío en el ser humano desde mi
más tierna infancia, y aunque alguno no pueda calificarse como tal, todavía me
cuesta pensar en la capacidad real de hacer daño por maldad
Así fui en mi infancia y mi pre-adolescencia, que
no sé dónde acaba una y empieza la otra, si cuando a los cuatro años, notando
unos latidos en mi pecho pregunté a mi abuelo qué era aquéllo, y él, con su habitual rudeza de campo soltó la cruda frase: cuando no los sientas es que te has muerto…o con la pregunta hiriente de
mi padre durante una comida cuando yo contaba cinco años: cuando muera, ¿me
llevarás flores al cementerio? Un par de
años después murió por un cáncer de pulmón bestial no habiendo
cumplido los cuarenta.
Nunca he fumado. Nunca llevé flores. No se puede ir jodiendo la vida con ese tipo de preguntas.
El caso es que fue tan corta mi
infancia (ese estado en el que no te dedicas a pensar ni a ver la realidad, solo
a jugar e ir al cole) que yo misma me propuse alargarla al máximo por mi bien. Para que
luego digan que no es posible, todavía ando en ello.
Yo era una niña outsider y algo oscura,
de las de vida interior, de las que leían por todas las esquinas a escondidas o
dibujaban casas en papel cuadriculado, (muchas veces excavadas en el interior
de la tierra, como hormigueros con todas las comodidades). Una personita que no
necesitaba nada material, que nunca pidió nada a su madre, excepto aquella navidad, un bate de béisbol para jugar en la calle con todos sus vecinos. ¡La de
carreras que nos hicimos esas temporadas de liga con sólo unos palos!
Jugar en la calle, la felicidad
máxima.
Por supuesto, los reyes magos no
trajeron el bate (debieron ver en mí a la republicana que ya era), en su lugar
había un bebé que hacía pompas con la boca, ¡qué gilipollez y qué decepción!, la verdad. Nunca se lo tuve en cuenta a mi mami, pero me resultó
incomprensible, ¿qué pudo pasar por su cabeza al elegir ese regalo para mí? Estaba claro, no me conocía.
Este hecho de mi vida fue
redimido años después, por Ra, el hombre con el que me casé, cuando un día apareció
en mi portal llevando un bate de madera, réplica de los años 40. Ese hombre
me escuchaba, me leía, me escribía, y tenía esos detalles conmigo; algunas de
las razones por las que me enamoré de él.
Yo era de escuchar música en la radio, o con el reproductor de cassettes
de mi padre. Pasaba muchos ratos escuchando y cantando de todo. Abría esa maletita roja
y elegía: Antonio Molina, Perlita de Huelva, Concha Piquer, Bruno Lomas, Nino Bravo,…El testamento
de un cordobés nacido en el 39.
Mi oscura automarginalidad cambió
de aspecto cuando me di de bruces con Freddie
Mercury y su banda, eso fue un punto y aparte para mí. Siempre he dicho que
con Queen me liberé de todos los
prejuicios, dogmas y tabús inculcados en el colegio de monjas. Puede pensarse que
exagero, pero lo que ni monjas ni curas pudieron de mí hacer con misas y con
sermones, lo hizo este hombre subido al escenario con esa seguridad, con su pecho casi siempre al
descubierto, su voz potente…¡Qué showman!
Era escuchar los primeros acordes de alguna de las
canciones, y me lanzaba veloz
a la pista de la discoteca JM, estuviera haciendo lo que
estuviera haciendo y con quien lo estuviera haciendo. El cuerpo me pedía baile, y
con mi coreografía particular allá iba yo, sin miedo. Fue una época en la que
descubrí que si algo te gusta mucho, si lo deseas, había que ir a por ello; que
nadie me podía parar, que soy un torbellino muchas veces suicida. La pasión me alimenta.
Hay que seguir los instintos y más cuando tiran de ti tan fuerte, porque si es así, es que algo bueno hay al otro lado del hilo, esperando.
Hoy se cumplen veintidós años
desde que Mercury se largara a tomar
viento. Veintidós años ya, que yendo al instituto escuchara la noticia en la
radio, en mis auriculares, y llorara desconsoladamente, porque se iba alguien
con el que había disfrutado mucho. Otra etapa se cerraba sin remedio posible y lo hacía con la muerte de por medio.
Una mierda, me dije entonces y me
digo ahora; que la gente tipo "mierder"
muera en su lecho, de viejo, y otros mueran por vivir la vida libremente y sin
miedo, antes de tiempo. A algunos la muerte prematura los convierte en leyenda,
eso ya lo sabemos los que nos quedamos. Pero a mí, aquel día, saberlo no me consoló en absoluto.
A Jota, mi amiga con mayúsculas
y a Lony, mi niña de Algeciras, mi soldado, por las tardes de verano en Lorca