Existe un punto en mi cuerpo que
me pica insistentemente. Está situado entre mi hernia cervical y la
siguiente vértebra sana hacia abajo, desplazado un poco a la derecha (mal).
Me lo imagino disfrazado de lunar
precioso y perfecto, como tantos otros que tengo dispersos por mi mapa corporal,
pero mis ojos no alcanzan su posición correcta ni mirando ayudada de un
retrovisor casero. Así que me conformo con esa estampa ficticia. Sin embargo, todas las etiquetas
de mis camisetas y de algún suéter de invierno lo encuentran, son más hábiles
que yo. Lo acarician, rozan, lo acuchillan, se clavan en el mismo centro
neurálgico, y empieza la fiesta molesta, esa que sufres desde la ventana de
enfrente cuando ni siquiera has sido invitada.
A veces, el picor llega a extremos
de dolor y este perdura incluso cuando
ya hace rato que me he desnudado y nada lo toca. (Tocar: un verbo que se ha
convertido en metáfora deseable, y al parecer, poco probable).
6:04 Dispuesta a salir de casa he tenido que quitarme la camiseta con movimiento
rápido y eficaz, y armada de tijera, proceder a la disección del sobrante
incómodo, agujereándola de paso, claro. ¡Fatal!
6:45 - 18° en la ciudad. En el bus de al
lado, un hombre dormita con la boca abierta. Suenan The Honey Trees en mi reproductor y muevo mis manos al compás, dibujando ondas suaves, amago de baile mientras espero el verde del semáforo.
El picor no cesa y mi mente se va
hasta la cama de un hospital en un episodio de House en el que el ácido y
atractivo doctor no da con la causa de la enfermedad que acaba matando a una
chica. Más tarde, mientras la preparan, descubren un ínfimo punto en su espalda,
el que desencadenó todo. Una señal donde cada día rozaba el sujetador. Sólo
eso, tan elemental, tan insignificante, y así, desapareces sin más. ¿Por qué
pienso en estas cosas a estas horas?
6:50 Paseo por las calles todavía
nocturnas; un anuncio de centro comercial dice “Adoro el invierno”. La media
luna mira desde lo más alto. ¡Qué pequeña soy y qué infinita me siento!
Los jardines del museo del
sevillano Vázquez Consuegra están totalmente a oscuras y en calma. No niños ni
adolescentes, no perros meando en sus zonas verdes.
Me pica y rasco el puntazo. Pese al
madrugón diario disfruto de estos veinte minutos de paseo mientras hago tiempo
para mi transbordo, me cruzo con muy pocos. Hoy he dado tregua a Wallander y
escribo esto con letra que luego me costará descifrar.
7:10 En marcha a la faena. Por un
momento y por el balanceo del autobús, me quedo traspuesta pensando en mis cosas, o en ti quizás, pero una
señora cierra de golpe la ventana que hay sobre mí, y me jode el sueño. La
verdad, no son formas. Y la brusca interrupción me hace pensar que se aproxima
el cambio de hora que más detesto y menos entiendo, y que tendré que hacer algo
para tomarme la llegada del invierno de manera más positiva. Sí, seguro que
habrá momentos chulos.
7:40 Todavía no clarea el día. Pensaré
en una habitación que se me haga interminable contigo.
Ahora, a dar los buenos días a
mis compañeros.
Has traslado esa incómoda sensación a tus palabras. Qué picor, qué angustia. Espero que sea un lunar benigno que se queja por una etiqueta mal puesta.
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