Hoy me gusta la rosa que es una flor que nunca lo hace por norma, si exceptuamos la rosa candida de ocho pétalos y sin espinas; esa sí me complace.
Cabeza rapada pero no al cero, camiseta negra y pantalón ceñido con la misma ausencia de color que lo hace aún más delgado, botas militares y unas cadenas largas en escalada desde su cintura por todo su muslo izquierdo que chocan con aroma metálico mientras camina. Un aspecto pulcro pero inconformista. Lleva el paso rápido y seguro del hombre que sabe adónde va.
Sólo un detalle da la nota de color a esta imagen, visión fugaz sobre el asfalto frío en este viernes que ya empieza a oler a fiesta de fuego. En su mano izquierda, la más cercana a mí, lleva una rosa de tallo muy largo con los pétalos abiertos, como ofreciéndose toda. Nada que ver con las que intentan vendernos las presencias silenciosas de la noche en cualquier garito. Esa rosa roja se puede oler desde donde estoy, y la lleva agarrada con mucha suavidad. ¿Cuál será su destino? ¿Es su mano el final del trayecto?
Veo cosas y empiezo a imaginar historias, me pregunto qué ven los ojos que se cruzan conmigo en su camino. Qué ven cuando me miran.
Veo un hombre de aspecto demacrado, apoyado en la ventanilla del autobús, abatido por la vida que parece superarlo. Mujeres que esperan junto a mí sin parar un segundo sus movimientos nerviosos, incapaces de permanecer fijas en un punto de la acera. Me angustia cuando entran en mi plano, por la esquina superior izquierda del libro que leo en todas partes; entra y sale con brusquedad de yonqui. Cierro el libro. Fin del plano.
Miro las cabezas, si se abren los mechones de cabello y dejan ver la coronilla, sé cómo duermen: boca arriba. Alguna persona violenta con su mirada fija, hombres que no se cortan. Muchos van como yo, aislados de la multitud con la banda sonora que elegimos en sus cableadas orejas. Si el aroma de la música pudiera traspasar los sentidos, pero se queda en mi interior, yo que no sé leer partituras y carezco por completo de toda capacidad de entonación (lo que no evita que cante en voz alta cuando me apetece).
Miro las manos de los hombres. Tema aparte.
Cuántos ojos mirando la misma cosa viéndola de forma diferente. Nadie mira de la misma manera, por eso cuando veo en el cine una mirada intensa de esas que turban cuerpo y alma, y digo: ¡ya quisiera yo que un hombre me mirara así!, sé que lo que pido es una quimera. Las miradas, aún siendo ficción, son únicas. Aunque tengan el mismo significado, ninguna se parece a otra, existen tantas como ojos, millones.
Me gusta esa rosa roja en la mano de ese muchacho porque, por primera vez, la veo fascinante, bella y el recuerdo del aroma no me aburre, ha dejado de parecerme artificiosa.
Si esto fuera una película me quedaría aquí en plano americano, pensando o inventando dónde va o de dónde viene. Pero no lo es y las imágenes siguen sucediéndose sin que podamos controlarlas. El chaval regresa más pausado por el mismo camino, y puedo ver su cara de felicidad: va de la mano de su “y si fuera ella”, se miran y sonríen nerviosos. La flor ha llegado a su destino, la mano de ella. También viste de negro.
Se aman, eso no lo tengo que imaginar, todavía lo sé diferenciar. Fin de semana prometedor para ellos.
La primavera, que ya está aquí.
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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea