domingo, 15 de febrero de 2015

Secuencias que me fascinan (III)


Confieso que en algunas ocasiones he llegado al final de una película con la emoción desbordada y he llorado sin consuelo, es decir, hipando y dejando rodar lagrimones que bien podrían haber calmado mi sed en un día caluroso en medio del desierto, y sin líquido que llevarme a la boca.

El cine siempre ha sido mi refugio, mi rincón exquisito donde todo o nada podía pasar, desde donde he viajado y experimentado situaciones que jamás me habrían ocurrido en la vida real. Me hace sufrir, me enseña sobre temas que no sé, me cabrea porque me muestra la capacidad inmortal del ser humano de ser lo más despreciable. Pero sobre todo, lo que siempre me ha fascinado es que unos personajes, unas notas musicales, o el silencio, me vuelven invisible, desaparezco y ya no soy más yo.

El significado de soñar en mayúsculas sólo me lo ha dado el cine y el estar enamorada, momento en el que nunca he pensado en lo que los demás puedan darme, sino en lo que soy capaz de dar. Y esta película está llena de todo esto, de cine, de amor, inconmensurable amor al cine; es por eso que desde las primeras notas de Ennio Morricone ya sabes que no tienes escapatoria, te envuelve la nostalgia invisible del paso del tiempo, de aquellos días en los que la única obligación que tenías era vivir, y la posibilidad de la muerte aparecía como un personaje extraño, afín a los adultos, pero que cuando te toca en la infancia te deja sin ser más niña de un hachazo, ¡corten! ¡mierda!




Muchos se niegan a ver a Cinema Paradiso de Giusseppe Tornatore como una gran película, reconociendo que tiene sus trampas, o simplemente hablar de ella porque les parece demasiado sensiblera o “de llorar” (como si no hubiese llorado yo en películas de guerra, de periodistas, de la mafia…), pero es precisamente por eso, porque no hay ser que no se emocione en algún momento lo que en parte les preocupa. Muchos siguen pensando que mostrar sentimientos es etiquetarse para siempre de vulnerable, lo que me recuerda que cuando veía películas en compañía de mis hermanos, en cuanto la cosa se ponía de ¡uuuffffff!, los tiros cesaban o los personajes se besaban,  comenzaba el intercambio de tonterías entre ellos o a jugar dándose golpes, y ya no había paz; uno de los motivos de sólo ver cine con gente con la que poder ver cine o en soledad. “Los hombres no lloran”, “tengo una imagen que mantener”,…ya sabéis, todas estas cosas, y a lo mejor es cierto en parte, quién quiere aparecer débil frente al otro. Yo, pues no me importa, porque viendo cine ya no estoy aquí, a este lado de la pantalla, pertenezco por entero al celuloide que me absorbe sin pausa.

La secuencia que me fascina de Cinema Paradiso es sin duda la que todos tenéis en mente, la de Salvatore (Jacques Perrin) adulto viendo el magnífico montaje que le hizo su gran amigo el operador (Philippe Noiret) con todos los besos y escenas censuradas en ese cine que le vio crecer y donde aprendió todos los trucos del oficio, ese cine donde se enamoró del cine. Porque toda la película es un homenaje al amor por el cine, a los que amamos el Cine sin control, al amor, y a la amistad que no deja de ser otra clase de amor.



          


Amor, amor…
¿Qué hay más importante en esta jodida vida que ese sentimiento poderoso? Porque cuando eres correspondido por lo que sea, o quien sea del que estés profundamente enamorado la sensación de “absolute power” es tan brutal que asusta.

Me emociona el sonido del proyector, sonido fascinante que surge por ese pequeño agujero hecho en la pared tras el cual sabes que en el inaccesible y mágico habitáculo hay un hombre (nunca vi una mujer) manejando unas latas que resguardan la preciada copia: vulnerable, delicada, sobada y, a veces, muy perjudicada. Pero ni las rayaduras, ni los fotogramas vacíos o inexistentes, o las manchas me hacían regresar a la realidad. Esos primeros pitidos que marcaban el comienzo de la cinta, esos números en los fotogramas blanco sobre negro, y al empezar la película, el sonido del proyector como que se diluía. Mis pupilas dilatadas de niña absorbiendo metros y metros de ese celuloide que a veces se quemaba en cabina y que la destreza del operador arreglaba con prontitud.

Añoranza hasta del material, la textura, que ya nunca es la misma. Amo ese cine de grano e imagen imperfecta, el del artesano.

Y al encenderse las luces, de nuevo traspasamos el umbral de la fantasía, marchándonos de la sala con las imágenes y las palabras amontonadas en nuestra cabeza, en las tripas, en la piel, o en el limbo más profundo de nuestro cuerpo, nuestra conciencia. Masticando con la mente, cerrando los ojos para rememorar ciertas imágenes que se quedarán en nuestro museo particular en exposición virtual.


El cine no se acabará nunca.

3 comentarios:

  1. Solo la pude ver una vez. No me gusta llorar, y esta pelicula me emociona demasiado.

    Creo que la magia de las peliculas de 35mm ya ha pasado. Ahora hay un operador para cuatro o cinco salas, todo es digital, DTS, THX... pero las historias siguen emocionando igual, no te parece?

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    1. Siguen emocionando claro que sí, de ahí mi frase final...El cine no se acabará nunca.

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  2. Si el cine no está hecho para emocionar, ¿para qué sirve? ;)

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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea