Azúcar glas en caída libre sobre
una rosquilla perfecta, azúcar fino que se funde con la fría nieve de los
campos.
Meticuloso y sensible el que
cuenta las pastillas en una farmacia de toda la vida por donde pasa el tiempo
sin que nada trascienda.
Alguien bebe, fuma mucho y lee
poemas de John Berryman. Ese alguien es como el agua para un tulipán marchito que
revive unos instantes ante su mirada.
La lluvia que todo lo moja y lo
vuelve melancólico; unas pesadas cadenas
inertes sobre una húmeda piedra como
losa sin voz.
Todo queda atrapado en el diseño
de un papel, sobre una pared cualquiera, de una casa cualquiera en el estado de
Maine.
Los créditos son capaces de
contarnos todo eso, no los detalles, pero sí darnos una visión general de lo
que estamos a punto de ver. En aparente estado de
tranquilidad y quietud, los personajes, que soportan, como intuimos, durante
largo tiempo ya, están a punto de explotar, de expandir sus verdaderos miedos,
sus sentimientos que por el paso del tiempo han quedado demasiado ocultos al
resto. Esa apariencia, guardada en una cómoda de la abuela bajo llave.
¡Qué pesada carga!
¿Qué los paraliza?
La cena, único rato en el que la
familia al completo aparece junta que no unida; momento en el que resulta forzado
mirarse de frente, hablarse a la cara.
Me detengo en un fotograma concreto,
cuando ya hemos visto bien la cara y la actitud de la mujer protagonista, Olive
Kitteridge (espléndida Frances McDormand) frente a su esposo Henry Kitteridge
(espléndido Richard Jenkins).
Olive se levanta a fregar su
plato para zanjar una discusión, es su manera de expresar disconformidad,
pesar, rabia y no sé si también odio, aunque quiero creer que no; da la espalda
a quien se sienta a cenar frente a ella cada noche y la incomoda hasta lo
insoportable, pero lo calla. Si no lo mira
ni lo ve, no existe; quizás lo que ella desea muchas veces a lo largo del día.
Siempre evita mirarlo cuando él hace algo amable o le muestra una brizna de
cariño con temor a soliviantarla, pero ella es escurridiza y no ve la cara de
él que transmite la tristeza del que se siente apartado, ninguneado e invisible.
Ella sólo lo mira fijamente con saña y con el reproche de la que aborrece
su vida y culpa a la otra parte de su desdicha. Le quita el plato y él sólo acierta a decirle que aún no ha terminado, y nos decantamos por Henry, ahí nos tiene ganados.
Acabamos idealizando lo que no
tenemos y nos remueve el estómago, lo prohibido, lo que no puede ser, es más tentador y excitante.
Ollie se gira hacia el fregadero,
y ahí, a su derecha el detergente JOY, irónico nombre (alegría) para una rutina
tan dolorosa, donde los gestos más comunes como servir la cena o beber de la
taza parecen hechos con pesar, como cuando suspiras sin tener nada que hacer
por arreglarlo, suspiras y ya, no te queda más.
No veo alegría por ningún lado,
incluso las pocas flores que crecen en la tierra mojada de la entrada parecen
tristes, cualquier atisbo de corazón, amabilidad por parte de Henry es cortado
de raíz, lavado con jabón por ella, restregado con saña e ironía muy borde.
Resulta curioso que, durante la
cena-elevada a discusión, cuando ella aparece en plano con el fregadero y el
ventanal a su espalda, en ningún momento se vea la botella de detergente, ella
la tapa con su cabeza; sólo hay alegría (sutil) y sonrisa en su cara por los
poemas recitados y el cigarrillo compartido. Más allá de eso, todo es desdén y
frialdad matemática.
Olive Kitteridge es una miniserie
inmensa y demoledora sobre vidas simples y anónimas donde cada gesto, cada
movimiento expresa con amplitud.
Una Serie de detalles, de muchos
detalles, de palabras no pronunciadas; hilada con elegancia e inteligencia por Lisa
Cholodenko, y con un reparto excepcional. Un premio Pulitzer llevado a la pequeña pantalla con maestría por un equipo sensacional. Un ejercicio cinematográfico de
nivel para ver, y volver a ver, y a ver…
HBO, caballo ganador.