jueves, 31 de diciembre de 2015

Lugares comunes



Dicen que en cada ciudad hay un bar o cafetería que se llama Nebraska...

Y al ver todas las imágenes que existen en la red, así es, pero nada será nunca comparado a nuestro Nebraska, todo un fetiche de la tapa con género de mercado.

El Nebraska de nuestra ciudad ha desaparecido por completo, ya sólo es un recuerdo curvo lo que queda en ese chaflán de la Avenida Barón de Cárcer con calle Pie de la Cruz
La otra mañana, al pasar por allí, vi que han quitado su enorme marquesina plateada, ese saliente en curva, con aquellas grandes letras, he creído que siempre fueron negras sobre el fondo blanco del rectángulo luminoso, pero no es así. Y me resulta tan curioso recordar algo con tanta nitidez cuando no es cierto, que pienso que mi mente me juega malas pasadas a propósito. Sería otro lugar lo que yo recuerdo, porque primero fueron naranja y después el cartel corrido negro, por eso me entristece mucho haber prestado toda mi atención de los últimos años al lado opuesto a la cafetería, mirando el edificio del Mercado Central, que me fascina. 
Olvidamos las cosas que nos son habituales con tremenda rapidez, y un buen día, desaparecen. Los tiempos modernos que no dejan pausa y qué poco miramos hacia arriba, caminamos mirando fijos el suelo con miedo a tropezar.







Esta noche, mientras terminaba de leer un libro de Mankell, me vino a la memoria un hecho ocurrido hace más de dos años bajo la marquesina curva de la cafetería ya en obras; me vi resguardada a medias de la lluvia persistente en aquél mayo prometedor, ilusionada y feliz por volver a encontrarme con él. Se retrasaba y recuerdo callejear por el barrio, merodear por una sala de arte durante un rato, reencontrarme con el chico de los besos del instituto después de muchísimos años. Me alegró mucho verlo. Luego me planté bajo el techado del bar, cerca de la farola para poder tener luz y leer. Se mojaron las páginas del libro que ese día eran de papel, me mojé yo y el frío entró en mi cuerpo como presagio del frío que me alcanzaría de madrugada. 

Y llegó él.

Estaba nerviosa, excitada, ansiosa por tocarle y oler su aroma una vez más. Ese lugar se convirtió esa noche en punto de referencia en el timeline de nuestra historia. Y como he estado recordando eso, durante el intervalo de tiempo que he dormido, he estado dentro del Nebraska trabajando de camarera a turnos, de colegueo con el camarero más antiguo del bar. He visto colgadas en las paredes del interior fotos del estado de Nebraska junto a imágenes antiguas de Valencia, imágenes en blanco y negro cedidas por Rafael SolazEn el sueño me repetía una y otra vez el comienzo de esta entrada para recordarla al despertar. Y mientras tanto, la hija de otra de las camareras se me revelaba con un gran don para las Bellas Artes; sus dibujos, pese a su corta edad, eran magníficos y así se lo comento a su madre que no sabía nada de la vena artística de su niña ni de su obra.


El sueño acabó pronto y sólo he recordado la primera frase, una lástima porque lo que memorizaba sonaba magnífico, o eso creía mientras lo hacía. Es lo que tienen los sueños, que imaginas cosas realmente fantásticas, como aquella noche que pasé con Clint Eastwood hablando de nuestras cosas en perfecto inglés de USA y en Cinemascope.


sábado, 19 de diciembre de 2015

Reflexionando


La primera vez que escribí un cuento fue por estas fechas en mis días de colegio. Se organizó una especie de concurso como animación a la escritura para el alumnado (todas niñas) en los días previos a las vacaciones navideñas, las mismas que ya entonces no disfrutaba en absoluto (me viene de largo mi aversión a la alegría por decreto ley).

Recuerdo que me esmeré mucho en su presentación, dibujando en las páginas finales de cada capítulo, y colocando estrellas brillantes en su portada. Me fascinaban esos pequeños tubos de vidrio con tapón de corcho en el que se veían claramente los colores de la purpurina.

Prometí a mi profesora que me presentaría y ahí andaba yo, escribiendo páginas y páginas tamaño cuartilla junto a esa estufa de gas que me daba dolor de cabeza si olvidábamos colocar un cacharro con agua en las cercanías.


No recuerdo el título que le di, supongo que algo rimbombante, muy victoriano, porque por entonces yo coleccionaba cromos de una ilustradora que dibujaba niñas como Anne of Green Gables, mi querida Anne Shirley de Tejas Verdes en Avonlea. Esa ilustradora mostraba un mundo tranquilo de vidas sencillas y apacibles, rodeados de paisajes bucólicos que me invitaban a soñar, de botas a la entrada de la casa, de suelos de madera sin pulir. Se podía saborear el color de las moras en el campo, y oler el aroma de las manzanas en el árbol, escuchar el crepitar del fuego en el hogar siempre encendido. Me relajaba mirar sus paralizados tiempos de lecturas bajo el calor de las mantas hechas a ganchillo con grannys de mil colores. La tenue llama de los faroles de aceite que podía iluminar todo el cuadro, y esos gatos familiares jugando con los ovillos de la abuela, porque siempre había una abuela que tejía, en mi vida real también. En el universo de aquél álbum se obviaba a los hombres casi por completo, no así a los niños. 

Imaginé mi primera historia mirando uno de esos cromos que utilicé como comienzo, ¡era tan pequeña! 

Anne y Diana. El faro en la isla del Príncipe Eduardo en Canadá

Me encerré durante varios días para sacar aquel cuento navideño adelante, una historia en el que no había dispendios, lujos, nacimientos ni ritual cristiano alguno, tan solo una loa al invierno, al frío, a los copos de nieve que siempre me han fascinado, a los ríos congelados donde patinar, los vinos calientes con aroma de canela y jengibre, el calor del fuego que calentaba el alma y el espíritu; sí que había árboles de los que pendían adornos artesanos de madera, guirnaldas de hojas recogidas en los bosques cercanos, y esa quietud de la naturaleza que se predispone a dormir, un silencio que yo me empeñé en recargar con conversaciones pueriles, echándolo todo a perder.

Todos los personajes hablaban sin parar, recuerdo el trazo de los guiones que antecedían a la frase dicha por unos y otros. Era como estar en una película francesa pero sin diálogos profundos e inteligentes, vamos, que me lié tanto que aquel montón de hojas escritas no sirvió más que para confirmar que cuando me comprometo con algo lo cumplo, otra cosa es que lo haga bien o al gusto de los que siempre esperan lo mejor y aquella monja no dejaba de preguntar si ya lo tenía acabado, ¡qué presión!. Supongo que se me daba mucho mejor subirme al escenario que escribir la historia que se pudiera representar en él. Pero lo acabé, y como colofón lo llené de estrellas mínimas y pegamento Imedio.

Ya os podéis imaginar que no gané, pero la empresa era escribirlo a tiempo y lo cumplí. El único recuerdo que dejé no fue el de una historia magnífica e imborrable, sino el de aquel reguero de purpurina que quedó un tiempo en la cartera, en el pupitre al sacarlo de ésta, en el cajón de la profesora,… hasta en el hábito de la monja dejé mi rastro brillante, cosa que no gustó nada a su férreo código de humildad y pobreza.

El último día de cole nos fueron devueltos los relatos a las participantes y pude leer el ganador de camino a casa, acompañada de varias de mis amigas que vivían por las calles adyacentes a la mía. La flamante ganadora con sus bastos gadgets de ortodoncia que siempre me pareció preciosa, había dado la palabra a cacharros de cocina y a animales, y me sentí tan falta de imaginación que estuve varios días soñando con la tetera parlanchina y el tazón de leche descascarillado y maltrecho.

Ahora, en mis historias, los personajes apenas hablan. Creo que no se me da bien, no me resulta natural, y por eso los sumo en largos silencios, como los de aquella niña que fui: observadora del mundo desde mi pequeña estatura, con mis grandes ojos azules abiertos de par en par, viviendo la realidad demasiado pronto, queriendo aprender y tomar mis propias conclusiones de la vida y del comportamiento humano. Ojalá mañana, éste sea ejemplar y honesto con las personas.


martes, 8 de diciembre de 2015

Ole sokea


A veces las notas no son como las imaginamos. Son sólo trozos de papel en el que se escribe algo que se desea a cambio de haber alcanzado una puntuación más elevada en la lista de alguien.



A veces las notas, las que quieres, no llegan y la culpa es toda tuya, por querer, por imaginar, por crearte expectativas, por creer que sí se puede. Añoras las notas sencillas y directas pasadas de mano en mano durante la clase, con ese miedo que te hace temblar por si es interceptada por el profe. Cuando eres estudiante, cuando eres niña, todo se ve claro, incluso a los mayores que fingen, sobre todo eso. Ves cristalinas sus mentiras.

Y esa claridad pueril, aparece convertida en imágenes de Super-8 mientras escuchas, ya en la madurez, tu lista de canciones favoritas que día a día se hace más y más larga. La música no tiene fin; dicen que no te gustarán nuevas cosas eternamente, que llega un momento en el que te estancas, yo creo que esa regla inventada es falsa, no tiene nada que ver con el año de tu nacimiento, sí con tus inquietudes artísticas. Me gusta la gente con curiosidad, incluso aquellos que parecen seguros y no lo son tanto pero lo intentan, los miedosos me aburren.

La música atrae los recuerdos sin filtrar, tan aleatorios como esas canciones que van apareciendo en el reproductor. En ocasiones la melancolía invade tu cerebro de una manera brutal por cosas que sólo has imaginado con alguien que ya no está o que fueron reales y no aciertas a responder para qué.
Otras, te imaginas a ese amigo tuyo del alma bailando, deslizándose por la pista tímido, y con su parte tierna tan escondida que nadie la ve, ni siquiera él.

¿Todo va a ser tan complicado desde ahora como lo está siendo desde hace unos años? Pues, vaya mierda.

Quiero escribir y no me atrevo. Es más, me aterra la sola idea de escribir aquí ese “quiero escribir”. He estado pensando varias semanas sobre algunos temas que me rondan, éste no es ninguno de ellos, y no me he atrevido a sentarme con la intención exclusiva de soltar sobre el teclado cualquier historia inventada o no.
Principios de diciembre y me confundo con el frío, ese que deja mi cuerpo envarado y robotizado; mas mi cerebro, mis órganos vitales, mis venas y arterias, todo sigue muy caliente ahí dentro, en este cuerpo blanco a medio arreglar.

Sí, todas las putas canciones hablan de mí, y si no es así, me lo invento sobre la marcha,…

Y de repente, me veo sentada a la orilla de un mar lejano, entre redes, grandes agujas y pequeñas barcas que nos protegen de la arena que se revuelve por ese pequeño temporal que azota la costa. El aroma del pescado fresco y la sal lo inunda todo: mi cabello corto, mis ropas sucias, mi piel ajada y morena.

El frío ha llegado a mis manos que cubro con mitones sin dedos. No las puedo calentar con nada. Me pongo a jugar con lanas y tampoco, el frío se traspasa de mi gancho del 9 mm a mis manos y viceversa, y lo dejo por imposible, pero me gusta tanto tejer que lo medito; si las situaciones me gustan, regreso feliz a ellas para vivirlas el máximo tiempo permitido.

De todas las cosas que no quisiera nunca hacer de manera consciente o inconsciente, dañar a otra persona es la primera de la lista. Sé que no estoy vacunada contra ello y que la convivencia en sí ya es terreno abonado para que en algún momento suceda, pero que sepáis que estoy en contra. Por otro lado, tampoco creo que deba pedir disculpas por sentirme feliz en momentos muy concretos, con alguien en particular, por decirlo o por querer más besos.

Mi mente no planea, los sentimientos van por libre. Al principio eriges un pequeño muro para resguardarte, pero éste se puede hacer trizas en un segundo.

Sí que hay límites, sí, parece que siempre los hay, a ver si lo aprendo algún día y dejo de saltármelos para no herir o enfadar a otros.

Y mientras, la música fiel cantándome mi vida desde mi lista de favoritos en modo aleatorio, para que cualquier canción sea inesperada.

Ilustración Ana Meca sobre unos pajarillos de Nurica

Caminando por la calle Ana María Matute de este pueblo donde vivo, salta la canción de Jens Lekman, y en ese mismo instante una bandada de aves aparece ante mi vista cruzando el cielo limpio de nubes. El arpa del comienzo juega con sus movimientos ondulados, ese planear perfecto en el aire, buscándose, alejándose para regresar al lugar asignado; todo mientras suena “Your arms around me”. Me parece un momento tan emocionante que soy feliz mientras dura, hasta que no queda ni un solo pajarillo en el rectángulo amplio de cielo que alcanzo a ver desde mi punto fijo en la tierra. Ninguna persona que se cruzó conmigo miró el espectáculo, yo fui única testigo de la naturaleza y sus leyes.





Llegué unos minutos tarde a clase a pesar de que el argentino me azuzaba desde el hall con sus gritos de viernes. Pero mi sonrisa no me la iba a quitar nadie aquella mañana, es mi espada, y caminaba al compás de la canción que siguió sonando hasta llegar a la puerta del aula técnica 3.

We watch, we listen and we remember.
Siempre