Dicen que en cada ciudad hay un
bar o cafetería que se llama Nebraska...
Y al ver todas las imágenes que existen en la red, así es, pero nada será nunca comparado a nuestro Nebraska, todo un fetiche de la tapa con género de mercado.
El Nebraska de nuestra ciudad ha
desaparecido por completo, ya sólo es un recuerdo curvo lo que queda en ese
chaflán de la Avenida Barón de Cárcer con calle Pie de la Cruz.
La otra mañana, al
pasar por allí, vi que han quitado su enorme marquesina plateada, ese saliente
en curva, con aquellas grandes letras, he creído que siempre fueron negras sobre
el fondo blanco del rectángulo luminoso, pero no es así. Y me resulta tan
curioso recordar algo con tanta nitidez cuando no es cierto, que pienso que mi mente me juega malas pasadas a propósito. Sería otro lugar lo que yo recuerdo, porque primero fueron naranja y después el cartel corrido negro, por eso
me entristece mucho haber prestado toda mi atención de los últimos años al
lado opuesto a la cafetería, mirando el edificio del Mercado Central, que me
fascina.
Olvidamos las cosas que nos son habituales con tremenda rapidez, y un buen día, desaparecen. Los tiempos modernos que no dejan pausa y qué poco miramos hacia arriba, caminamos mirando fijos el suelo con miedo a tropezar.
Olvidamos las cosas que nos son habituales con tremenda rapidez, y un buen día, desaparecen. Los tiempos modernos que no dejan pausa y qué poco miramos hacia arriba, caminamos mirando fijos el suelo con miedo a tropezar.
Esta noche, mientras terminaba de
leer un libro de Mankell, me vino a la memoria un hecho ocurrido hace más de
dos años bajo la marquesina curva de la cafetería ya en obras; me vi resguardada a medias de la lluvia persistente en aquél mayo prometedor, ilusionada y feliz por volver
a encontrarme con él. Se retrasaba y recuerdo callejear por el barrio, merodear por
una sala de arte durante un rato, reencontrarme con el chico de los besos del
instituto después de muchísimos años. Me alegró mucho verlo. Luego me planté bajo el
techado del bar, cerca de la farola para poder tener luz y leer. Se mojaron las páginas
del libro que ese día eran de papel, me mojé yo y el frío entró en mi cuerpo
como presagio del frío que me alcanzaría de madrugada.
Y llegó él.
Estaba nerviosa, excitada,
ansiosa por tocarle y oler su aroma una vez más. Ese lugar se convirtió esa noche en punto de
referencia en el timeline de nuestra historia. Y como he estado recordando eso,
durante el intervalo de tiempo que he dormido, he estado dentro del Nebraska
trabajando de camarera a turnos, de colegueo con el camarero más antiguo del
bar. He visto colgadas en las paredes del interior fotos del estado de Nebraska
junto a imágenes antiguas de Valencia, imágenes en blanco y negro cedidas por
Rafael Solaz. En el sueño me repetía una y otra vez el comienzo de esta entrada
para recordarla al despertar. Y mientras tanto, la hija de otra de las
camareras se me revelaba con un gran don para las Bellas Artes; sus dibujos,
pese a su corta edad, eran magníficos y así se lo comento a su madre que no
sabía nada de la vena artística de su niña ni de su obra.
El sueño acabó pronto y sólo he
recordado la primera frase, una lástima porque lo que memorizaba sonaba
magnífico, o eso creía mientras lo hacía. Es lo que tienen los sueños, que
imaginas cosas realmente fantásticas, como aquella noche que pasé con Clint
Eastwood hablando de nuestras cosas en perfecto inglés de USA y en Cinemascope.