Tras una odisea por ciudades, embarcaderos donde
tata Pina sigue comprando labiales, y tiendas de jabones naturales
con aromas increíbles, soy consciente que el Estado me persigue para
detenerme.
Huyo, me mezclo entre la gente, recibo llamadas de
ex-ministros que no atiendo por consejo de mi fiel amiga Cristina
Rodríguez. Le escribo en un papel el número de teléfono de mi
madre por si me quedo sin batería y/o me ocurre algo. Mas me doy cuenta que no tengo dónde ir, que he de
hacer frente a la que se ha montado, y decidida me presento ante un
acuartelamiento de campo cercano. Cristina no puede acceder conmigo y
entro armada sólo con la palabra.
Tras los muros todo es barro y en el centro un
invernadero ocupado por soldados. Pido ver a Rubalcaba, que al
parecer dirige el cotarro en Seguridad Nacional y Espionaje. Me dicen
que espere que lo van avisar, que no me mueva de allí. Observo el
lugar para encontrar un punto de escape por si la cosa se pone muy
fea, veo a los soldados apuntarme con su armamento pesado.
Me acerco a una soldado y le pregunto sin más si
tiene reglas dolorosas y qué hace si en esos días tiene combate.
¡Joderme!—contesta con frialdad.
Rubalcaba no viene, y yo, que poseo demasiada
información, me veo rodeada y en peligro. Tengo que salir de allí,
ha sido un error entrar en ese agujero.
No sé cómo, pero me hago con una grapadora
industrial. Me voy acercando a los muros del emplazamiento por cuyos
huecos va entrado tropa que en silencio va posicionándose para un
posible ataque. Disparo grapas que en un principio sólo los hace
retroceder tras los huecos minúsculos por los que intentan pasar,
con lo que consigo algo de tiempo para alcanzar el portón de entrada
y salir al barrizal. Disimulo y me hacen pasillo.
Todo está muy oscuro salvo donde han ubicado
pequeñas antorchas, pero puedo distinguir a lo lejos a Chris
Stevens y voy en su busca. Hablamos de cosas que hemos visto y que
nos han chocado, de mensajes cifrados y fotografías aéreas donde
camiones de un modelo concreto y color aparecen en todas las grandes
ciudades del mundo.
Están preparando un ataque masivo, le confirmo.
Hemos de avisar.
Me cambio de ropa, me coloco una camisa de cuadros
para no llamar la atención entre los parroquianos, y al volver a
cruzar la puerta ya no quedan soldados, sólo colonos y lo que parece
una hilera de construcciones de madera que va tomando forma de
pueblo.
El cine lo regenta Holling Vincouer, que está
siendo multado injustamente por los actos vandálicos cometidos en el
negocio por gentes venidas de tierras del Norte.
Intento mediar, discuto con el ejecutor de la orden
sorprendida de que sea un actor de reparto conocido; éste me da la
razón y le evito a Holling una multa cuantiosa. El actor me abraza,
tengo su cabeza a la altura de mi pecho. No, decididamente no me
gustan los hombres más bajos que yo, pienso.
Busco a Stevens y el tono de la conversación se
hace más íntimo. Nos besamos mucho pero no quiero pasar a la
segunda base, el tipo es un ligón y no quiero ser una más en su
lista de conquistas, que luego me dicen que me pillo por los canallas
disfrazados de hombres normales.
Dice que me entiende y nos seguimos besando.
Entramos en una sala inmensa y vacía donde un par de
Infantas y un Infante bebé hacen las pruebas de resistencia a
manchas en una alfombra preciosa traída de no sé dónde. Nos
llevamos al bebé, hemos de encontrar la forma de contar lo que está
pasando.
Todo es cálido a la luz de las llamas. Nos besamos
más.
Damos con Maurice Minnifield y le entrego al bebé.
Con la excusa de que hay que cambiarle el pañal, lo envío a los
bajos del granero.
Cuando entre y vea todo el despliege de información
de nuestra red de espionaje, y como ex-piloto y ex-astronauta que es,
sabrá qué hacer—pienso.
Solución sin mediar palabra.
Más relajados ya, miro a los ojos de Stevens,
que me gusta una barbaridad, y le digo:
–¿Sabes?, la primera vez que vine aquí erais unos pocos en barracones sucios, pero ya erais un pueblo. Chris me sonríe.
La convivencia ahora era pacífica, Cicely
surgía luminosa de la profundidad de la nada, y yo me despierto con
el sabor de los besos del filósofo radiofónico ex-convicto más
guapo de todo Alaska.
De Rubalcaba nada, ni está ni se le espera.
ᴥ
En mis sueños se mezclan imágenes de la última
película visonada, de la última conversación o de algún hecho
lejano que no recuerdo haber escuchado, junto a rarezas propias o
pensamientos y deseos ocultos.
Nunca he ocultado mi deseo más profundo, el que
siempre está ahí desde que vi el primer capítulo de la serie
Doctor en Alaska (Northern Exposure, para los que la
vemos en Versión Original) allá por 1990: quedarme a vivir en
Cicely, Alaska. Por eso, cada vez que vuelvo a ver la serie, al
terminar un capítulo y apagar el monitor, siento como que me
extraditan, una sensación de vacío inmensa.
Así me los he encontrado esta noche en mi sueño |