miércoles, 31 de octubre de 2018

El síndrome del plato limpio


En mi infancia y adolescencia, muy mal he tenido que sentirme para dejar comida en el plato, y cuando digo muy mal me refiero a enfermar de algo que no me permitiera masticar o tragar, como esos constipados con fiebre y garganta inflamada y dolor, mucho dolor que te dejaba postrada en la cama sin poder ir al cole. De todos mis hermanos, yo he sido la que mejor ha comido siempre, eso me dice mi madre. Ahora, a mis años, si no como es porque estoy realmente jodida por temas exclusivos de índole emocional. No me dejo nada en el plato, porque no pongo nada en él.

Lo estaba recordando ahora mientras repelo (utilizo la palabra usada en mi pueblo) mi cuenco con bebida de avena y cereales. Recuerdo también que a alguna de mis parejas con la que he convivido durante muchos años, le gustaba muy poco que hiciera eso con los envases de yogur. Qué delicados ellos y qué puñeteros recipientes con estrías y recovecos los otros.  En cierto modo me veo desde fuera dándole a la cucharilla, agarrando hasta el más ínfimo resto de producto comestible, y parezco una persona mayor que una vez sufrió la devastación de una contienda o algo así; eso o que mis abuelos me inculcaron que en cualquier momento  podría no tener qué echarme a la boca. Lo que puedo decir con certeza es que lo hago inconscientemente y desde que tengo uso de razón, y además, que no me gusta tirar comida, es algo que me resulta deleznable.  ¿Quién no ha escuchado en su vida la frase aquella de « ¡Ayyy, una guerra tenías que pasar que te ibas a comer las piedras!» cuando el niño o la niña enfurruñado no quería comer? Es una frase muy dura que hizo que más de una vez chupara las piedras por si acaso me veía en ese trance: tus abuelos, tu propia familia, haciendo esa observación como si hablaran de pasar un sarampión habiendo ellos sufrido una guerra fratricida. De esto se hablaba poco o nada ya lo he comentado en alguna ocasión. Los silencios, que sirven para intentar acallar los recuerdos, y acaban haciéndolos más visibles, creo yo. Al menos a mí me pasa que, cuando permanezco mucho rato en silencio conmigo como única compañía, sin mirar concretamente nada, la vista dirigida a no sé dónde, los recuerdos van pasando a velocidad cambiante y soy capaz de regresar a los lugares y a los momentos felices o no. Los felices me hacen sonreír con cara de idiota para luego todo lo contrario porque han pasado rápido, y los tristes me dejan devastada sin poder hacer nada, tan sólo repetir NO, NO o BASTA, una y otra vez, hasta que de nuevo aterrizo en mi presente, muy cansada.

Las gentes se afanan por querer olvidar, pero yo no puedo olvidar casi nada, y cuando digo casi es mucho más, porque incluso no olvido aquello que nunca viví. Me ocurre esto desde siempre. Envidio la capacidad de reponerse de algunos que conozco un poco.



Existe un edificio en València, cercano a un Nuevo Centro comercial, que ya no tiene nada de nuevo, que me provoca un sentimiento de nostalgia brutal. Es de una arquitectura que siempre he considerado como intento de racionalismo que se queda muy corto. Puede estar total o parcialmente deshabitado, no lo sé, siempre lo miro desde la acera de enfrente; aunque desde ahí puedo ver todas las ventanas de su primer piso cegadas con ladrillos. El edificio me resulta familiar, se ha quedado ahí con sus bocas tapiadas y sin hacer ruido, en mitad de un triángulo de suelo urbano, puesto sin orden o con la previsión de formar otro entramado urbanístico diferente de lo que ha quedado al fin. Pues bien, cuando paso por ahí y lo miro, retrocedo en el tiempo (yo y mis viajes por él)  y hasta mí llegan aromas de  años anteriores a mi nacimiento, puedo escuchar los sonidos de cada casa, a las personas deambular por sus bajos. El afilador, el cacharrero, las palabras dichas que quedan invisibles suspendidas en el aire. ¿Por qué me ocurre esto? ¿Por qué siento nostalgia de lo que no he vivido y de lugares por los que nunca he estado? ¿Acaso no es suficiente con lo que una lleva a cuestas que he de sentir profundamente todo lo demás?

Volviendo al tema de la comida, no soporto que mi hermano el cachas haga pesar la comida con estricta vehemencia y verlo después dejar la mitad del plato lleno. O que se coma un donut de un envase de cuatro, que no comparta ninguno por fastidiar, y deje los otros tres secarse durante días para acabar en el cubo de los restos orgánicos, o que se compre una botella de agua y al subir a su coche ver el suelo lleno de ellas sin terminar, algunas con tan solo un par de tragos dados. ¡Cuánto plástico y qué desperdicio!

A mí me gusta comérmelo todo, ¿qué le voy a hacer? Por eso pongo en mi plato lo que me voy a comer; mientras, a él, le molesta verme rebañarlo como si tirar comida tuviera más sentido, más lógica y me dice que parezco muerta de hambre como insultándome; pero es que me fascina comer y las cosas ricas más y si la compañía es estupenda, el paraíso. 

Rememoro tardes de fin de semana o del verano de mis diecisiete años haciendo pizzas rectangulares con mis amigas: amasando, preparando los ingredientes, las risas, los discos de los Beatles y aquel olor tan rico saliendo del horno, y lo que me encantaba comerlas después. Comíamos como si no hubiera un mañana, sin dejar una migaja en la bandeja, sin dejar de reír. 
Entonces también parecía hambrienta, ahora que lo pienso.



4 comentarios:

  1. Los lugares que nos recuerdan los mejores momento o, al menos, los más inocentes... Esa magdalena de Proust engastada en la memoria física de las ciudades. Me encanta leerte.

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  2. Mujer hambrienta vale por dos.

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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea