Permanecí
en el aula de párvulos sólo unos minutos. Las hermanas y profesoras
del colegio de mayores, consideraron que al saber leer, escribir,
hacer sumas, restas y alguna multiplicación sencilla, ya estaba
preparada para subir al siguiente nivel, 1º de E.G.B., sin pasar por
la plastilina.
Ese
momento puntual decidió mi futuro escolar y quiénes serían mis
compañeras de clase hasta terminar ese periodo de la Enseñanza
General Básica. Doña Anita, mi maestra en los cagones (nada de
guardería ni escuela infantil), hacía su trabajo con cariño y le
estaré eternamente agradecida. Aprender a leer es lo más fascinante que
me ha pasado en la vida.
Recuerdo
con nitidez el primer y último pescozón que recibí de la profesora
de primero como si hubiese ocurrido ayer. (Por aquel entonces nadie se
preocupaba en absoluto si la "señorita tal" se propasaba
con el alumnado; alguna carecía de paciencia y la mano, el borrador
o la regla levantaban el vuelo alegremente para ella, con dolor para
la que soportaba la caída en picado). Estábamos sentadas en círculo
sobre el suelo de terrazo, postura que nos relajaba para tratar temas
más triviales. Era como hacer fuego de campamento pero sin hogueras
ni campo. La señorita preguntó «¿qué
quieres ser de mayor?»
y cuando me tocó el turno respondí sin dilación: ¡soldado! Dos
segundo de silencio y un ¡zas! en mi cabeza rubia. Menudo golpe de
bienvenida, esa mujer sabía cómo persuadirte, así que reculé con
celeridad y dije: ¡profesora!, como la gran mayoría proclamó antes
de mí, y eso calmó a la fiera que llevaba dentro.
No
entendí entonces que por decir la verdad se me castigara, no lo
entendí nunca, cuando en ese colegio lo que más se ensalzaba era la
Verdad y la Vida, no del ser humano desde luego, más tarde
comprendí, sino del divino ser invisible que nos acechaba sin
contemplación día y noche, nuestro juez.
Sí,
quería ser soldado, no peluquera, profesora o enfermera y me llevé
una hostia, así de claro.
Tuve
conciencia política tarde, lo reconozco, pero es que hasta ese
momento en mi entendimiento infantil había ciertas cosas que la
inocencia daba por hechas, como la igualdad, el respeto, la no
violencia. Yo quería ser soldado no porque en mi cabeza entraran guerras, matanzas ni muertes, quería ser el soldado que salía de
paseo por mi pueblo tras la hora de la siesta, quería ser el soldado
que viajaba con su petate al hombro en alguno de esos trenes lentos,
incluso quería ser el soldado apostado a las puertas del regimiento
de paracaidistas. Quería ser piloto de helicópteros porque me
fascinaba su sonido en el aire; quería ser el soldado que hacía
mapas en el Servicio Cartográfico del Ejército porque imaginaba
miles de aventuras recorriendo el terreno, haciendo fotografías
desde avionetas. Sólo veía lo romántico, lo superfluo y eso no era
dañino para nadie.
En
los pueblos con acuartelamiento existía una regla no escrita
dirigida sólo a mujeres: «Ante todo, prohibido hablar con soldados, que
acaban la mili y se van.» Esa frase, que yo no descifré hasta más
tarde, se me quedó tan grabada en la quijotera que hablar con ellos fue una de las primeras cosas que hice cuando empecé a salir
por ahí todas las tardes de verano. Rebelde que era una.
Así
me convertí en uno de ellos teniéndolo todo en contra. Después me
fui dando cuenta de todo lo demás, de la falta de honestidad, de
igualdad; leí sobre temas diversos para ubicarme, para encontrar mi
lugar. Al parecer se pretende que cada ciudadano se identifique, que
tome partido porque la inocencia se acaba un día y ya no la
recuperas jamás. Mi lugar era con el pueblo, con los que leían, con
los que tenían conciencia social e inquietudes culturales.
Un
compañero de clase me susurró facha por observar cómo pasaba en
formación una patrulla de aviones F-14 de la base aérea de Manises que
hacía su entrenamiento diario sobrevolando el Centro de Enseñanzas Integradas. Otra vez me llamaron roja por estar
en desacuerdo en temas sobre el aborto en una de esas clases para
niños tras la misa dominical, a la que asistí por imperativo legal
ya que pasaba el fin de semana en casa de mi amiga y su familia era
muy practicante. Tenía quince años.
Nunca
me gustaron las etiquetas ni en la ropa, simplifican demasiado y
acaban definiendo sólo al que las coloca.
No
practiqué la violencia física mas que en dos ocasiones, justificadas para mí
entonces: la primera cuando un niño golpeó con un palo a mi hermano
que volvía de repaso en su bicicleta, la segunda, cuando una chica
me llamó puta por bailar como lo hacía, la realidad era otra, yo le
gustaba al chico por el que ella moría de amor. ¿Quién dijo que la vida
iba a ser justa? Bien que lo he aprendido.
No
hubo sangre en ambas ocasiones: un agarrón de ropa que la levantó
del suelo unos centímetros, y eso sí, al niño, que mis secuaces y
yo pillamos en una calle colindante, le di de hostias. Dudo que le
hiciera mucho daño, era pequeña, pero a partir de ese momento me
miraron de forma diferente por las calles del pueblo, y a mi hermano no
lo volvió a tocar nadie jamás. Ésto me mereció el dolor de mano
que duró días y el que la adrenalina casi hiciera salir el corazón
de mi pecho.
Sí,
nacer entre tanto chico me convirtió en un Sargento Highway de
pacotilla para protegerme: dureza externa algunas veces y, a solas, muy emocional,
observadora y silenciosa. Había que improvisar, que adaptarse.
Siempre
he creído en el diálogo, no en la lucha física o verbal, prefiero
un silencio a tiempo. ¿Qué clase de soldado habría sido
cuestionando cada orden absurda?
El
resumen es que me sentí tan invisible durante mi infancia que en la
adolescencia me desaté para llamar la atención creando mi propio
personaje de ficción, porque era así como me gustan los soldados,
en la ficción, el único lugar donde admito cualquier tipo de
violencia, porque es fingida y luego los actores se van de cañas.
Ha
pasado mucho tiempo desde aquellos días, mis pensamientos, mi
conciencia política y social es muy clara, y aún así, sigo siendo
el soldado que esperaba ser, el soldado que escribe. Así firmábamos
nuestras miles de cartas mi amiga Lony y yo, mucho antes de que la
tipografía digital arrasara nuestras vidas. Todavía nos llamamos
así y me gusta, porque son momentos que recuerdo con mucho cariño.
Lony y yo serias |
Lony y yo de risas |
¿Recordáis el fotomatón? ¡Ay, qué ratos nos proporcionaba!
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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea