Al salir de la ducha, la alarma
de mi calendario me recuerda que a las cinco y media de la tarde tengo la
primera reunión de la temporada en el
colegio de mi hijo.
Meto en la mochila el cuaderno de
notas, mi almuerzo-comida, ya que hoy, al tener que salir antes, me toca comer en
mi puesto de trabajo, la merienda y un cómic para que el pequeño se entretenga
mientras asisto a la “terapia de grupo”. Me pregunto por qué esas reuniones
acaban siendo tan tediosas, siempre escuchando las mismas tonterías de unos
pocos padres plastas. ¡Joder, que todavía están en infantil!
El aroma del colegio no cambia, y
eso que ahora, siendo también instituto, los perfumes de la chavalería se
mezclan con lo de siempre, la humanidad.
Cuando entro en el aula veo las
sillas minúsculas formando un círculo y elijo la que mira a la puerta, manías
mías, pero odio tener la puerta a mis espaldas. El profesor y la tutora nos
explican cuáles van a ser las pautas generales para el curso cuando saltan las
primeras preguntas obvias y sin sentido. Hago un gesto de desaprobación, pues me
siento molesto por la interrupción, y la veo a ella.
Una madre me mira y me sonríe con
timidez. Está claro que ha visto mi enfado y yo no sé si sonreír también o
mirar para otro lado.
Cuando la reunión ha terminado de
manera oficiosa, pues casi todos los padres y madres rodean al profesor dejándolo
sin posibilidad de escape, ella se acerca a mí y me saluda por mi nombre.
Sorprendido, le pregunto si nos conocemos y ella contesta con una risotada: pues
claro que sí, ¿tanto he cambiado? Al menos espero que para mejor.
Intento verla con otras pintas: con
el pelo corto quizás, le quito las gafas, y por fin la ubico.
-Estabas en Roble-3, ¿verdad? Sí,
ya te recuerdo.
Intercambiamos algunas frases,
nos contamos dónde trabajamos, a qué nos dedicamos, y me presenta a su marido
cachas, al que estrecho la mano lo más firme posible para aparentar que yo también
estoy en forma.
En la despedida, un nos vemos por aquí inevitable, y para
casa. Mi hijo me pide que ponga a Vainica Doble, que quiere cantar. La verdad
es que me alucina la sencillez con que aprenden todo, lo rápido que
absorben lo novedoso, aunque no tengan idea del significado de lo que dicen las canciones.
Caramelo de limón, el sol de mi país.
Espero que mi hijo tenga un mejor
tiempo escolar que yo. Mis recuerdos duelen, ya menos, por supuesto, pues tengo
mis prioridades. En el colegio se amenaza al que es diferente, te apartan. La
de veces que me escondí para leer o dibujar, la de veces que se comieron mi
almuerzo, me tiraron la bandeja en el comedor, mearon en mi refresco, y aquella maldita vez que me
ataron a un árbol mientras corríamos campo a través en clase de Educación
Física. Cuando el profesor me encontró, me preguntó quiénes habían hecho eso. No contesté
por temor a represalias, pero no dejé de preguntarme de dónde demonios habían sacado las
cuerdas.
Confieso mi miedo mezclado con el
ansia por aprender. Me interesaban algunos compañeros, unos pocos a los que también
molestaban los fuertes, eso me aliviaba. Sé que es cruel decirlo, pero esa
es la verdad, mientras molestaban a otro o a otra, nadie se fijaba en mí.
En la Universidad todo cambió,
menos mal.
El mensajero ha llegado con un paquete
para usted, me dicen desde el puesto de seguridad del museo.
Cuando lo abro me quedo sin
palabras. Montones de dibujos hechos por mí que esparzo sobre el escritorio,
hojas arrugadas como rescatadas de papeleras, pinturas que no recuerdo haber
intentado y la nota de la mamá del cole de mi hijo en la que me dice que siente
haberme espiado muchas veces, que siempre le parecí un tío creativo. Que la
casualidad ha querido que el encuentro en el cole coincida con la mudanza de su
madre y el vaciado de su cuarto de adolescente, donde ha encontrado la carpeta
llena de cosas de nuestros días en el instituto. Me pide perdón mil veces, y me ruega que
acepte lo que me perteneció siempre y nunca debí tirar.
Lo cierto es que con
sus palabras consigue que me sienta abrumado, pero contento.
Han tenido que pasar treinta años
para saber que en el instituto había personas más allá de la brutalidad de
algunos. No lo tuve fácil y, en algún momento, quise rendirme, marcharme de allí, pero
imaginé que ocurriría lo mismo en otro lugar y aguanté. Al año siguiente me
dejaron un poco en paz, supongo que las nuevas hornadas desviaron la atención.
Desde que soy padre me aterra
pensar en el acoso en las escuelas, más presente cada día.
Intento
enseñar a mi hijo a respetar, también a imaginar y a jugar. Le demuestro mi
amor por la música, por la lectura y por el cine. Luego será lo que tenga que ser,
pero quiero que sus decisiones sean libres, sin imposiciones, dogmas ni miedos.
Dibujo de Jacobo Bergareche |