domingo, 16 de abril de 2017

Treinta años después


Al salir de la ducha, la alarma de mi calendario me recuerda que a las cinco y media de la tarde tengo la primera reunión de la temporada  en el colegio de mi hijo.

Meto en la mochila el cuaderno de notas, mi almuerzo-comida, ya que hoy, al tener que salir antes, me toca comer en mi puesto de trabajo, la merienda y un cómic para que el pequeño se entretenga mientras asisto a la “terapia de grupo”. Me pregunto por qué esas reuniones acaban siendo tan tediosas, siempre escuchando las mismas tonterías de unos pocos padres plastas. ¡Joder, que todavía están en infantil!

El aroma del colegio no cambia, y eso que ahora, siendo también instituto, los perfumes de la chavalería se mezclan con lo de siempre, la humanidad.

Cuando entro en el aula veo las sillas minúsculas formando un círculo y elijo la que mira a la puerta, manías mías, pero odio tener la puerta a mis espaldas. El profesor y la tutora nos explican cuáles van a ser las pautas generales para el curso cuando saltan las primeras preguntas obvias y sin sentido. Hago un gesto de desaprobación, pues me siento molesto por la interrupción, y la veo a ella.

Una madre me mira y me sonríe con timidez. Está claro que ha visto mi enfado y yo no sé si sonreír también o mirar para otro lado.

Cuando la reunión ha terminado de manera oficiosa, pues casi todos los padres y madres rodean al profesor dejándolo sin posibilidad de escape, ella se acerca a mí y me saluda por mi nombre. Sorprendido, le pregunto si nos conocemos y ella contesta con una risotada: pues claro que sí, ¿tanto he cambiado? Al menos espero que para mejor.

Intento verla con otras pintas: con el pelo corto quizás, le quito las gafas, y por fin la ubico.

-Estabas en Roble-3, ¿verdad? Sí, ya te recuerdo.

Intercambiamos algunas frases, nos contamos dónde trabajamos, a qué nos dedicamos, y me presenta a su marido cachas, al que estrecho la mano lo más firme posible para aparentar que yo también estoy en forma.

En la despedida, un nos vemos por aquí inevitable, y para casa. Mi hijo me pide que ponga a Vainica Doble, que quiere cantar. La verdad es que me alucina la sencillez con que aprenden todo, lo rápido que absorben lo novedoso, aunque no tengan idea del significado de lo que dicen las canciones. 

Caramelo de limón, el sol de mi país.

Espero que mi hijo tenga un mejor tiempo escolar que yo. Mis recuerdos duelen, ya menos, por supuesto, pues tengo mis prioridades. En el colegio se amenaza al que es diferente, te apartan. La de veces que me escondí para leer o dibujar, la de veces que se comieron mi almuerzo, me tiraron la bandeja en el comedor, mearon en mi refresco, y aquella maldita vez que me ataron a un árbol mientras corríamos campo a través en clase de Educación Física. Cuando el profesor me encontró, me preguntó quiénes habían hecho eso. No contesté por temor a represalias, pero no dejé de preguntarme de dónde demonios habían sacado las cuerdas.

Confieso mi miedo mezclado con el ansia por aprender. Me interesaban algunos compañeros, unos pocos a los que también molestaban los fuertes,  eso me aliviaba. Sé que es cruel decirlo, pero esa es la verdad, mientras molestaban a otro o a otra, nadie se fijaba en mí.

En la Universidad todo cambió, menos mal.

El mensajero ha llegado con un paquete para usted, me dicen desde el puesto de seguridad del museo.
Cuando lo abro me quedo sin palabras. Montones de dibujos hechos por mí que esparzo sobre el escritorio, hojas arrugadas como rescatadas de papeleras, pinturas que no recuerdo haber intentado y la nota de la mamá del cole de mi hijo en la que me dice que siente haberme espiado muchas veces, que siempre le parecí un tío creativo. Que la casualidad ha querido que el encuentro en el cole coincida con la mudanza de su madre y el vaciado de su cuarto de adolescente, donde ha encontrado la carpeta llena de cosas de nuestros días en el instituto.  Me pide perdón mil veces, y me ruega que acepte lo que me perteneció siempre y nunca debí tirar. 

Lo cierto es que con sus palabras consigue que me sienta abrumado, pero contento.

Han tenido que pasar treinta años para saber que en el instituto había personas más allá de la brutalidad de algunos. No lo tuve fácil y, en algún momento, quise rendirme, marcharme de allí, pero imaginé que ocurriría lo mismo en otro lugar y aguanté. Al año siguiente me dejaron un poco en paz, supongo que las nuevas hornadas desviaron la atención.

Desde que soy padre me aterra pensar en el acoso en las escuelas, más presente cada día.

Intento enseñar a mi hijo a respetar, también a imaginar y a jugar. Le demuestro mi amor por la música, por la lectura y por el cine. Luego será lo que tenga que ser, pero quiero que sus decisiones sean libres, sin imposiciones, dogmas ni miedos.

Dibujo de Jacobo Bergareche


sábado, 8 de abril de 2017

Los sentidos. Gusto


Asocio sabores a momentos concretos de mi existencia.

Mi gusto, al igual que el olfato, está muy desarrollado. Hay matices que no puedo separar de ti y de nuestros días en aquella nada que fuimos. Dicen los especialistas que cuando has de dejar marchar de tu lado a alguien que amas, durante un tiempo prudencial debes evitar recorrer los lugares por los que paseasteis juntos, dejar de comer los platos favoritos comunes, no escuchar canciones que te hablen de él…y así con todo, para no aferrarte al hilo que te une a él, un hilo que, por otra parte, puede ir en un solo sentido, el mío casi siempre.

Pero qué quieres, soy masoca y me reto, y aunque el sabor del sushi  con vino blanco es algo muy de aquellos días, no dejo de comerlo cuando tengo ocasión. Esté con quien esté, me recuerda al sabor del roce de tu rodilla con la mía aquella noche infinita que comenzó con un vino de Jerez y unos trozos de queso sabroso; a tus manos mientras te echaba crema, a tus labios dispuestos aunque te durmieras sobre mi pecho. Resultaba gracioso, en el momento en el que decidía besarte en tu sueño plácido, tu boca se ponía en movimiento llevando a cabo lo que estaba ejecutando hasta que el cansancio y el sueño leve te rendían. Qué sabor magnífico tu boca, tu lengua, tu saliva.

El sabor excitante de nuestro primer beso y de los siguientes lo paladeo de vez en cuando. Son recuerdos tan nítidos que me siguen emocionando, a la vez que me ordeno que he de dejarte ir. ¿Dejarte ir adónde, si ya te fuiste hace mucho?

El primer trago de cerveza siempre me excita, tal cual, y los siguientes me mantienen con la incertidumbre por lo que pueda pasar. Mi cuerpo se prepara y es inevitable, entro en otra dimensión y pienso en el placer de la carne. Si te tengo enfrente no dudo en abalanzarme sobre ti, mas me contengo, soy fuerte. Te comería entero, pero me freno, ¡qué tonta! Los momentos que no aprovechas se pierden, hablo por experiencia propia.

Recuerdo el sabor de la tiza que, cuando limpiábamos la pizarra en el cole, solía chupar. La barrita blanca era un poco áspera para mi gusto. Lo cierto es que en esos días lo probaba todo, no sé en qué estaba pensando pero en una de esas tardes ociosas en las que enjugascadas nos íbamos a los límites del pueblo,  no lejos de casa y del centro del mismo, andábamos sobre la montaña de escombro que la fábrica de cerámica lanzaba en su parte trasera sin vallar. Buscábamos tesoros, figuras enteras, no sé, un pez, la cara de una niña. Pues bien, una de esas tardes encontré unas piedras azul turquesa intenso con la veta vista; no sé qué era aquello pero sabían a sal y a hierro, seguro que era veneno puro y quién sabe si afectó en algo a mi organismo, pero yo lo tenía que probar, sí o sí, como más tarde algunos insectos en un campamento.

El sabor del Tulicrem, que no sé si llevaba aceite de palma en aquellos tiempos, va unido a las meriendas de verano en el pueblo, en ese trocito de campo donde nací. Las rebanadas de pan de hogaza, de molla bien prieta, untada con aquella crema marrón chocolate me fascinaba. Hace unos años, en un paquete de golosinas preparado para regalar en un evento familiar, volví a encontrar esa textura en un caramelo envuelto en papel plateado, qué delicia.

Siempre me acuerdo del bar de los Caracoles, que ya no sé si lo conocíamos con ese nombre porque se llamaba así o porque hacían cantidades ingentes de esos babosos en salsa rica. El caso es que en ese bar donde se lanzaba todo el desperdicio al suelo, guardábamos cola frente a la puerta de la cocina y pedíamos medias patatas. Las recuerdo grandes, pero no sé si mi mente miente en lo que añora.

Te servían la media patata con su piel en corte longitudinal y con una salsa brava auténtica y exquisita sobre unas hojas de papel de periódico que quemaba a modo de servilleta. Calientes y jugosas, así eran nuestras chuches.

Hoy me he quedado en el bar de abajo con los amigos de mi hermano y entre birras han traído una patata de esas, hecha por uno de ellos, cocinero en el bar. Casi lloro. Nos hemos puesto a rememorar las colas en aquel bar y las bebidas espumosas El siglo.

El primer beso, beso, fue inesperado. Estábamos en una fiesta de cumpleaños donde se pinchaban vinilos en el garaje cuando me cruzo con uno de los chicos de la pandilla, un guaperas por el que nunca me había interesado. Antes de contestar a su hola, ya lo tenía comiéndome la boca. Era la primera vez que me metían la lengua hasta el fondo. Fue un besazo intenso con sabor a vodka con naranja, ejecutado de una forma minuciosa, eficiente y sin babas por aquel muchacho que luego se pasó la noche pidiéndome que fuera su novia. 
Mi amiga de entonces, que vio lo ocurrido, se acercó a mí y me dijo: tía, (creo recordar que ya decíamos eso) te ha morreado con lengua, qué asco. Y yo, en estado de levitación suprema, le contestaba con lentitud y sarcasmo: sí, sí, mucho asco. Estuve dos o tres días tan cachonda que cuando fuimos al cine a ver Oficial y Caballero, cada vez que se besaban, un latigazo eléctrico me recorría el cuerpo desde la entrepierna hasta la boca para acabar estallando en mi cerebro. Orgasmos por el gusto.

Seguro que parezco obsesionada con esto de los besos, pero es que me viene de muy lejos. Cuando otra persona y yo nos besamos con complicidad y deleite, me quedo pillada. Despacio, mi mente crea un enlace y ríete tú del déjalo ir. ¡Ja!

Alguien me pregunta en conversación clandestina qué me gustaría saborear ahora mismo, y como ya he comido y bebido le contesto: una buena siesta sin dormir. Dice que le encanta.


Echo de menos tu sabor, y el tuyo también.

Pollo romántico con mi muso