Existe un tipo de ser humano que se hace notar, y no precisamente porque
posea dotes que le permiten sobresalir de los demás de una manera creativa y
positiva, aunque ellos mismos pensarán todo lo contrario.
Esta gente es conocida como Los abusadores,
y son aquéllos que hablan con voz, gesto tajante, y con una seguridad pasmosa sobre
cualquier tema, sin admitir discusión posible ni adoptar un mínimo de flexibilidad
o empatía. Tienen la razón absoluta y punto, la verdad está en ellos. Lo creen
así, y como creer es poder…
Esta mañana (martes 28) ha subido
al bus esa clase de persona encarnada
en pequeña mujer que insiste en preguntar una y otra vez por qué no va la
calefacción. El conductor, que ya le ha respondido la primera vez que acababa de
ponerla al salir de cocheras, la mira por el retrovisor con cara de ya estamos
con la casina de turno, y no me extraña. Lo mismo te hace la misma pregunta colocando las palabras en distinto orden por si no la has entendido bien a la primera, que comenta, así, para el
público en general: tanta manifestación para qué, es tontería, el que paga
manda y no hay más.
Arreglada de un bandazo toda la
política social del país para los próximos cien años.
El resto de viajeros, que se han
ido incorporando al trayecto de esta señora, calla o asiente. Mas ella no
conoce ese verbo sinónimo de cerrar el pico y se pasa el viaje hablando con
discurso fidedigno. Qué gran política se ha perdido la humanidad, no entendéis
nada.
Yo me he permitido contestar a la
mujer cuando todavía éramos únicas ocupantes del vehículo. Le he dicho, muy
tranquila, que no se preocupara, en cuanto se llene el autobús hará un calor
insoportable. He obtenido su respuesta al viento, claro, esa clase de gente
nunca mira directamente a su interlocutor. ¿Qué tendrá que ver que esto se
llene de gente para que haga calor? (¿Cómo?, he pensado yo) Y la buena mujer ha
seguido insistiendo al conductor para que pusiera la calefacción más alta. El
pobre hombre, que tenía cara de haber cambiado el turno esa misma mañana, ha
pasado de ella. Monotema durante veinte minutos.
Una se calla porque desea tener
un buen día, pero he de reconocer que le habría dicho unas cuantas cosas
bonitas.
Qué gente más miserable para
luego ser de los sumisos con el poder y ciegos conformistas ante hechos deleznables
que se cometen con total impunidad delante de nuestras narices.
Le importa una mierda si estabas
antes que ella en la parada, o si tienes el turno en la frutería y estás siendo
atendida. Ella pasa delante de ti como ráfaga de ametralladora. Si tuviera una
altura mayor sería como el elefante de la cacharrería esa. No tiene educación
ni respeto, sólo existe ella y su circunstancia, ella y su contratiempo. Los lugares
comunes emergen reales sólo porque ella entra en escena. Ponme la calefacción,
hace más frío aquí que en la calle, pues no hagas ninguna parada, tira
corriendo, dame un kilo de patatas y cebolla tierna. Estoy atendiendo, espere
su turno. ¿Qué espere mi qué?
Yo, yo y yo. No existimos a menos que le
llevemos la contraria.
Confieso que me exaspera
encontrarme con ella. No me gustan sus maneras, no me gusta su voz ni lo que
dice. Así que para abstraerme he dado más volumen a los actores de la secuencia
de El secreto de sus ojos que llevo puesta. Después, me ha venido a la cabeza la
única frase que recuerdo del libro de inglés de la E.G.B. La frase del
adolescente protagonista, un tal Peter, que decía así:
Where is Seattle, mother?