lunes, 14 de mayo de 2018

Gestos y libros


Cuando recibí el libro me emocioné mucho y le envié un audio; después seguí mi Ritual del libro nuevo: tocar, abrir, cerrar los ojos y oler las páginas, acariciar el papel con las yemas de los dedos, volver a oler.

Comencé a leer sus primeras páginas con placer y marqué la página en la que me detuve con su nota escueta que acompañaba el ejemplar. Pero pronto lo dejé estar, hice callar al libro bajo la luz led de mi lámpara de lectura. En realidad dejé de leer por completo, no conseguía concentrarme en nada, estaba dispersa y hacer cualquier cosa me resultaba muy costoso. A principios de este año retomé las lecturas, sin presionarme. Ahora progreso adecuadamente.

Esta mañana dejé el libro electrónico en la mesita junto a mi cama y he cogido el libro de Vila-Matas para leer en el bus. Quiero que mi libro cinco del año sea éste y no otro. Hice ese gesto de llevarlo en la mano junto a un lápiz con tapa sin dudarlo un segundo, pero con cierto temor a perder algo. Tonterías mías.

Desde que llegó a mis manos no he querido sacarlo a la calle, pretendía dejarlo para siempre en la intimidad de mi habitación, este lugar de quietud donde cada noche intento dormir un poco más sin conseguirlo; la misma habitación que compartí con él algunos fines de semana, muy pocos para mi gusto.

Me cuesta terminar el libro— he pensado—, y no porque no me guste, que es todo lo contrario. Es más bien por la idea absurda que tengo metida en la cabeza de no permitir que alguien más lo mire, y mucho menos que lo toque, y también porque el no acabarlo mantiene la puerta abierta a la no ruptura entre él y yo, como si no se hubiera roto ya toda la nada existente entre los dos hace tiempo. Absurdo protegerme de eso, y más cuando el libro que me regaló ni siquiera lo tocaron sus manos, y la nota no es más que un mensaje generado por ordenador sin vida ni trazos manuales donde ver su letra. Todo muy aséptico menos mis lágrimas al recibirlo por sorpresa. Me comporto como una niña con esos gestos que me dejan ser. No sé por qué todavía busco esa aceptación cuando amo.

El caso es que iba por la calle y, al notar la calidez del papel de mi libro, me he sentido feliz por unos instantes y se ha marchado de repente todo el frío del invierno. Ha sido una especie de Epifanía maravillosa sin arcángeles ni arpas. No hay nada que se parezca a ese calor como no sea el de sus manos acariciando mi espalda o el tacto de esa piedra redondeada a la que le ha dado el sol no se sabe cuántas horas, y caminando por allí, la he mirado y la he elegido para llevarla conmigo. Una piedra que ya nunca será una más entre tantas, anónima del camino. 

La metáfora de mi vida que me ha vuelto a recordar Mendizabal en acústico durante treinta minutos de vida. Desear ser algún jodido día esa “Tú” de su canción que destruye barreras sin saberlo, que echa abajo los muros que la gente se pone por temor al dolor emocional o a quién sabe qué. Escudos que en muchas ocasiones no son más que excusas trasnochadas bien porque no importas y quieren decirte No de una manera sutil para cubrirse las espaldas, o porque algunas personas no saben gestionar los sentimientos y, en ese patrón de comportamiento con los demás, no te dejan entrar nada más que para tenerte sólo cuando les apetece o mientras no tienen algo que ellos imaginan mejor; y entonces, cuando se cruza quien sí parece ser "Tú", se van de tu vida como el que se va de una frase, con total indiferencia. Eso duele.

Foto©AnaMeca2018

Pero aquí estoy, terminando de leer “Mac y su contratiempo” mientras me muevo en un esperpéntico ciclo de expectativas y decepciones por una culpa judeo-cristiana que me inculcaron desde pequeña, y del cine, que también tiene buena parte de responsabilidad. Esa culpa de la que me gustaría huir en ocasiones si pudiera.


La escritura de Vila-Matas me alucina, no sé si os lo he dicho ya. Es un genio, y me ayuda a disfrutar mis ratos de lectura sin acordarme de nada en absoluto. Quizás miento con esta afirmación hecha a la ligera y lo recuerdo todo aún más. 


Sigo echando mucho de menos y se me nota. Pero eso qué más da.






domingo, 13 de mayo de 2018

Preferencias


Por casualidad—y digo casualidad cuando creo no saber cómo ha podido ocurrirme, pero sospechando la existencia de una Oficina de Ajustes en las sombras que manejan a su antojo los malditos algoritmos esos que saben qué me gusta y me machacan a diario—, o bien hay explicaciones más que razonables a las que sin embargo no accederé nunca, he encontrado sin querer, mientras deslizaba el dedo por el timeline de una red social instantánea, el tráiler de Venom versión doblada. Este dato sería del todo intranscendente si no fuera porque mantengo desde hace algunos años una actitud nada flexible con el tema del doblaje y una lucha fratricida con todo el que se me antoja obstinado del otro lado que no quiere entender mi postura.


El hecho de escuchar a Tom Hardy con una voz prestada ha provocado en mí tal desasosiego que he odiado, por un corto periodo de tiempo—siempre hay cosas más nefastas que te hacen olvidar lo superfluo; y esto, aunque me fastidie mucho, lo es—, a ese director de doblaje que ha elegido una voz tan débil para ese animal de escena que tanto me gusta.

Ya me pasó algo parecido a esto cuando de pasada por el salón de mi casa y en la televisión, que no veo desde hace casi siete años, escuché una voz un tanto extraña. Al mirar la pantalla vi imágenes de una serie fantástica, oscura, medieval, fría y ardiente de fuego Valyrio, pero esas voces no acompañaban lo que yo estaba acostumbrada a disfrutar, nada sonaba igual, y menos la voz de uno de mis personajes favoritos, ese gran Lannister (lo siento, Carlos Del Pino) que ha creado el grandísimo actor Peter Dinklage. Pues eso, que lo de Hardy no lo perdono, me niego y reniego. Estoy en todo mi derecho, y ya está bien de ser yo la que siempre respete a los demás que sí quieren ver cine doblado. Sí, ya sé que diréis, si no te gusta no lo escuches; y eso hago, está claro, pero ahora sé cómo suena su voz para este lado del planeta y me estoy preguntando—sin querer salir de dudas— si es la misma que le han colocado en toda su filmografía, porque si es así, con los personajes tan brutales que interpreta, me da un pasmo detrás de otro sin punto de retorno.

Así que no he tenido más remedio que visionar varios de sus caracteres con su voz real, para que la otra salga del rincón donde se acumula todo lo innecesario como ya conté en otro momento.

Hay tantas voces tan bien elegidas como la de Hugh Laurie en House, o la voz de Homer Simpson, y por supuesto todas aquellas del cine clásico que forman parte de mi larga historia con la ficción, cuando en la televisión echaban magra buena. Las voces de Bogart, Bette Davis, Sean Connery, Clint, Burt Lancaster o Vivian Leigh...

La importancia de la voz es vital, porque cada voz es un instrumento musical, alguno desafinado o distorsionado, áspero, estridente, nasal. Los actores y actrices utilizan su voz acoplándola al personaje, dando los matices e imperfecciones necesarios. En la vida real no escuchamos a nadie de forma totalmente nítida, a menos que haya silencio. Cuando una película se dobla, por muy bien que se haga, y aseguro que tenemos los mejores dobladores del mundo, se le está eliminando parte del proceso creativo del carácter que se interpreta en la pantalla. Quede claro que mi gusto por la versión original no va contra el arte del doblaje ni contra los profesionales que lo ejercen, porque repito, tenemos unas voces increíbles, algunas de las más grandes ya desaparacidas (Elsa Fábregas, Matilde Conesa, Roser Cavallé, Carolina Giménez, Celia Honrubia, José Guardiola, Constantino Romero, Pepe Mediavilla, Carlos Revilla, Jesús Ferrer, Jordi Dauder, Daniel Dicenta, por nombrar unos cuantos), que hacen un trabajo formidable y complicado, ingrato y en las sombras. Valoro todo eso, y no olvido que son actores y actrices con una amplia andadura profesional ya que durante mucho tiempo no se rodaba con sonido directo, y había que doblar la película fuera o no española. (Ver el documental VOCES EN IMÁGENES, de Alfonso S. Suárez)



Quiero mantener en mi memoria aquellas voces maravillosas que alguna vez mejoraban al original y hacían aceptable una mala película, pero me gustaría que se me permitiera exponer mi preferencia y que no se me tachase de recalcitrante o snob. Ahora no quiero renunciar a escuchar la voz real, que es el 50% del trabajo actoral, sin importarme si habla sueco, turco, japonés o catalán. Por eso, cuando alguien me dice «yo es que voy al cine a lo que voy», le contesto con una pregunta: ¿y a qué imaginas que voy yo?