Cuando recibí el libro me
emocioné mucho y le envié un audio; después seguí mi Ritual del libro nuevo: tocar,
abrir, cerrar los ojos y oler las páginas, acariciar el papel con las
yemas de los dedos, volver a oler.
Comencé a leer sus primeras
páginas con placer y marqué la página en la que me detuve con su nota escueta que
acompañaba el ejemplar. Pero pronto lo dejé estar, hice callar al libro bajo la
luz led de mi lámpara de lectura. En realidad dejé de leer por completo, no
conseguía concentrarme en nada, estaba dispersa y hacer cualquier cosa me
resultaba muy costoso. A principios de este año retomé
las lecturas, sin presionarme. Ahora progreso adecuadamente.
Esta mañana dejé el libro
electrónico en la mesita junto a mi cama y he cogido el libro de Vila-Matas
para leer en el bus. Quiero que mi libro cinco del año sea éste y no otro. Hice ese gesto de llevarlo en la mano junto a un lápiz con
tapa sin dudarlo un segundo, pero con cierto temor a perder algo. Tonterías
mías.
Desde que llegó a mis manos no he
querido sacarlo a la calle, pretendía dejarlo para siempre en la intimidad de
mi habitación, este lugar de quietud donde cada noche intento dormir un poco
más sin conseguirlo; la misma habitación que compartí con él algunos fines de
semana, muy pocos para mi gusto.
Me cuesta terminar el libro— he
pensado—, y no porque no me guste, que es todo lo contrario. Es más bien por la
idea absurda que tengo metida en la cabeza de no permitir que alguien más lo mire, y mucho menos que lo toque, y también porque el no acabarlo mantiene la
puerta abierta a la no ruptura entre él y yo, como si no se hubiera roto ya toda
la nada existente entre los dos hace tiempo. Absurdo protegerme de eso, y más
cuando el libro que me regaló ni siquiera lo tocaron sus manos, y la nota no es más que un
mensaje generado por ordenador sin vida ni trazos manuales donde ver su letra.
Todo muy aséptico menos mis lágrimas al recibirlo por sorpresa. Me comporto
como una niña con esos gestos que me dejan ser. No sé por qué todavía busco esa aceptación cuando amo.
El caso es que iba por la calle y, al notar la
calidez del papel de mi libro, me he sentido feliz por unos instantes y se ha
marchado de repente todo el frío del invierno. Ha sido una especie de Epifanía maravillosa sin arcángeles ni arpas. No hay nada que se parezca a ese
calor como no sea el de sus manos acariciando mi espalda o el tacto de esa piedra redondeada a la que le ha dado el sol no se sabe cuántas horas, y caminando por allí, la he mirado y la he elegido para llevarla conmigo. Una
piedra que ya nunca será una más entre tantas, anónima del camino.
La metáfora
de mi vida que me ha vuelto a recordar Mendizabal en acústico durante treinta
minutos de vida. Desear ser algún jodido día esa “Tú” de su canción que
destruye barreras sin saberlo, que echa abajo los muros que la gente se pone
por temor al dolor emocional o a quién sabe qué. Escudos que en muchas
ocasiones no son más que excusas trasnochadas bien porque no importas y quieren
decirte No de una manera sutil para cubrirse las espaldas, o porque
algunas personas no saben gestionar los sentimientos y, en ese patrón de
comportamiento con los demás, no te dejan entrar nada más que para tenerte sólo
cuando les apetece o mientras no tienen algo que ellos imaginan mejor; y entonces, cuando se cruza quien sí
parece ser "Tú", se van de tu vida como el que se va de una frase, con total
indiferencia. Eso duele.
Foto©AnaMeca2018 |
Pero aquí estoy, terminando de
leer “Mac y su contratiempo” mientras me muevo en un esperpéntico ciclo de
expectativas y decepciones por una culpa judeo-cristiana que me inculcaron desde pequeña, y del cine, que también tiene buena parte de responsabilidad. Esa culpa de la que me gustaría huir en
ocasiones si pudiera.