lunes, 20 de agosto de 2018

Verano II


He vuelto al pueblo. La quietud rural que se respira entre los muros de piedra de las casas no es comparable a nada, excepto a la tranquilidad que imagino en una villa romana cuando elijo época para vivir temporalmente. Una casa que en verano disfruta del aroma de las higueras que se alzan junto al muro en el peristilo y del brillo precioso del agua en el impluvium del atrio que regula la temperatura de la vivienda. 

Las habitaciones frescas combinan a la perfección con el calor sofocante de fuera y el sonido intenso y sin descanso de las cigarras. Es verano y he vuelto al pueblo. El sueño me ha permitido viajar en el tiempo una vez más, y agradezco regresar siendo adolescente, la única etapa de mi vida en la que he creído con absoluto egoísmo que tenía el mundo a mis pies. El único capítulo del libro en el que, a pesar de las preocupaciones propias de la edad y otras cosas ajenas, he sido más libre y, en cierta manera, más feliz.

Mi cuerpo y mis sensaciones son de adolescente, sí, pero mi cabeza tiene mi edad actual.

Ese mediodía, en la casa, hay cierto revuelo de zafarrancho de limpieza. Mucha gente yendo de una habitación a otra preparando la casa para el veraneo. Mi padre viene por la calle con una abogada con la intención de dejar sus asuntos legales bien atados. Por sus comentarios no parece fiarse demasiado de ella. No reconozco a mis padres reales en ellos, son otros que interpretan ese papel, sólo sé que esa muchacha soy yo y no otra que finge serlo.

Me apetece salir de la casa donde nadie parece darse cuenta de mi existencia, pero prefiero esperar a la hora de la siesta que todos acatan como si de un acto religioso se tratara. Me apetece mucho verte y pienso en enviarte un whatsapp antes de que todos despierten para merendar y seguir con el plan establecido, esas normas no escritas de los veranos en el pueblo.
Salgo a la puerta de la calle donde todavía da la sombra y comienzo a buscarte entre mis contactos en el móvil que no es tal sino un bloc de notas de papel atestado de documentos donde no encuentro nada. El sol me deslumbra, ¡maldita sea!, sólo me sé un número de teléfono: 1501875.

Los amigos de la pandilla comienzan a salir de sus casas y se van acercando a la plaza, lugar de encuentro cada tarde. Me escondo tras la puerta para no ser vista, no quiero que el tiempo avance, quiero que la siesta dure una eternidad para estar contigo; si te encuentro, claro.
Se hace tarde, el tiempo pasa y no logro dar con tu número de teléfono. Mi idea era preguntarte qué estás haciendo y proponer que nos veamos a solas. Hablar y hablar como recuerdo hacer en esos tiempos, y reírme de tus ocurrencias y las mías hasta que duelen los abdominales.

Deslizo mi dedo sobre ese inexistente teléfono móvil, notando el tacto del papel, y ocurre que tú me envías un montón de mensajes que por la pérdida de conexión, que en el pueblo no es del todo fluida, me llegan tarde. Me haces un spam de fotografías tuyas por diferentes lugares del pueblo, me invitas a jugar, a que te busque y te encuentre. Llevas una bata fina abierta sobre el bañador y unas chanclas en los pies morenos. Te reconozco en todas ellas: tu silueta espigada, tu pelo cayendo sobre el rostro, y cuando te veo junto a la fuente de la calle Alta, decido correr allí con la esperanza de que todavía no te hayas marchado.

Te deseo en ese instante como adulta, igual que el día que te descubrí por azar tocando la guitarra eléctrica sobre un escenario junto al mar, pero actúo como una adolescente cuando te veo y me miras directamente a los ojos: me ruborizo. Siempre me pasa lo mismo, cuando me gusta alguien una barbaridad, me intimida. Eso no ha cambiado.

Ha pasado mucho tiempo y estás igual, solo que tu mirada ya no es triste como en esta realidad nuestra. En el sueño tus ojos tienen una viveza por estrenar y me encanta.
Tengo tanto que contarte, y lo quiero hacer ahí, junto a la fuente del caño y aquí, a este otro lado, donde hace mucho tiempo dejamos aquellos días de verano que se eternizan bajo el calor y las calles vacías; cuando lo único que hacíamos era jugar, pasar el tiempo fuera de casa a la que regresábamos obligados para comer  sin rechistar lo que había en la mesa y para fingir que dormíamos la siesta. La siesta, ese momento de parálisis generalizada donde no existían los miedos, sólo los descubrimientos y los principios.

Foto ©AnaMeca2011


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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea