He vuelto al pueblo. La quietud
rural que se respira entre los muros de piedra de las casas no es comparable a
nada, excepto a la tranquilidad que imagino en una villa romana cuando elijo
época para vivir temporalmente. Una casa que en verano disfruta del aroma de
las higueras que se alzan junto al muro en el peristilo y del brillo precioso
del agua en el impluvium del atrio que regula la temperatura de la vivienda.
Ese mediodía, en la casa, hay
cierto revuelo de zafarrancho de limpieza. Mucha gente yendo de una habitación
a otra preparando la casa para el veraneo. Mi padre viene por la calle con una
abogada con la intención de dejar sus asuntos legales bien atados. Por sus
comentarios no parece fiarse demasiado de ella. No reconozco a mis padres
reales en ellos, son otros que interpretan ese papel, sólo sé que esa muchacha
soy yo y no otra que finge serlo.
Me apetece salir de la casa donde
nadie parece darse cuenta de mi existencia, pero prefiero esperar a la hora de
la siesta que todos acatan como si de un acto religioso se tratara. Me apetece mucho
verte y pienso en enviarte un whatsapp antes de que todos despierten para
merendar y seguir con el plan establecido, esas normas no escritas de los
veranos en el pueblo.
Salgo a la puerta de la calle
donde todavía da la sombra y comienzo a buscarte entre mis contactos en el
móvil que no es tal sino un bloc de notas de papel atestado de documentos donde
no encuentro nada. El sol me deslumbra, ¡maldita sea!, sólo me sé un número de
teléfono: 1501875.
Los amigos de la pandilla comienzan
a salir de sus casas y se van acercando a la plaza, lugar de encuentro cada
tarde. Me escondo tras la puerta para no ser vista, no quiero que el tiempo
avance, quiero que la siesta dure una eternidad para estar contigo; si te encuentro,
claro.
Se hace tarde, el tiempo pasa y
no logro dar con tu número de teléfono. Mi idea era preguntarte qué estás
haciendo y proponer que nos veamos a solas. Hablar y hablar como recuerdo hacer
en esos tiempos, y reírme de tus ocurrencias y las mías hasta que duelen los
abdominales.
Deslizo mi dedo sobre ese
inexistente teléfono móvil, notando el tacto del papel, y ocurre que tú me
envías un montón de mensajes que por la pérdida de conexión, que en el pueblo
no es del todo fluida, me llegan tarde. Me haces un spam de fotografías tuyas
por diferentes lugares del pueblo, me invitas a jugar, a que te busque y te
encuentre. Llevas una bata fina abierta sobre el bañador y unas chanclas en los
pies morenos. Te reconozco en todas ellas: tu silueta espigada, tu pelo cayendo
sobre el rostro, y cuando te veo junto a la fuente de la calle Alta, decido
correr allí con la esperanza de que todavía no te hayas marchado.
Te deseo en ese instante como
adulta, igual que el día que te descubrí por azar tocando la guitarra eléctrica
sobre un escenario junto al mar, pero actúo como una adolescente cuando te veo
y me miras directamente a los ojos: me ruborizo. Siempre me pasa lo mismo, cuando me gusta alguien una barbaridad, me intimida. Eso no ha cambiado.
Ha pasado mucho tiempo y estás
igual, solo que tu mirada ya no es triste como en esta realidad nuestra. En el
sueño tus ojos tienen una viveza por estrenar y me encanta.
Tengo tanto que contarte, y lo
quiero hacer ahí, junto a la fuente del caño y aquí, a este otro lado, donde
hace mucho tiempo dejamos aquellos días de verano que se eternizan bajo el calor y
las calles vacías; cuando lo único que hacíamos era jugar, pasar el tiempo fuera
de casa a la que regresábamos obligados para comer sin rechistar lo que había en la
mesa y para fingir que dormíamos la siesta. La siesta, ese momento de
parálisis generalizada donde no existían los miedos, sólo los descubrimientos y
los principios.
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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea