Busqué en las estanterías de la
librería un ejemplar que regalar en mi día favorito del año. En aquellos
momentos, pese a intuir que algo le sucedía a mi compañero, no supe que llegaba
el fin de lo nuestro, no percibí que aquel gesto de regalar lecturas que tanto
amaba (y cocinar su plato favorito) iba a ser el último que tuviera estando
enamorada de él.
Acaricié los lomos, extraje
alguno que llamó mi atención para ojearlo, leí las primeras líneas como
acostumbro y volví a colocarlo en su lugar con extrema delicadeza (Algunas
veces me he sorprendido ordenando libros en esas mismas baldas, no lo puedo
evitar).
Al llegar a la V, a ras de suelo,
encontré al autor que buscaba, pero no la novela en la que habla de dejar de
ser, de desaparecer o renunciar por opción, el tema que más iba con mis
circunstancias. Leí el título de otra obra del mismo escritor, y pensé que sí,
que hay lugares que no se acaban nunca, como algunas promesas que se quedan sin
final nada más tomar contacto con el aire las palabras, o los besos que no se
dan; esos tampoco se acaban nunca, viven una eternidad de nostalgia.
La nostalgia, ese sentimiento que
tengo desde mucho antes de saber qué era perder.
Y ahí quedó, sobre el escritorio, encerrado en papel rústico hasta que tuvo a bien aparecer el que iba a
ser su dueño. Si hubiera tenido dignidad no lo habría aceptado, porque cuando
una persona deja de ser leal y se comporta de una manera deshonesta con otra, no
merece regalos de ésta.
Yo soñaba con leer ese mismo
libro a veces con su voz y otras con la mía. Mas el libro se marchó raudo como su
poseedor. Ese libro me pertenecía por entero y lo dejé ir junto a mi cámara
Nikon.
De repente un día, la noche de su
vuelta, sus ojos, aquellos ojos chispeantes de felicidad al verme o al hacerme
el amor, aparecieron ante mí vacíos, huecos. Apenas si me miraron por ese
sentimiento de vergüenza que debía arrastrar hacía ya algún tiempo. Sus pupilas
no reaccionaron a estímulo alguno, no me veía, un eco devolvía mi mirada tras
chocar con su rostro lívido.
Había dejado de ser, de existir para él. Llevaba tiempo
olvidada y lo sabía. Durante meses, mis intentos por conversar fueron en vano,
así que, de pronto me vi preguntándome qué estaba haciendo lavando sus calzoncillos, el único contacto real con él, mientras
otra le regalaba perfumes caros. Qué triste
acabar lavando su ropa interior, ser la compañera de piso perfecta, la que mantenía
todo en orden y limpieza, la que llenaba la nevera, las estanterías y pagaba la
hipoteca; la alegría, la fiesta, los cines y otras cosas se las guardaba para
compartir con otros que no eran yo.
La noche de su regreso también
fue la de su marcha. Se largó con mi libro, el que no pude leer. No quiso cenar
los macarrones gratinados que había preparado para los dos. Sus ojos estaban
secos y polvorientos. Le rodeaba una neblina de culpa que no le pude sonsacar.
Cené frente a su presencia física
que no emocional, le escuché frases muy tópicas que me dejaron perpleja a las
que fui contestando con aparente tranquilidad. En mi interior, la sangre llevaba
su propio festín en Alta Fidelidad, mi corazón bombeaba a ritmo frenético. La
cena estaba exquisita pero no la disfruté. ¿He dicho ya que no cenó? Tuvimos
sexo, me fotografió tumbada en la cama que solíamos compartir gozosos, y dijo
que era preciosa, que la cámara me amaba (él ya no, pero eso nunca lo dijo). Estuve
muy silenciosa y me concentré en todo lo que estaba ocurriendo frente a mí, era
coprotagonista y actué como simple espectadora, me dediqué a masticar muy bien
esos momentos tristes que la vida me deparaba. Como todo buen drama quise
disfrutarlo.
No se quedó ni para recuperar el
resuello. Su mirada esquiva me lo advirtió en el quicio de la puerta: nunca más
vuelvo. ¡Tenía tanta prisa! Lo cierto es que se estaba yendo mucho antes de
llegar.
Cuando salió por la puerta principal, fui a la cocina y lancé con
frialdad el resto de la fuente a la basura. Lo sé, infracción, pero esa cena llevaba
su nombre. No tuve opción.
A la semana siguiente fui a la
biblioteca de mi pueblo con la esperanza de encontrar a Vila-Matas. Ahí estaba,
esperándome. Pillé prestado ese ejemplar y ávida comencé a leer.
“París no se acaba nunca” ha sido
el primer libro que leí de mi escritor fetiche Enrique Vila-Matas y que no
poseo en papel. Después llegaron los demás, porque la escritura de este hombre
te va llevando a descubrir otras y así es como viajas por lugares nunca
visitados, por las músicas con que este caballero escribe y por el cine que ha
visto.
Con el tiempo, mi fascinación por el escritor va en aumento, ya lo he contado en más de una ocasión en este rincón mío.
Desapareces de la vida de ese
alguien que ha sido tan importante y pasas un año de vértigo resarciendo el
ninguneo al que te sometió. Trabajo, un sándwich en el bus a las tres de la
tarde, clases en el instituto hasta las diez de la noche en que llegas a casa
para seguir estudiando y preparando trabajos. A las seis de la mañana ya estás lista
para volver al bus que te lleva al trabajo. Y así, en bucle, hasta el fin de
semana, en el que no sé de dónde sacas las ganas y la fuerza para salir
por ahí, bailar o reírte de tu sombra si hace falta. Una locura.
Allá por el 2004, yo iba buscando un libro y fue el libro el
que me encontró a mí. Flechazo.
Amigo estimado que se lo va a leer. Foto©JosepPérez2018 |