sábado, 28 de julio de 2018

De cuando la escritura de Vila-Matas me encontró a mí


Busqué en las estanterías de la librería un ejemplar que regalar en mi día favorito del año. En aquellos momentos, pese a intuir que algo le sucedía a mi compañero, no supe que llegaba el fin de lo nuestro, no percibí que aquel gesto de regalar lecturas que tanto amaba (y cocinar su plato favorito) iba a ser el último que tuviera estando enamorada de él.

Acaricié los lomos, extraje alguno que llamó mi atención para ojearlo, leí las primeras líneas como acostumbro y volví a colocarlo en su lugar con extrema delicadeza (Algunas veces me he sorprendido ordenando libros en esas mismas baldas, no lo puedo evitar).

Al llegar a la V, a ras de suelo, encontré al autor que buscaba, pero no la novela en la que habla de dejar de ser, de desaparecer o renunciar por opción, el tema que más iba con mis circunstancias. Leí el título de otra obra del mismo escritor, y pensé que sí, que hay lugares que no se acaban nunca, como algunas promesas que se quedan sin final nada más tomar contacto con el aire las palabras, o los besos que no se dan; esos tampoco se acaban nunca, viven una eternidad de nostalgia.

La nostalgia, ese sentimiento que tengo desde mucho antes de saber qué era perder.

Con mimo y todo mi cariño, escribí una dedicatoria y preparé el envoltorio de aquel libro elegido, imaginando su cara al recibirlo. Creo que sé elegir regalos y titular escritos, sólo lo creo. 

Y ahí quedó, sobre el escritorio, encerrado en papel rústico hasta que tuvo a bien aparecer el que iba a ser su dueño. Si hubiera tenido dignidad no lo habría aceptado, porque cuando una persona deja de ser leal y se comporta de una manera deshonesta con otra, no merece regalos de ésta.

Yo soñaba con leer ese mismo libro a veces con su voz y otras con la mía. Mas el libro se marchó raudo como su poseedor. Ese libro me pertenecía por entero y lo dejé ir junto a mi cámara Nikon.

De repente un día, la noche de su vuelta, sus ojos, aquellos ojos chispeantes de felicidad al verme o al hacerme el amor, aparecieron ante mí vacíos, huecos. Apenas si me miraron por ese sentimiento de vergüenza que debía arrastrar hacía ya algún tiempo. Sus pupilas no reaccionaron a estímulo alguno, no me veía, un eco devolvía mi mirada tras chocar con su rostro lívido. 
Había dejado de ser, de existir para él. Llevaba tiempo olvidada y lo sabía. Durante meses, mis intentos por conversar fueron en vano, así que, de pronto me vi preguntándome qué estaba haciendo lavando sus calzoncillos, el único contacto real con él, mientras otra le regalaba perfumes caros. Qué triste acabar lavando su ropa interior, ser la compañera de piso perfecta, la que mantenía todo en orden y limpieza, la que llenaba la nevera, las estanterías y pagaba la hipoteca; la alegría, la fiesta, los cines y otras cosas se las guardaba para compartir con otros que no eran yo.

La noche de su regreso también fue la de su marcha. Se largó con mi libro, el que no pude leer. No quiso cenar los macarrones gratinados que había preparado para los dos. Sus ojos estaban secos y polvorientos. Le rodeaba una neblina de culpa que no le pude sonsacar.

Cené frente a su presencia física que no emocional, le escuché frases muy tópicas que me dejaron perpleja a las que fui contestando con aparente tranquilidad. En mi interior, la sangre llevaba su propio festín en Alta Fidelidad, mi corazón bombeaba a ritmo frenético. La cena estaba exquisita pero no la disfruté. ¿He dicho ya que no cenó? Tuvimos sexo, me fotografió tumbada en la cama que solíamos compartir gozosos, y dijo que era preciosa, que la cámara me amaba (él ya no, pero eso nunca lo dijo). Estuve muy silenciosa y me concentré en todo lo que estaba ocurriendo frente a mí, era coprotagonista y actué como simple espectadora, me dediqué a masticar muy bien esos momentos tristes que la vida me deparaba. Como todo buen drama quise disfrutarlo.

No se quedó ni para recuperar el resuello. Su mirada esquiva me lo advirtió en el quicio de la puerta: nunca más vuelvo. ¡Tenía tanta prisa! Lo cierto es que se estaba yendo mucho antes de llegar. 
Cuando salió por la puerta principal, fui a la cocina y lancé con frialdad el resto de la fuente a la basura. Lo sé, infracción, pero esa cena llevaba su nombre. No tuve opción.

A la semana siguiente fui a la biblioteca de mi pueblo con la esperanza de encontrar a Vila-Matas. Ahí estaba, esperándome. Pillé prestado ese ejemplar y ávida comencé a leer.

“París no se acaba nunca” ha sido el primer libro que leí de mi escritor fetiche Enrique Vila-Matas y que no poseo en papel. Después llegaron los demás, porque la escritura de este hombre te va llevando a descubrir otras y así es como viajas por lugares nunca visitados, por las músicas con que este caballero escribe y por el cine que ha visto.

Con el tiempo, mi fascinación por el escritor va en aumento, ya lo he contado en más de una ocasión en este rincón mío

Desapareces de la vida de ese alguien que ha sido tan importante y pasas un año de vértigo resarciendo el ninguneo al que te sometió. Trabajo, un sándwich en el bus a las tres de la tarde, clases en el instituto hasta las diez de la noche en que llegas a casa para seguir estudiando y preparando trabajos. A las seis de la mañana ya estás lista para volver al bus que te lleva al trabajo. Y así, en bucle, hasta el fin de semana, en el que no sé de dónde sacas las ganas y la fuerza para salir por ahí, bailar o reírte de tu sombra si hace falta. Una locura.

Allá por el 2004, yo iba buscando un libro y fue el libro el que me encontró a mí. Flechazo.

Amigo estimado que se lo va a leer. Foto©JosepPérez2018