He soñado que me hacía llamar
George—como George Sand,
puntualizo a todo aquel que pone un gesto de duda en su rostro. He
adoptado ese alias sin reconocerme en él.
Estoy embarazada y me dirijo a lo
que parece el final del pueblo, muy cerca de la plaza donde está la Casa Consistorial.
Han construido un campo de rugby entre las huertas, en este momento preñadas
de frutas y verduras que el miércoles, día de mercado, pondrán a la venta en la
población. Entro en el recinto y me recibe un inmenso grupo de personas que no
conozco con un ritual Haka, una coreografía de voces y movimientos que me deja
en el centro de todas las miradas que celebran mi estado.
Me siento ligera pese a lo
abultada de mi tripa, y muy feliz. Felicidad que cesa cuando aparece en escena
un amigo de la infancia, sobón, sin carnes y de mirada batracia que me empalaga
con su actitud y sus palabras que no creo. Cuando logro zafarme de él, ando sobre
mis pasos hasta una calle reconocida del pueblo por la que he pasado antes y
llego al lugar en el que estaba haciendo manualidades, esas cosas que me
reconfortan y me mantienen en calma.
En aquel rincón, que se parece
bastante a un paseo de playa, están todos mis bártulos. Los recojo con
parsimonia y orden. Siento la brisa marina y doy una bocanada larga de ese aire
salado. A un lado veo un montón de piedras color grafito, planas y muy delgadas que también me echo al bolso,
siendo consciente de que no me pertenecen. Hay un telar donde otra persona está
realizando una especie de cinturón con esas mismas piedras. Son muchas, pienso,
no echará en falta un buen puñado.
Tengo sed. Agarro una botella de
agua sin empezar que tampoco es mía y doy un gran trago. La etiqueta tiene un diseño en negro
que me resulta maravilloso, algo fuera de lo común para tratarse de agua
mineral. Escucho la voz de mi madre, que ronda por el paseo, diciéndome sin
acritud: no es tuya. Lo sé, estoy robando y no me preocupa. He robado mucho en
sueños, me digo dentro del sueño, sobre todo libros, y en una ocasión, en la que me
quedé encerrada en una perfumería modernista, hice acopio de polvos para el rostro
con aroma amaderado, y de alguna cosa más que elegí con pulcritud y sentido
común, pero me dieron las tantas, llegó la hora de apertura y no pude quedarme
con nada. ¿No se puede ser tan selectiva, es eso lo que el sueño intentó decirme?
Los sucesos van y vienen, pero el
sueño no llega. Me pregunto si lo recuperaré algún día. Quiero volver a tener
todos estos sueños tan reales y un poco locos, que, como dijo un amigo, harían cambiar de oficio al
mismísimo Freud. Alguna vez recurro a la química y el rato que quedo en pos de
Morfeo no recuerdo lo soñado, se desvirtúa, se desvanece mientras éste avanza.
Y me despierto bañada en sudor, con mis axilas desprendiendo un aroma curioso a
marihuana. Me pongo a leer, a pensar en mis cosas, a escuchar podcast de cine,
de historia. Al final, opto por hacer tandas de respiración contando los segundos o me masturbo.
Me duermo a las dos de la madrugada y a las tres menos cuarto abro los ojos
otra vez, luego a las cuatro y cuarto, me dan las cinco y las seis. El calor es
inaguantable, intento no mover un músculo para no entrar en más calda de la
existente en el ambiente. A veces me meto en la ducha, lo siento por los
vecinos si escuchan el correr del agua fría a esas horas que rompen el silencio
de sus noches, la necesito.
Pienso en el calvo que hice una
noche desde la habitación compartida de un Hostel en Dublín. Esa noche la recuerdo
como una en las que más he reído en mi vida. Enseñé la parte de mi cuerpo donde
la espalda pierde su bello nombre a un montón de gente que viajaba en el tren
de las 22.45 h. Las vías se encuentran a la altura del segundo piso, creo recordar,
y a unos pocos metros de distancia del edificio. Hay prueba gráfica de ello, sin
mi rostro y tomada de perfil, pero no la voy a mostrar, podéis creerme o no.
Hace 25 años, una noche de risas, pijamas y golosinas en
Dublin
Foto©Pablo_año1994
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Todavía quedan lugares salvajes
en el pueblo escondidos tras la maleza y la dejadez. Lugares en los que antes
brillaba el verdor de los campos, donde cometí mi primer robo real (un puñado
de habas que pensaba dar a mi madre, y que tuve que dejar sobre la tierra
húmeda al escuchar la voz gritona del agricultor que me pilló infraganti). Son
las cinco y cuarto y casi puedo oler las matas al pasar corriendo entre los
caballones, y las de los tomates al rozarlas con las piernas o las manos. Un
aroma algo picante que me encanta. Malas hierbas y cañas junto a las antiguas
acequias que dejan sin visibilidad y caos, mucho caos y sequedad, eso es lo que
queda.
También pienso que si el amor
romántico se asemeja al aroma del perfume de Cacharel que repite la palabra Amor,
entiendo que uno de mis mejores amigos insista en que debemos desterrar lo
antes posible esa idea que del mismo se nos ha inculcado desde los principios,
porque ese aroma tan cargante me turba hasta la náusea.
En las “madrugás” de estos
últimos meses, las llamo así por la pasión con la que las vivo, a veces se me
ocurren unas ideas formidables sobre las que escribir, dibujo en el aire frases
perfectas, las palabras vienen con una facilidad que me sorprende hasta a mí
que estoy a medio gas. Mas como no las anoto se esfuman, las pierdo para
siempre. Es absurdo contar lo buenas que eran porque no están reflejadas en
ningún sitio. Es mi verdad contra vuestra fe.
Quiero dormir, descansar, soñar, pero no hay manera.