Hubo un tiempo, generalizado creo para todos, en el que las distancias cortas resultaban casi infinitas. Escuchar a alguien decir que había ido a tal calle, pasada la plaza, o cruzado las vías del tren hacia el pueblo de al lado, nos dejaba asombradas por la proeza; admirábamos al interfecto como si fuese un explorador británico del siglo XIX que regresaba a casa desde la punta más sureña de África. Territorios lejanos, conocidos a través de los libros que leíamos.
Una de las razones por las que concluíamos que la gente viajaba y se movía de un lado a otro, era al ver las matrículas de los automóviles. En esos tiempos en los que a los coches los bautizaban por la provincia, mucho antes de oír hablar de comunidades autónomas o la Unión Europea, se hacía raro ver a los forasteros. Cuando al pueblo llegaba alguna chapa con las letras CA nos imaginábamos a los que iban dentro haciendo un viaje desde el centro mismo de la tierra.
En ocasiones, esos forasteros éramos nosotros. El taxi que nos llevaba al pueblo, si no lo hacía mi chache Antón que bajaba desde Mataró, tenía matrícula de MU. Verlo esperando en la puerta era todo un acontecimiento que me ponía nerviosa, por el viaje en sí, por volver a ver a una parte de la familia, regresar al lugar donde empezó mi vida, a ese micromundo donde me sentía dichosa y salvaje, donde los días discurrían con la lentitud propia de las cosechas y los huertos. No tener responsabilidades es una de las mejores sensaciones de mi vida.
Cuando se es una cría, el mundo se reduce a unas pocas calles: las que transitas para ir al colegio o por las que juegas. El mundo se amplía en verano, a un montón de kilómetros del hogar, cuando tras unas horas de viaje apareces en otras calles, en otros campos que reconoces enseguida por el aroma: el pueblo de los abuelos maternos esperando para estrujarlo al máximo.
Viajar al pueblo, a mi pueblo, era como abrir una puerta estelar. Imaginaba que las carreteras, las casas, las personas, los sembrados, las fábricas, todo, iba apareciendo a medida que nosotros avanzábamos. Como si sólo existiera la nada hasta que mis ojos entraban en la escena. Era un pensamiento de niña, lo sé, por otro lado no carente de lógica: no existen las chicharras si no hay alguien que escuche su chirrido. Supongo que esas conclusiones resultan muy pueriles ahora, en este mundo tecnológico donde ya no es posible ni ir al váter sin que alguien más quede enterado, pero yo todavía tengo sensaciones de esas que me devuelven mi niñez y me transportan al siglo pasado.
Existen unas calles en el pueblo vecino por las que respiro aquel mismo aire de entonces. Se han mejorado fachadas, aceras, colocado contenedores de residuos soterrados,… y aun así, mantiene la esencia de otros tiempos. Hay silencio a pesar de estar a dos calles de una avenida de tráfico continuo, y los sonidos que surgen del quehacer diario resultan discretos. El tiempo parece otro, el ritmo es más cadencioso y me detengo para observar la calle, esa casa, la otra. Disfruto, mastico ese momento. Una vecina saluda a otra que limpia con un paño húmedo la reja de su ventana. Escucho la luz del sol que me da en la espalda, y a las flores de las macetas mecidas por la suave brisa ocasional. Acaricio las hojas de una planta verde con la mano, me la llevo a la nariz, y, efectivamente, huele a limón como imaginaba. ¡Qué poco necesito para sentirme tan bien!
Ahora que algo he viajado me doy cuenta que esa sensación de bienestar no se tiene en todos lados. No sé si tendrá algo que ver con la pertenencia o no a los lugares que consideramos nuestros; la tuve en Athlone, Irlanda, mientras caminaba hacia el encuentro con mi amiga que se hospedaba en casa de otra familia: el frío, la nieve, los pequeños y delicados lirios de los valles en flor, el rayo de sol que os aseguro pude ver cada día, el olor que desprendía la turba en las chimeneas encendidas. Sentí la libertad y la felicidad, con pureza, pero sin la nostalgia de haber estado antes.
Todavía no me he atrevido a andar por los caminos de mi pueblo familiar que me llevaban al lugar más maravilloso del mundo cuando era pequeña. No piso esa vereda desde el año 1999, cuando lloré amargamente y en silencio al ver echada abajo la casa donde nací, derruida a conciencia por los dueños para que nadie ajeno a la propiedad pudiera instalarse bajo su techo y okuparla sin más. No encontré el número de policía de la casa bajo los escombros, nada característico que me pudiera traer a mi casa, cogí una piedra y una teja, sólo eso, y también me traje las lágrimas que caían por las mejillas de mi madrina. Las dos a la par como dos bobas, recordando momentos vividos, ahora desaparecidas ambas para siempre, la casa y ella. Ella era nuestra memoria viva para mi madre y para mí, la que nos unía al pueblo; ahora ya no tenemos a quién preguntar.
En estos últimos años, sólo un par de veces me ha dado por ver la casa en Google Earth. Se ve perfectamente el camino, la distribución de la vivienda y los anexos, la vereda por la que caminábamos para ir a comprar el pan a la única tienda de la zona. Todo ha cambiado, pero en mi cabeza sigue intacta la estrechez de la senda, el tened cuidado y que os den bien las vueltas de mi yaya, el sonido de las aguas por las acequias o del ring ring de una bicicleta que va de paso, las mariposas de todos los colores y tamaños, el frescor bajo el parral, mi madrina, el primo y yo comiendo higos con sorbos de anís, el geranio inmenso frente al gallinero. El señor de los pepinos, del que nunca supe el nombre, que cuando se marchaba de haber dado una vuelta al campo nos dejaba subir a todos los zagales a la parte trasera de su furgoneta y nos llevaba hasta el final del camino, forzando baches, zarandeándonos como semillas dentro de unas maracas sin poder agarrarnos a nada y riendo sin parar. Ese camino se nos hacía largo. Todavía puedo sentir cómo ardía la chapa metálica y el granulado de la tierra seca que nos manchaba la ropa a todos. Era un momento de extrema alegría, ya ves con qué poco…
Sí, las distancias cuando eres niña son extrañamente infinitas, como lo es el tiempo alargado de esos veranos.
Este estilo evocador y soñador es el que te pega, muy bonito, mitad felicidad, mitad nostalgia.
ResponderEliminarMuy chulo, sin más. Muy chulo.
ResponderEliminarFran
Me has llevado al lugar sin duda alguna,oleee☺️😘
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