domingo, 30 de junio de 2019

Una de vaqueros

Sentí un fuerte deseo de tener unos vaqueros Levi's 501 al escuchar la voz de Percy Sledge en un anuncio publicitario a mediados de los 80.

Jamás he sido de modas ni me ha importado las marcas, eso lo dejaba para mis hermanos, que al ponerse a trabajar y pelar la pava antes que yo, fardaban de jersey Privata y anoraks Karhu (alguno pillé prestado, Finlandia me llamaba y no me daba cuenta).

De aquel anuncio de pantalones, que no he querido volver a ver antes de escribir esto, recuerdo una estación de autobuses de cualquier pueblo del interior de EE.UU, un soldado que se marcha y da un paquete envuelto en papel kraft a su novia de la que se despide. En aquel momento pensé que por las vestimentas era comienzos de los años 60, y por lo tanto, ese chaval pronto acabaría inmerso en la contienda que había en Vietnam desde 1955, esa absurda y cruenta guerra a la que los norteamericanos acudieron primero disfrazándola de ayuda y soporte técnico, montándola bien gorda desde las sombras y sin máscaras ni pudor después. Así que sentí nostalgia de lo efímero de los besos, y me vi reflejada en la chica que se despedía de su amor con unas lágrimas de pega y que al abrir el paquete, ya en su habitación, miraba el mejor regalo, la forma más chula de sentirse cerca de él: sus pantalones vaqueros que ella apretaba a la cintura de avispa con el cinturón.
Ponerse la prenda de la persona que amas es como alargar esos instantes molones que has compartido, esos momentos que se volatilizan con rapidez, por mucho empeño que pongas en que no desaparezcan. En aquellos tiempos de juventud, yo no tenía experiencias en despedidas de esa clase y lo más cercano a ponerme una prenda masculina de alguien conocido, fue cuando el compañero más violento de clase me regaló un suéter de lana rojo, porque una vez le dije que era chulo. Pese a que no lo quise aceptar en un primer y segundo lugar, acabé llevándolo a casa por temor a reacciones no deseadas, pero también con el convencimiento de que ese gesto de cariño sería el único que vería de aquel chico, al que una cuestión de apellidos me unía sin remedio.

Aunque todavía no sabía qué sería de mi vida emocional, el hecho de que la chica del anuncio se pusiera aquellos vaqueros usados mirando la foto de él y escuchando When a man loves a woman, me gustó tanto que quise unos. La nostalgia que sentí entonces por algo que nunca viví me incitaba a consumir. Era la primera vez que me ocurría algo así, me estaban camelando desde la pequeña pantalla con cosas que me gustaban: un trozo de película, años 60, una canción preciosa y el amor correspondido.

La publicidad, esa cosa que ocurría entre programa y programa o el telediario. Hubo un tiempo en el que me interesé mucho en estudiarla con minuciosa atención. Analizaba la estructura, los movimientos de los personajes y la actitud, los textos, los fondos y el color. Confieso que alguno de aquellos anuncios me llevaba al huerto, al capricho de posesión. La mayoría de las veces sólo se quedaba en eso, en simple anhelo.

Pero fue cuando estudiaba esa asignatura de la imagen en el instituto que supe que aquellos vaqueros eran algo más que simples pantalones de tela gruesa de algodón. Fueron utilizados por el movimiento hippie para protestar por los Derechos Civiles, contra la segregación racial y la guerra de Vietnam. Los primeros que se confeccionaron pensando que nosotras también podíamos llevarlos. Aunque fuera una táctica más de ventas, fue una muestra de libertad, aquella que ya reivindiqué en el colegio de monjas y que, con la frase final que decía algo así como “ocasionalmente disponible para mujeres”, me hacía un guiño por esa gesta ocurrida siendo una niña. (Entrada Yo quería llevar pantalones)

Desde ese anuncio publicitario me encanta ponerme la ropa de los hombres que me gustan y amo cuando tengo oportunidad.


La noche anterior nos habíamos calado hasta los huesos en un pueblo de la sierra de Madrid donde nuestras amigas y compañeros en la Salida de Orientación nos abandonaron con una tienda de campaña que no era nuestra y dos mochilas: la de él y la mía. La lluvia era tan fuerte que cerraron la zona de acampada libre, y pese a que buscamos refugio en algún lugar acudiendo al ayuntamiento, fue imposible. Encontramos una habitación en el hotel que había junto a la estación, con dos camas y un baño en el pasillo.

Ese chico me gustaba mucho pero tenía novia. Nos dejaron allí a propósito por si había tema, pero no lo hubo. Aun así, ya pasado el cabreo monumental, fue uno de los momentos más especiales de mi vida. Me di un baño caliente después de él mientras pensaba: ha estado aquí antes. Pusimos la ropa a secar escampándola por toda la habitación, cenamos restos de comida que llevábamos, snacks y muchas golosinas que su novia le traía de los USA (como él solía decir), pues no nos quedaba más que el dinero para regresar a casa tras pagar la habitación. A la mañana siguiente se metió en mi cama y hablamos mucho. Nos vestimos y él me dejó su jersey tejido con lana gruesa para que me abrigase. Al despedirnos en una estación de metro me besó en los labios. Aquel beso me hizo flotar de felicidad porque no me lo esperaba. Lo recordaré siempre.

Después vinieron algunas prendas más: un pantalón corto vaquero lleno de pintadas sobre Anarkía y okupación y botas militares de mi novio punk de Vitoria, una camisa desabrochada sobre mi cuerpo desnudo, en un amanecer sentada sobre un antiguo secador de pelo profesional colocado ahora en un salón popero de un piso de València. Una camiseta de rayas con su aroma, que no lavé durante muchas semanas, con la que me reconforta dormir.

Me gustaba que esa ropa prestada me quedase grande, que se notara que no me pertenecía, pero a la vez, hacerla propia.

Durante un par de años llevé ropa militar de segunda mano para vestir que mezclaba con la mía. Me gustaba ese verde y además era ropa muy resistente con la que no había que tener mucho cuidado. Mientras unas marcaban sus cuerpos con vestidos ajustados, yo hacía todo lo contrario, me sentí libre para hacerlo. Cuando dejé el colegio en el que nos educaban para ser buenas chicas, decidí que nadie jamás me encorsetaría con ropas o con dogmas. Aunque las etiquetas no se acabaron nunca, supongo que es el precio que hay que pagar por vivir con más gente.


Me he acordado de todo esto mientras miro la bruma que le da un aspecto lechoso y poco nítido a la montaña de mi horizonte, y escucho esa canción.



P.D. Me compré los 501 y durante treinta años han ido conmigo. Se rompieron del uso y los fui parcheando hasta que no me los pude poner más y los regalé pensando que le haría la misma ilusión que a mí si alguien me hubiera dado una prenda con historia. No quiero saber qué fue de aquel vaquero, mi vaquero y por eso no pregunto, aunque en el fondo sé la respuesta.


domingo, 16 de junio de 2019

Vivir en La casa de la Palmera


Tengo muy desdibujado el porqué estábamos allí, en aquel lugar de la costa francesa, pero el extenso grupo parecía disfrutar de la visita como estudiantes de bachiller el viaje de fin de curso.
En aquella pequeña cala, todavía en primavera, las casas rozaban la orilla de la playa, y estaban tan cerca, que si sacaba un brazo por cualquiera de las ventanas de aquel corredor, sin duda, tocaría con mis manos la espuma efímera de las pequeñas ondas en vaivén.

El trajín de las gentes en el interior se fue apagando en mi cabeza y en mis sentidos hasta el punto de no escuchar nada más que el sonido del agua en la orilla, ese murmullo característico de las zonas costeras. Atravesé la puerta para salir a la arena allanada e inmensa cual tejido extendido y dispuesto a ser cortado por las manos expertas de una modista, y observé fascinada multitud de pequeñas aves, minúsculas como insectos, de colores tan diversos que creí estar en una postal antigua bordada en sedas brillantes de mil tonalidades, y sentir la textura como si acariciara con las yemas de los dedos el precioso tapiz.

No era un espejismo, los pajarillos estaban ahí. Piedras preciosas cubriendo arena, mar y aire; inmóviles la mayoría, percatados de mi presencia humana y hostil.

Caminé hacia ellos feliz y mientras lo hacía se fueron posando por todas las partes visibles de mi cuerpo. Al principio su larga y delgada cola, el pico afilado me hizo cosquillas, pero cuando la cantidad aumentó, el pellizco al agarrarse se hizo mayor y algo doloroso, aguantable pero molesto. Fue un momento para el recuerdo.

Con la intención de que todo el mundo pudiera verlo me acerqué a una de las ventanas que daba a la sala donde el grupo escuchaba música y charlaba entre risas. Éstos me miraron admirados mientras yo, parada frente a ellos, jugueteaba con la arena que se me había adherido a los pies húmedos.

Alguien quiso inmortalizar el instante con un cámara fotográfica y yo, al darme cuenta, apoyé mi rostro ligeramente al visillo suave y transparente y posé durante un rato sin moverme, con aquellas aves minúsculas agarradas a mi cara, cuello y brazos, hasta que alguien anunció la marcha y no me quedó más remedio que desembarazarme de mis pequeñas motas de color, sin saber muy bien cómo hacerlo sin herirlas.

En un primer intento me zambullí en el agua salada, pero muy pocos pajarillos se soltaron de mis hombros, así que caminé por detrás de las rocas que bordean la caleta hasta llegar a la zona donde la huerta besa la costa. Allí encontré a un puñado de hombres de campo trabajando junto al partidor de una acequia. Segundo intento por desprenderme de esos mínimos colibrís, echarme encima toda el agua de la acequia que cupo en mis manos; pero fue en vano.
Uno de aquellos labriegos me llamó y, mitad francés, mitad por señas, me explicó que debía hacerlo con el agua caliente de un caldero que me ofreció amablemente. Fue eficaz al instante, en cuanto el líquido caldoso tocó mi piel, esas increíbles aves echaron a volar sin padecer. Chapurreando su idioma le agradecí la solución mientras me mantuve en un estado de éxtasis por la visión de tanta belleza y el cansancio generalizado que debí traspasar de mi vida real a lo onírico.

¿Conocéis esa sensación mágica de vivir feliz y en paz? Yo no mucho, pero llevo varios años imaginando cómo sería vivir media eternidad, si creyera que tras la muerte existe algo más, metida en pinturas, en cuadros que me tienen fascinada (La otra mitad de mi eternidad la quiero pasar en los rodajes de películas que adoro, pero esto da para otra historia).

He pensado mucho en la calma, la lentitud, la detención del tiempo en muchos de los cuadros de Hopper, adormecerme junto a los membrillos aromáticos de Antonio López, desnudar mi cuerpo y alma en el Jardín delicioso del Bosco. Ver la realidad con las pinceladas vivas de Van Gogh. Patinar, tapada con tejidos de gruesa lana, en los paisajes nevados de Brueghel. Salpicar agua al lanzarme de cabeza en una de las piscinas de Hockney en esos perpetuos veranos que pinta. Volar, retorcerme en el aire para besar una boca en las noches azuladas de Marc Chagall. Ser tonalidad ardiente en una pintura de Rothko. Atisbar los quehaceres domésticos de los habitantes de la casa de Vermeer en Delft, el brillo de la perla, la basta mesa rectangular, la luz que entra por la ventana.



Y sobre todo, vivir en La casa de la Palmera que Miró pintó por el año 1918. Esa pintura de su periodo ingenuo en el que el registro de detalles me transporta al verano, una vez más al verano de mi niñez, y en él puedo ver el botijo con agua fresca, la puerta siempre abierta, los surcos de los caballones en la tierra fértil de la huerta, tan presente en mi memoria. De este óleo me gusta todo lo que veo y lo que no, de ésto último el olor de la higuera que hay tras los muros del corral. Tú no la puedes ver, pero para mí siempre ha estado ahí; en esa porción de lienzo perfecta para holgazanear, leer un libro tumbada en una hamaca de tela o hacer el amor directamente sobre la tierra. Un lugar donde sacar la labor de ganchillo o de bordado a la fresca, cuando la vida despierta tras la quietud de la siesta.

En las pinturas que me encantan hay algo común y es la tranquilidad, el disfrute de los sonidos diarios de la naturaleza y de las gentes que pasan por allí. El gozo que da no tener que preocuparse de nada.

Vivo con la única ambición de recuperar esos veranos y compartirlos.

Es muy probable que sobrevalore ese estado de ensimismamiento y de observación en el que no muevo un dedo, aunque mi mente movilice todo su mecanismo para no perderse detalle, pero ese sosiego me proporciona la serenidad que busco en mi vida diaria y me gusta mucho imaginarlo.




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