Durante el verano, en uno de mis paseos por la ciudad que me
vio nacer, y antes de que se despertaran en mí las diversas alergias que me
pueblan, descubrí a un chaval (al que ahora llamaríamos hipster) con un puesto
de libros de segunda mano frente a la entrada principal de la Alameda, lugar
emblemático de mi origen.
Siempre me ha encantado meter la nariz entre las páginas de
los libros, aspirar su olor, y no me importaba si olían a humedad, o si era a
tinta recién impresa, manosearlos, ver el diseño de su cubierta, leer sus primeras
líneas, y nunca la contra. Disfrutar de ese magnífico silencio frente a las
estanterías y los montones de libros en tiendas de ocasión, donde las palabras
bullían con fuerza queriendo salir de su enclaustramiento de papel, era algo sagrado.
Así fue que, rebuscando en ese puesto improvisado, vi una
novela, en bastante buen estado, de un tal James Jones en la Colección Naranja
de Bruguera (el color naranja siempre me persigue).
Andaba yo por entonces muy obsesionada con el carácter épico y
de alguna forma romántico de la Segunda Guerra Mundial y con la lejana y brutal guerra moderna en Vietnam (tema
aparte).
Mi primo tenía sus estanterías repletas de novelas del oeste y de guerra, pero en aquéllas tardes de siesta, de sonidos de chicharra y tórtolas, rayos de sol abrasadores en la Ciudad del Sol, cuando todo estaba en calma, nunca me dio por leer nada de aquello. No sería el momento.
Mi primo tenía sus estanterías repletas de novelas del oeste y de guerra, pero en aquéllas tardes de siesta, de sonidos de chicharra y tórtolas, rayos de sol abrasadores en la Ciudad del Sol, cuando todo estaba en calma, nunca me dio por leer nada de aquello. No sería el momento.
Finalizó el verano y con él la vuelta a la normalidad: casa,
compañeros de estudios, clases.
Ávida de lectura, inmersa en las páginas de ese par de novelas
que somaticé enseguida, no tardé nada en ir a la ciudad y encaminar mis pasos a
las tiendas de viejo en la calle San
Fernando (una de mis calles favoritas de ayer y hoy), a la búsqueda de la
primera novela de la trilogía: “De aquí a la eternidad”, cuya versión
cinematográfica ya había causado en mí gran revuelo interior tras observar cómo
ese cuerpo perfecto de Burt Lancaster (con sus pecas en la espalda y ese
bañador ajustado) se fundía en maravilloso beso con una Deborah Kerr atrapada entre el bien y el mal
pero tan decepcionada con su vida que se deja arrastrar por la pasión que
siente por ese hombre en Halona Cove, una playa al este de Oahu.
Cuando dos se besan con deseo y pasión todo lo demás es
secundario, no importan ni los dramas que se avecinan ni problemas de trabajo
ni guerras ni maridos aburridos. Eso vi en la peli siendo niña.
En la novela, siendo adolescente, vi mucho más lo crudo,
edulcorado en el film.
Más de una década pasó hasta que alguien decidiera tomar esa
primera novela de guerra que compré aquel día de verano, y pasarla a la gran
pantalla. Diez años hasta que Terrence Malick pusiera su poesía visual a disposición para
embellecer un insignificante episodio de una gran guerra.
Y fue tal y como yo
leí la novela, así la viví, esa fue mi experiencia, mi primera toma de contacto
con el horror y el sinsentido de las guerras. Aun recuerdo cómo sentí los
síntomas propios de la malaria mientras pasaba las páginas momentos antes de
dormir, echada sobre mi cama; sentir la fiebre y los temblores, el dolor de
articulaciones y de cabeza.
Creo que nunca he sido ni he actuado como una persona
convencional (ojo, no lo digo porque me sienta la hostia); todos poseemos formas,
detalles que nos diferencian del resto, a mí me ha tocado sentirlo todo, a
veces con demasiada intensidad.
Me pregunto si vivo sobre la delgada línea roja que separa la
cordura de la locura, la realidad de la ficción. Me lo pregunto porque algunas
veces necesito respuestas, una señal, no me vale con suponer o imaginar, no
lo sé todo; necesito una(s) palabra(s), sólo eso, para poder continuar.
Escribo estas líneas a un año de un beso bajo unas luces verde boreal que me levantaron del suelo y me hicieron volar.
Que buena entrada, Musetta
ResponderEliminarMadre de dios. Me dejas sin palabras. Mil besos.
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