Me he metido en la cama con el estrépito de los
últimos fuegos artificiales, las tracas finales que prenden la llama a las
pequeñas fallas infantiles que esta noche arderán sin remedio; es la tradición,
y aunque alguna vez he imaginado que por causas naturales las esculturas de
cartón piedra no podrían ser quemadas en la noche del 19, sé que no ocurrirá
jamás, sería impensable, una quimera.
No sé por qué, pero me gusta el
caos de la ciudad durante estos días falleros, parece que todo está permitido,
que no hay reglas, sé que parece una locura afirmar esto, pero tengo ese
sentimiento contradictorio en estas fechas. Si trabajo y he de madrugar me
sofoco ante calles cortadas, el olor a fritanga de los puestos de churros y
buñuelos de ¿calabaza?, los reconocibles retretes portátiles que, tras el gasto-robo
excesivo de la visita de aquel padre de la Iglesia, reutilizan por el centro de
la ciudad, vallas, contaminación lumínica, derroche de pólvora, dispendios que
duran casi un mes entre unas cosas y otras. Abusivo.
Me ahogo cuando la gente se
colapsa en una calle y no me dejan pasar, pero a la vez, me gusta pasear esos
días por las callejuelas del centro, en mi estimado barrio del Carmen, y
mirar todo con lupa: los portones de las casas más antiguas, los balcones, las
plazas diminutas que parecen evaporarse tras estos días, como si las calles sólo
aparecieran bajo nuestros pasos, mientras las andamos. Casi se vuelve al
pasado, un trozo de muralla asoma entre edificios pequeños y destartalados, los
restos de un aljibe se pierden entre la frondosa porquería de un solar
olvidado; calles estrechas y oscuras, frías con aroma a piedra húmeda que reviven
cada marzo con las luces, los adornos y alguna falla manufacturada por los
propios falleros, esas que dan sentido a
la fiesta, los del hazlo tú mismo, Do It Yourself valenciano que me gusta. En una falla así, que este año simbolizaba el
ave Fénix que renace de sus cenizas y que el año pasado tenía dos presidentas,
se ha quemado un deseo entre muchos más, el mío. Podías escribir cualquier
cosa, introducirlo en un baúl blanco o en el negro y te aseguraban que nunca
sería leído, y que se quemaría junto a la falla la noche del 19 al 20.
Con el fuego todo se renueva
dicen, quemas lo malo y la primavera llega con el brote de vida que todavía no
sabemos el cariz que tomará, pero siempre deseamos que sea positivo. La
estación en la que florece el color y el esplendor en la hierba no debería
traer nada malo, ¿verdad?
Me he acostado, como decía, con
todo ese ruido de fondo con la tranquilidad que da saber que todo ese estruendo
de pólvora y fuego es debido a las fiestas locales, que estoy a resguardo en mi
casa y en mi cama de todos los conflictos violentos que pueblan el mundo y que
me son tan ajenos. En otras tierras por desgracia, si tienen un lugar en el que
intentar dormir, lo harán con la incertidumbre de si vivirán mañana, no hay
futuro, sólo un presente que se cuenta por segundos, y la supervivencia. Olvidamos
las guerras, las masacres, las mierdas sin sentido tras cinco minutos después
de escuchar el titular; yo me acuerdo de todos a los que nunca conoceré, los
que desaparecen.
Cada vida que se pierde tiene
para mí el mismo valor, me da igual el dónde o el cómo. No quiero que mis
palabras resulten catastróficas, sólo quiero dejar claro que disfruto cada
segundo de paz y tranquilidad, que soy muy consciente de ello y que aunque esté triste con motivos o sin ellos,
desanimada o deprimida, nada, nada se
asemeja a la barbarie de todas las violencias.
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Estos son los que no se callan, y me encanta que así sea