Hacía unos cuantos meses que se convirtió en una mujer melancólica. Vagabundeaba pensativa agarrándose a unos recuerdos de cariño pasados, y añorando ese tiempo que le parecía no tener aun teniéndolo en sus manos todo el rato.
Sin embargo, siempre andaba por las calles de su ciudad con el ánimo alto aunque fuese lenta en su caminar, para que sus pies, sus ojos y boca paladearan cada esquina, cada edificio, cada trozo de cielo allá arriba. Miraba con interés cualquier cambio que se producía en las copas de los árboles, los nuevos carteles anunciadores de conciertos, los grafiti curiosos en lugares insospechados; atrapaba durante largos ratos los rayos solares que atravesaban cúpulas, veletas y ramaje hasta que tamizados llegaban a su rostro, el mismo rostro que en ocasiones le decían parecía radiante, aunque ella sonreía incrédula ante tal afirmación.
Cuando se lleva tiempo sola, ya no se permite la compañía a cualquier precio, se es tan selectiva que asusta, admites tonterías las justas, te sobrepasan las frases edulcoradas que te dicen los recién llegados; ya no crees nada, ni una palabra dulce dicha en el minuto uno, ya no. Los momentos de efusividad que te emocionaron algún instante así lo constatan. ¿Dónde quedó aquello de me apetece muchísimo conocerte?
Todo el mundo miente, y supongo que ella también lo ha hecho alguna vez mas no lo recuerda.
Pero hay una cosa que no cambia en la ciudad por la que pasea, aunque sí su intensidad dependiendo ésta de la estación del año: el olor a pescado en la parte trasera del Mercado Central, la que da a la Plaza de Brujas que dicen que van a convertir en peatonal. A ella le agrada la idea.
Todavía recuerda lo nerviosa que se sentía caminando por ahí con él el día que se desvirtualizaron en el HBO Point, el rápido vistazo al interior de la iglesia por la que habían pasado por separado y nunca visitaron. Recordaba la larga conversación frente a la primera cerveza en aquel lugar donde se detienen las horas.
Ya hacía ese recorrido antes de ti, (tú, su chico hot dog: placenteramente efímero y extraño, ya que nunca supo, ni de lejos, tu contenido) y lo sigue haciendo après toi.
El cielo está encapotado y cae plomizo este atardecer en un andén infinito de no sé qué ciudad. Espero mi tren.
No se escucha ningún sonido, tan solo algunas personas van y vienen, siluetas desenfocadas que se mueven entre las nítidas vías del tren y ese hombre joven que se dirige hacia mí y al que veo con claridad.
Cuando lo tengo delante me quedo atónita, imaginé este encuentro tantas veces que ahora, cuando por fin se produce, me es imposible reaccionar de ninguna manera. Así que mantengo la calma externa y lo miro, lo miro mucho.
—Hola (mi alias), —me dice—¿podrías hacerme un gran favor?
Me quedo pasmada, se dirige a mí como si nada hubiera pasado.
—Hola (su nombre), dime qué quieres.
—¿Podrías pagar la copa que he tomado y prestarme algo de dinero para regresar a casa? No sé qué me ha ocurrido, me he quedado aquí solo y sin nada.
—Está bien— respondo sin alterarme y pensando que le ha debido costar muchísimo pedirme un favor al chico ostra.
Cruzamos juntos las vías frías y al llegar al otro lado, él salta una valla y me ofrece su mano para que yo haga lo mismo. Contacto cálido pese a la sequedad de su piel. Lo cierto es que me mira con cariño, como si me lo hubiera tenido siempre, incluso cuando se enfadaba y dejaba de hablarme, solo que su imposibilidad, vete tú a saber por qué, no le permitió decírmelo entonces.
El bar de la estación huele a madera y a un uso prolongado en el tiempo, las cálidas lámparas de aceite son escasas sobre la barra y hay unos pocos parroquianos en silencio. Él le dice al camarero que se cobre, y aquí dice el nombre de la bebida que ha tomado, y la nombra de tal forma que pienso en lo snob que me resulta y que ya podía haber pedido una cerveza aunque fuera exquisita y de reserva. Entonces al apoyarme en la barra, él pasa por detrás de ésta para tenerme enfrente y la señora mayor, que bebe una copita rosada en la esquina del mármol, que se parece a Gertrud Stein, y además viste como ella, me pregunta sin más:
—…pero, muchacha, ¿qué deseas tú?—y lo dice como si entre ella y yo hubiera existido una conversación previa y esa pregunta fuese definitiva para zanjar el tema.
La miro a ella algo sorprendida por inmiscuirse en mi espacio, y lo miro a él respondiendo mentalmente, y entonces lo escucho contestar:
—Lo que ella quiere es vivir conmigo.
Y así, mirándonos, nos quedamos los dos. Yo sin contestar y él clavando sus ojos en los míos que no aparto; de la misma forma que nos miramos en el río en otro tiempo lejano.
Sueño de una noche de primavera
Un sueño muy bonito Tita....
ResponderEliminarPara cuando el capitulo 2, podrías ponerte a escribir relatos para alguna revista lo haces muy bien