Foto ©Ana Meca |
Me dijiste que sólo había treinta y ocho
grados de separación entre tu taza de té y la mía y yo insistí en que lo
calcularas otra vez, pues mis ojos sólo veían diez, no más. Dijiste que si el
chico alto pedía té negro con especias y una ligera nube de leche de almendra
nuestro contexto sería largo y me dejarías probar toda la colección de
infusiones que tienes en tu casa. Dijiste, dijiste y al final todo se quedó en
nada, bueno, en un casi quiero pero no. “No”, lo que te gusta esa palabra.
Desconcertada, me quedé esperando que uno
de esos días que siguieron a tu negativa me llamaras o algo, pero no hubo
movimiento alguno que te delatara amante sino todo lo contrario.
Desencantada y sin nada en la mente más
que a ti y las señales deambulé por casa varios días, las siguientes semanas me
paseé por toda la ciudad buscando alivio momentáneo y algún té que llevarme a
la boca, pero me hacía daño recordarte en esa bebida nuestra y enteras las
tazas dejaba. Por algunas calles me venía el aroma del azahar y me acordaba de Esencia de Valencia —fresco elixir de primavera—, y
entonces lloraba tu ausencia. Si me perfumaba con mi aroma de higuera, mal,
pues el preparado de rooibos con hojas y frutos de ese árbol mágico
me traía la imagen de nuestros encuentros, de los besos y de ese labio tuyo
fas-ci-nan-te.
Me supera mi estado de angustia cuando veo
tu nombre escrito en cualquier parte del universo terrenal, ese apellido común
para un hombre que no me lo parece nada. Te deseo.
Quiero volver a catar té con los ojos
cerrados y sacar todos los sabores encerrados en cada mezcla, reírme cuando no
acierte una, o hacer trampas para robarte besos. Sorprenderte cuando cuente
cosas que tú mismo desconoces y fascinarme cuando relates historias sobre
construcciones pasadas.
Quisiera poder degustar té en cubitos
deslizándolos por tu espalda, o por tu boca, y saborear las gotas frescas que
en perfecta unión forman un todo rojizo que sorbo con placer. Te deseo estas
noches tan cálidas de este verano ardiente.
Me gusta si me hablas, y más si lo haces
mirándome a los ojos, tus azules en los míos, ¡qué perfección! Quiero té.
¡Mírame algún día hombre, que sigo siendo
yo! No esperes a que llegue ese momento en que el té no te diga nada, no
esperes a que los días se coman tu risa y la mía, no esperes más y ven.
Sentémonos juntos en una terraza de la ciudad a tu vuelta y unamos tu signo y
el mío formando una trayectoria en parábola; hagamos que las líneas que
atraviesan nuestro eje central converjan en un punto o en una raya. Deja tu
orgullo y yo dejaré de sacar punta a todo. Intentemos prestar atención a lo más
ínfimo de nuestra existencia, o mejor, al tacto: tan básico, tan excitante,
ahora tan imposible.
No puedo volver a beber té si tú no estás,
eso lo sabes, porque sabes mucho de mí, incluso lo que no te he contado. Mi
radar debió averiarse aquellos días porque creí en la conexión de las naves más
allá de Reykjavík. Una
pena que tras varios arrebatos nocturnos todo se quedara en un simple choque lateral,
apenas perceptible para ti, pero visible e intenso para mí. Algo sin
importancia a lo que yo se la doy toda. Tú te enfadas en mayo y yo te escribo
en diciembre, una tradición.
Vi estrellas errantes alumbrar la noche
azul casi negra y desde el cenit me veo pedir deseos como una niña pequeña que repite
siempre el mismo. Hago conjuros de amor a la luna con sabor a canela y nada.
Alguien tiene que escucharme—pienso. Esto así no tiene ningún sentido, para qué
todas esas señales. ¿Para qué?
En serio, sin espinas te espero. ¡Háblame
muchacho! Ven y di qué debo hacer ahora con la rosa candida, que brotó en mi
piel una noche de abril, y sin cuidarla nada, la flor no se marchita por muchos
días que pasan.
Te lo diré como y donde quieras pero sin
dejar de ser yo. Vayamos en busca de la aurora boreal, perdámonos entre la lava
y el hielo, entre el musgo y las luces del norte.
Acércate otra vez y cuenta hasta diez
mientras te bebo.
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Me gusta la luz a esta hora de la
tarde, los pajarillos revolotean sobre el tejado de enfrente, se cruzan unos
con otros en su vuelo de regreso a casa, hablan entre ellos cada uno en su
dialecto y se entienden. Está cercana la puesta de sol y corre una brisa fresca
que calma el espíritu. Quizá en un rato logre tejer unas palabras que me
convenzan pues ando enfrascada en un relato sobre té que quiero enviar a
concurso y que no se decide a salir del todo. Por momentos me supera y lo
quiero dejar, pero al levantar la vista, aquí en la habitación desde la que
intento escribir, miro ese póster que me dice que sí, ocurrió, y me vienes de
golpe, con lo bueno y lo regular. Y me trastoca tanto que acabo escribiendo
sobre ti y el té.
Es la sed, lo sé.
Mientras escucho
a Real Estate, sólo siento
mucha sed.