lunes, 8 de agosto de 2016

No tocarte


Apalancada en sombra sobre el poste de una señal de tráfico en la esquina cualquiera de un barrio singular de la ciudad, observo el cruce de calles echando rápidas ojeadas al texto escrito de la canción islandesa que intento aprender. Espero.

El sol da de lleno en la esquina roja de enfrente. El paso del tiempo me resulta imperceptible, mas la vida del barrio transcurre como un sábado ordinario a estas horas del mediodía.
Señoras mayores tirando de carro o cesta de la compra, parejas jóvenes con hijos que pasean por la calle camino a realizar alguna actividad concreta, como si no debiera existir el momento aburrimiento y tuvieran que ocupar cada segundo del día en hacer algo. Abuelos que con sus bastones hablan de la vida con pasos lentos, a veces bruscos, otros rezagados se quedan junto a un portal. Cada cual lleva su ritmo hasta en la voz: mismo lugar, mismo tramo temporal, diferente tempo.

Mi canción favorita de Sigur Rós se repite y cada vez  recuerdo más palabras. Logro la perfecta pronunciación hasta donde alcanzo a entender sin necesidad de mirar la libretilla de notas. Mejoro progresivamente. Los arreglos orquestales me emocionan y me llevan a lo más alto, y es entonces, mientras me imagino escuchar algún día a este grupo en su tierra del norte, cuando sin esperarlo aparece él por la esquina recién pintada del bar de copas, ahora cerrado a cal y canto.

Él, el hombre que deseo todo el rato.

Igual que cuando sueñas que llevas mucho tiempo caminando bajo la oscuridad, por una carretera que te aleja del yugo, del ahogo; cuando determinada huyes de lo que te asfixia buscando ser tú en alguna otra parte, cuando ya tus pies casi no te responden heridos dentro de las zapatillas de felpa destrozadas... y entonces, al girar la curva, ves el mar; esa sensación de sorpresa más que agradable es la que siento.

Incapaz de escuchar nada y eso que no he parado la reproducción, se hace el silencio y todo se ralentiza hasta quedar petrificada mirándole de incógnito. Durante esos escasos segundos en los que no me ve, experimento una violenta descarga de adrenalina, una brusca modificación del ritmo cardiovascular golpea mi pecho y sólo alcanzo a escuchar el son frenético de mi órgano vital.
¡Qué pasada disfrutar ese instante!

Cuando cruzamos la mirada y sonreímos alejados el uno del otro, yo permanezco apoyada sujetando el poste, y él parado junto a su amigo. Ninguno se dirige hacia el otro. Todo queda detenido entre los dos, excepto mi presión sanguínea que fluye 'Allegro Fortissimo', y me digo: «¡Me encanta ese hombre, ¿será posible?!»

Por un instante imagino que corre hacia mí sin importarle nada de lo externo para besarme como él sabe hacerlo en la intimidad. Estas son las cosas que una piensa cuando está en plan Anne de Tejas Verdes... sobreexcitada por su repentina aparición. Pero, nunca ocurren estas cosas fuera de la ficción, y esta vez no va a ser una excepción.

Al final soy yo la que cruza la calle, la que lo busca. Al alcanzarlos en la acera que quema nos damos dos besos fríos como personas que apenas se conocen, saludo también a su amigo y nos decimos frases que nada importan. Llega un tercer amigo y deciden marchar. Otra vez sola me quedo, esperando. Vuelvo a mi lugar, el anonimato, y a las notas y palabras de idioma extraño que me tiene enganchada.

El día sólo acaba de comenzar, y promete ser muy largo, al menos para mí, pues me temo que por muchas horas que pase cerca de él, hoy no será el día en el que vuelva a probar su boca.
Hasta donde me ha dejado, lo conozco bien.





sábado, 6 de agosto de 2016

Requiem fingido



No me gustan las avispas desde aquel día, durante el verano del 74, en el que uno de mis hermanos lanzara una piedra a un avispero con toda la determinación escolar del que piensa que no habrá consecuencias ante un hecho tan dramático que ya se veía venir (no sé en qué estaría pensando Negro, el hermano que me sigue en la escala de nacimientos). Las avispas salieron en formación Patrulla Águila a lancearnos a todos los que andábamos por los alrededores, aunque la justicia de la Naturaleza tuvo a bien que la peor parte se la llevara el lanzador de piedras, el ejecutor, el ser sin cabeza.

Tras picarle varias veces entre los ojos con saña, siguieron con el resto del grupo, y aun con la rápida actuación del Primo con su mejunje de vinagre y barro, aquello acabó masacrándonos a todos y dejando mermada nuestra libertad por unas horas.

A mi pobre hermano, digo pobre porque tras el enfado inmediato su aspecto me dio mucha pena, se le hincharon los ojos de tal forma que estuvo sin poder ver absolutamente nada durante varias jornadas, en las que nosotros seguíamos haciendo vida normal y asalvajada, y él permanecía literalmente tumbado y sin moverse en la cama obligado por prescripción médica.

Me asomaba a la habitación en la que dormíamos todos juntos sin hacer ruido, observando su cara que desfigurada parecía más la de un japonés de sumo que la de un niño occidental de corta edad. Me daba mucha penica verlo así, inmóvil. Mis picotazos en el brazo derecho no fueron para tanto pese a la hinchazón monumental, ni los de mis primos tampoco, pero me sentía culpable por haberme enfadado y gritado tanto ahora que lo veía  en esa penosa situación.

Pienso en esto mientras observo a una avispa intentando zafarse del agua de la piscina. No siento su sufrimiento aunque sí su coraje y su fuerza. Con su pataleo constante y sin pausa, intenta alcanzar el lateral de la piscina donde le esperan las teselas y sus juntas de pasta rugosa, es como si adivinase una posible zona de agarre y confort donde permanecer a la espera mientras secan sus alas. Pero soy malvada y con mi mano hago ondas en el agua, simulo que remo para arrastrarla más al centro; y mientras esto ocurre, siéndole imposible sacar las alas empapadas del agua que deben pesarle kilos, sus patas hacen movimientos cada vez más rápidos. Sin darle respiro al bicho rayado, lanzo desde el cenit todo el agua que contengo entre las manos, hundiéndola más.

Pero la condenada resiste y emerge otra vez. Sigo molestándola porque ella se ha empeñado en sobrevivir como sea y yo en que esto no ocurra. No quiero eso para ella, quiero que se ahogue, porque, ¿para qué sirve una avispa?

Su zumbido prepotente es molesto, husmear alrededor de una que intenta darse un baño tranquila es molesto. Ese ruido basto desafiante me molesta. Y eso que muerdo mi lengua cuando se acerca, pues dicen que suelen marcharse, desaparecer... mas lo único verdadero es que siempre vuelven, o esa misma u otra diferente, soy incapaz de distinguirlas.

Y sé que resulto inmensa para ellas, que quizás ven amenaza cruenta en mí cuando aparezco semidesnuda en el filo de la piscina con mis gafas de nadar en falsa imitación de libélula.

Sintiendo nada, vuelvo a ejecutar una aguadilla, esta vez con más mala leche y, dejándola a su aire, me sumerjo en el líquido transparente pues el sol pega fuerte y comienzo a asfixiarme. Al salir a la superficie miro hacia donde estaba la última vez y, por fin, llego a una conclusión: las avispas al morir no estiran la pata, ninguna de ellas lo hace, apuntan una de sus alas al cielo como despidiéndose del lugar donde deberían estar sobrevolando felices, y sin que nadie les haga la puñeta.

Esta ya no clavará su aguijón en carne humana.

Y van cuatro. Con menos de esa cantidad el estudio no sería todo lo serio que se espera.