jueves, 28 de mayo de 2015

Mayo volátil


Percibo ligero que el sueño se aleja difuminando las historias que me mantienen viva mientras muerta estoy. La mañana trae sonidos que, como gotas, los involucra y mezcla con las imágenes en color, con las palabras dichas, se enredan a esa película que se monta en mi cabeza y que esta noche me ha llevado a Oviedo.

En milésimas de segundo he pasado de la libertad de tomar un tren por las buenas, sin miedos, a introducirme solitaria en calles desconocidas; apoyándome en verjas recias que soportan mi pesar, mi vagabundeo, mi odisea. Nada en la mochila, ni ropas ni productos de aseo, sólo yo con un libro del que no he alcanzado a ver el título. 

Hablo con un parroquiano al que pregunto por aquél lugar que se ve pasada la playa, esa frontera de agua tras la que se divisa tierra emergente, e ilusionada me adentro en la maleza y luego las rocas en mi búsqueda continua de algo o de alguien. Un mismo deseo que se agarra cada noche cuando el sueño me vence, lo único común a todas mis noches: conocerte.



©Ana Meca

domingo, 17 de mayo de 2015

Après toi


Hacía unos cuantos meses que se convirtió en una mujer melancólica. Vagabundeaba pensativa agarrándose a unos recuerdos de cariño pasados, y añorando ese tiempo que le parecía no tener aun teniéndolo en sus manos todo el rato.

Sin embargo, siempre andaba por las calles de su ciudad con el ánimo alto aunque fuese lenta en su caminar, para que sus pies, sus ojos y boca paladearan cada esquina, cada edificio, cada trozo de cielo allá arriba. Miraba con interés cualquier cambio que se producía en las copas de los árboles, los nuevos carteles anunciadores de conciertos, los grafiti curiosos en lugares insospechados; atrapaba durante largos ratos los rayos solares que atravesaban cúpulas, veletas y ramaje hasta que tamizados llegaban a su rostro, el mismo rostro que en ocasiones le decían parecía radiante, aunque ella sonreía incrédula ante tal afirmación.

Cuando se lleva tiempo sola, ya no se permite la compañía a cualquier precio, se es tan selectiva que asusta, admites tonterías las justas, te sobrepasan las frases edulcoradas que te dicen los recién llegados; ya no crees nada, ni una palabra dulce dicha en el minuto uno, ya no. Los momentos de efusividad que te emocionaron algún instante así lo constatan. ¿Dónde quedó aquello de me apetece muchísimo conocerte?
Todo el mundo miente, y supongo que ella también lo ha hecho alguna vez mas no lo recuerda.

Pero hay una cosa que no cambia en la ciudad por la que pasea, aunque sí su intensidad dependiendo ésta de la estación del año: el olor a pescado en la parte trasera del Mercado Central, la que da a la Plaza de Brujas que dicen que van a convertir en peatonal. A ella le agrada la idea. 



Todavía recuerda lo nerviosa que se sentía caminando por ahí con él el día que se desvirtualizaron en el HBO Point, el rápido vistazo al interior de la iglesia por la que habían pasado por separado y nunca visitaron. Recordaba la larga conversación frente a la primera cerveza en aquel lugar donde se detienen las horas.

Ya hacía ese recorrido antes de ti, (tú, su chico hot dog: placenteramente efímero y extraño, ya que nunca supo, ni de lejos, tu contenido) y lo sigue haciendo après toi





El cielo está encapotado y cae plomizo este atardecer en un andén infinito de no sé qué ciudad. Espero mi tren.
No se escucha ningún sonido, tan solo algunas personas van y vienen, siluetas desenfocadas que se mueven entre las nítidas vías del tren y ese hombre joven que se dirige hacia mí y al que veo con claridad.

Cuando lo tengo delante me quedo atónita, imaginé este encuentro  tantas veces que ahora, cuando por fin se produce, me es imposible reaccionar de ninguna manera. Así que mantengo la calma externa y lo miro, lo miro mucho.
—Hola (mi alias), me dice—¿podrías hacerme un gran favor?

Me quedo pasmada, se dirige a mí como si nada hubiera pasado. 
—Hola (su nombre), dime qué quieres.

—¿Podrías pagar la copa que he tomado y prestarme algo de dinero para regresar a casa? No sé qué me ha ocurrido, me he quedado aquí solo y sin nada.

—Está bien respondo sin alterarme y pensando que le ha debido costar muchísimo pedirme un favor al chico ostra.

Cruzamos juntos las vías frías y al llegar al otro lado, él salta una valla y me ofrece su mano para que yo haga lo mismo. Contacto cálido pese a la sequedad de su piel. Lo cierto es que me mira con cariño, como si me lo hubiera tenido siempre, incluso cuando se enfadaba y dejaba de hablarme, solo que su imposibilidad, vete tú a saber por qué, no le permitió decírmelo entonces.

El bar de la estación huele a madera y a un uso prolongado en el tiempo, las cálidas lámparas de aceite son escasas sobre la barra y hay unos pocos parroquianos en silencio. Él le dice al camarero que se cobre, y aquí dice el nombre de la bebida que ha tomado, y la nombra de tal forma que pienso en lo snob que me resulta y que ya podía haber pedido una cerveza aunque fuera exquisita y de reserva. Entonces al apoyarme en la barra, él pasa por detrás de ésta para tenerme enfrente y la señora mayor, que bebe una copita rosada en la esquina del mármol, que se parece a Gertrud Stein, y además viste como ella, me pregunta sin más:

—…pero, muchacha, ¿qué deseas tú?—y lo dice como si entre ella y yo hubiera existido una conversación previa y esa pregunta fuese definitiva para zanjar el tema.

La miro a ella algo sorprendida por inmiscuirse en mi espacio, y lo miro a él respondiendo mentalmente, y entonces lo escucho contestar:

—Lo que ella quiere es vivir conmigo.


Y así, mirándonos, nos quedamos los dos. Yo sin contestar y él clavando sus ojos en los míos que no aparto; de la misma forma que nos miramos en el río en otro tiempo lejano. 

Sueño de una noche de primavera



viernes, 1 de mayo de 2015

No me gusta


No me gusta un amanecer y mucho menos todos los colores que se forman cuando el sol se pierde  por el horizonte y da paso a la oscuridad de la noche.

No me gusta nada el sonido de los pájaros en el campo, de la brisa a la orilla de la playa, de la lluvia tras los cristales, del crepitar del fuego en el hogar mientras lo observo con ojos de pequeña.

Aborrezco el aroma de las patatas a lo pobre y el tomate partido recién cogido de la huerta hechos con delicadeza en una rústica cocina de pueblo. No me gusta nada la calidez de una fruta madura cuando la como directamente del árbol.

Odio profundamente cuando floto en el agua estanca de una piscina y me dejo llevar en la quietud de la siesta vagando lenta por el cuadrilátero; observar desde ese puesto privilegiado copas de árboles cuyo aroma trae el viento suave del verano, mirar los aviones con gente a muchas millas de mí como lentos insectos trazadores de sendas blanquecinas que se quedan un rato.

Me asquea tanto, tanto el balanceo de un columpio que lo busco ansiosa cuando estoy triste para mortificarme más en mi sufrimiento solitario.

No me gusta la sensación de libertad, de no deber nada a nadie, de no hacer nada si no quiero.

Odio la lectura y la palabra escrita, el tacto al pasar la página de los libros, el roce del lápiz con la hoja cuando tienes algo que confesar, la emoción del comienzo de un libro que te eriza el vello sólo con su primera frase, los marcapáginas que colecciono, las lágrimas que derramo. Es lamentable la sensación que deja un libro al terminarlo cuando te lo ha prestado la persona que amas y ya nunca separas su imagen con lo leído. Odio las casualidades, los gustos comunes, las risas por las mismas cosas, tu firma en la esquina de ese libro de tapas verdes que no te pude devolver.

Me produce mucho asco el Cine, sí, el Cine en toda su extensión: como juego, como estudio, en largo, en corto, en serie, como profesión. No hay nada en el mundo que aborrezca más que ser espectadora de esa unión de todas las artes, muchas veces de forma magistral por los genios del oficio a los que también odio mucho.

No me gusta nada soñar, tampoco imaginar cómo sería vivir en aquélla casa solitaria y alejada de la carretera por la que viajo. Me asquea viajar en tren, mirar por la ventanilla, leer, dormitar con el traqueteo, el trayecto y la llegada. No me gusta nada la sensación de regreso al pasado cuando, de repente, me topo con un edificio desahuciado en mitad de cualquier ciudad; no me gustan nada las voces que escucho en los lugares abandonados ni pensar que los hechos quedan en el lugar donde sucedieron una vez. Odio el tacto de las piedras que una vez fueron edificios habitados y ahora simples ruinas o fragmentos de un tiempo mejor.

Odio la palabra mierda,… vaya mierda.

No me gustan nada los colores, es realmente horrible estar delante de una caja de lápices abierta ofreciendo toda su paleta, y no digamos ya del tacto y aroma de madera, insoportable.  Las lanas, los algodones, los trapillos, tejerlos en bonitas formas es detestable. Emular a la naturaleza creando sus hechuras con todo tipo de materia también es odioso, como lo son las manos y las mentes hábiles de los artistas, los que tienen las mejores ideas para sofocar el dolor y la enfermedad.

Odio la música, ese lenguaje magnífico capaz de todas las sensaciones imaginables; me hiere que se le dé cabida en las escuelas y se le preste tanta atención.

Que las necesidades básicas del ser humano, de hogar, alimento, salud y educación estén cubiertas al doble me agobia tanto, tanto que vomito cada vez que veo que alguien está estupendamente, no puedo evitar marearme ante tanta justicia social, es algo que me sobrepasa. Y si miramos este mundo sin guerras, sin violencia de ser contra ser, de lealtad, verdad, entendimiento, no digáis que os gusta porque a mí nada. La paz y la libertad son cosas francamente perversas que no deberían existir.

Detesto las cosas sencillas que me hacen vibrar, las que no cuestan dinero: mirarte, que me mires, tocarte, que me toques,…

Besar es lo peor.